VIERNES XII

PRIMERA LECTURA

Año I:


Del primer libro de Samuel     3, 1-21

VOCACIÓN DE SAMUEL


    En aquellos días, el niño Samuel oficiaba ante el Señor con Elí. La palabra del Señor era rara en aquel tiempo, y no abundaban las visiones. Un día, Elí estaba acostado en su habitación. Sus ojos empezaban a apagarse y no podía ver. Aún no se había apagado la lámpara de Dios, y Samuel estaba acostado en el santuario del Señor, donde estaba el arca de Dios. El Señor llamó: «¡Samuel, Samuel!» Y éste respondió:
    «¡Aquí estoy!»
    Fue corriendo adonde estaba Elí y le dijo: «Aquí estoy; vengo porque me has llamado.» Elí respondió:
    «No te he llamado, vuelve a acostarte.»
    Samuel fue a acostarse, y el Señor lo llamó otra vez.
    Samuel se levantó, fue adonde estaba Elí y le dijo: «Aquí estoy; vengo porque me has llamado.» Elí respondió:
    «No te he llamado, hijo, vuelve a acostarte.»
    Samuel no conocía todavía al Señor; aún no se le había revelado la palabra del Señor. El Señor volvió a llamar por tercera vez. Samuel se levantó, y fue adonde estaba Elí y le dijo:
    «Aquí estoy; vengo porque me has llamado.»
    Elí comprendió entonces que era el Señor quien llamaba al niño y le dijo:
    «Anda, acuéstate. Y, si te llama alguien, dices: "Habla, Señor, que tu siervo escucha."»
    Samuel fue y se acostó en su sitio. El Señor se presentó y lo llamó como antes:
    «¡Samuel, Samuel!»
    Samuel respondió:
    «Habla, que tu siervo escucha.»
    Y el Señor le dijo:
    «Mira, voy a hacer una cosa en Israel, que a los que la oigan les retumbarán los oídos. Aquel día ejecutaré contra Elí y su familia todo lo que he anunciado sin que falte nada. Comunícale que condeno a su familia definitivamente, porque él sabía que sus hijos maldecían a Dios, y no los reprendió. Por eso, juro a la familia de Elí que jamás se expiará su pecado, ni con sacrificios ni con ofrendas.»
    Samuel siguió acostado hasta la mañana siguiente, y entonces abrió las puertas del santuario. No se atrevía a contarle a Elí la visión, pero Elí lo llamó:
    «Samuel, hijo.»
    Respondió:
    «Aquí estoy.»
    Elí le preguntó:
    «¿Qué es lo que te ha dicho? No me lo ocultes. Que el Señor te castigue si me ocultas una palabra de todo lo que te ha dicho.»
    Entonces Samuel le contó todo, sin ocultarle nada. Elí comentó:
    «¡Es el Señor! Que haga lo que le parezca bien.» Samuel crecía, y el Señor estaba con él; ninguna de sus palabras dejó de cumplirse; y todo Israel, desde Dan hasta Berseba, supo que Samuel era profeta acreditado ante el Señor. El Señor siguió manifestándose en Siló, donde se había revelado a Samuel. La palabra de Samuel se escuchaba en todo Israel.

Responsorio     Sir 46, 16. 17. 18; Is 42, 1

R.
Samuel, favorito de su Creador, consagrado como profeta del Señor, nombró un rey y ungió príncipes sobre el pueblo. * Por su fidelidad, se acreditó como profeta; por sus oráculos, fue reconocido fiel vidente.
V. Mirad a mi siervo, a quien sostengo, mi elegido en quien tengo mis complacencias.
R. Por su fidelidad, se acreditó como profeta; por sus oráculos, fue reconocido fiel vidente.


Año II:

Comienza el libro de Nehemías     1, 1-2,8

PERMISO DEL REY A NEHEMIAS PARA IR A JERUSALÉN


    Autobiografía de Nehemías, hijo de Jacalías:
    El mes de Kisléu del año veinte, me encontraba yo en la ciudadela de Susa, cuando llegó mi hermano Jananí con unos hombres de Judá. Les pregunté por los judíos que se habían librado del destierro y por Jerusalén. Me respondieron:
    «Los que se libraron del destierro están en la provincia, pasando grandes privaciones y humillaciones. La muralla de Jerusalén está en ruinas y sus puertas consumidas por el fuego.»
    Al oír estas noticias, lloré e hice duelo durante unos días, ayunando y orando al Dios del cielo, con estas palabras:
    «Señor, Dios del cielo, Dios grande y terrible, fiel a la alianza y misericordioso con los que te aman y guardan tus preceptos: ten los ojos abiertos y los oídos atentos a la oración de tu siervo, la oración que día y noche te dirijo por tus siervos, los israelitas, confesando los pecados que los israelitas hemos cometido contra ti, tanto yo como la casa de mi padre. Nos hemos portado muy mal contigo, no hemos observado los preceptos, mandatos y decretos que ordenaste a tu siervo Moisés.
    Pero acuérdate de lo que dijiste a tu siervo Moisés: "Si sois infieles, os dispersaré entre los pueblos; pero, si volvéis a mí y ponéis en práctica mis preceptos, aunque vuestros desterrados se encuentren en los confines del mundo, allá iré a reunirlos y los llevaré al lugar que elegí para morada de mi nombre." Son tus siervos y tu pueblo, los que rescataste con tu gran poder y fuerte mano. Señor, mantén tus oídos atentos a la oración de tu siervo y a la oración de tus siervos que están deseosos de respetarte. Haz que tu siervo acierte y logre conmover a ese hombre.»
    Yo era copero del rey. Era el mes de Nisán del año veinte del rey Artajerjes. Tenía el vino delante, y yo tomé la copa y se la serví. En su presencia no debía tener cara triste. El rey me preguntó:
    «¿Qué te pasa que tienes mala cara? Tú no estás enfermo, sino triste.»
    Me llevé un susto, pero contesté al rey:
    «Viva su majestad eternamente. ¿Cómo no he de estar triste cuando la ciudad donde se hallan enterrados mis padres está en ruinas y sus puertas consumidas por el fuego?»
    El rey me dijo:
    «¿Qué es lo que pretendes?»
    Me encomendé al Dios del cielo, y respondí:
    «Si a su majestad le parece bien, y si está satisfecho de su siervo, déjeme ir a Judá a reconstruir la ciudad donde están enterrados mis padres.»
    El rey y la reina, que estaba sentada a su lado, me preguntaron:
    «¿Cuánto durará tu viaje y cuándo volverás?»
    Al rey la pareció bien la fecha que le indiqué y me dejó ir. Pero añadí:
    «Si a su majestad le parece bien, que me den cartas para los gobernadores de Transeufratina, a fin de que me -faciliten el viaje hasta Judá. Y una carta dirigida a Asaf, superintendente de los bosques reales, para que me suministren tablones para las puertas de la ciudadela del templo, para el muro de la ciudad y para la casa donde me instalaré.»
    Gracias a Dios, el rey me lo concedió todo.

Responsorio     Ne 1, 5. 6. 11

R.
Señor, Dios del cielo, Dios grande y terrible, ten los oídos atentos * a la oración de tu siervo.
V. Señor, mantén tus oídos atentos.
R. A la oración de tu siervo.


SEGUNDA LECTURA

De las Homilías de san Gregorio de Nisa, obispo.

(Homilía 6 Sobre las bienaventuranzas: PG 44, 1266-1267)

LA ESPERANZA DE VER A DIOS


    La promesa de Dios es ciertamente tan grande que supera toda felicidad imaginable. ¿Quién, en efecto, podrá desear un bien superior, si en la visión de Dios lo tiene todo? Porque, según el modo de hablar de la Escritura, ver significa lo mismo que poseer; y así, en aquello que leemos: Que veas la prosperidad de Jerusalén, la palabra «ver» equivale a tener. Y en aquello otro: Que sea arrojado el impío, para que no vea la grandeza del Señor, por «no ver» se entiende no tener parte en esta grandeza.
    Por lo tanto, el que ve a Dios alcanza por esta visión todos los bienes posibles: la vida sin fin, la incorruptibilidad eterna, la felicidad imperecedera, el reino sin fin, la alegría ininterrumpida, la verdadera luz, el sonido espiritual y dulce, la gloria inaccesible, el júbilo perpetuo y, en resumen, todo bien.
    Tal y tan grande es, en efecto, la felicidad prometida que nosotros esperamos; pero, como antes hemos demostrado, la condición para ver a Dios es un corazón puro, y, ante esta consideración, de nuevo mi mente se siente arrebatada y turbada por una especie de vértigo, por la duda de si esta pureza de corazón es de aquellas cosas imposibles y que superan y exceden nuestra naturaleza. Pues si esta pureza de corazón es el medio para ver a Dios, y si Moisés y Pablo no lo vieron, porque, como afirman, Dios no puede ser visto por ellos ni por cualquier otro, esta condición que nos propone ahora la Palabra para alcanzar la felicidad nos parece una cosa irrealizable. ¿De qué nos sirve conocer el modo de ver a Dios, si nuestras fuerzas no alcanzan a ello? Es lo mismo que si uno afirmara que en el cielo se vive feliz, porque allí es posible ver lo que no se puede ver en este mundo. Porque, si se nos mostrase alguna manera de llegar al cielo, sería útil haber aprendido que la felicidad está en el cielo. Pero, si nos es imposible subir allí, ¿de qué nos sirve conocer la felicidad del cielo sino solamente para estar angustiados y tristes, sabiendo de qué bienes estamos privados y la imposibilidad de alcanzarlos? ¿Es que Dios nos invita a una felicidad que excede nuestra naturaleza y nos manda algo que, por su magnitud, supera las fuerzas humanas?
    No es así. Porque Dios no creó a los volátiles sin alas, ni mandó vivir bajo el agua a los animales dotados para la vida en tierra firme. Por tanto, si en todas las cosas existe una ley acomodada a su naturaleza, y Dios no obliga a nada que esté por encima de la propia naturaleza, de ello deducimos, por lógica conveniencia, que no hay que desesperar de alcanzar la felicidad que se nos propone, y que Juan y Pablo y Moisés, y otros como ellos, no se vieron privados de esta sublime felicidad, resultante de la visión de Dios; pues, ciertamente, no se vieron privados de esta felicidad ni aquel que dijo: Ahora me aguarda la corona merecida, que el Señor, justo juez, me otorgará, ni aquel que se reclinó sobre el pecho de Jesús, ni aquel que oyó de boca de Dios: Te he conocido más que a todos. Por tanto, si es indudable que aquellos que predicaron que la contemplación de Dios está por encima de nuestras fuerzas son ahora felices, y si la felicidad consiste en la visión de Dios, y si para ver a Dios es necesaria la pureza de corazón, es evidente que esta pureza de corazón, que nos hace posible la felicidad, no es algo inalcanzable. Los que aseguran, pues, tratando de basarse en las palabras de Pablo, que la visión de Dios está por encima de nuestras posibilidades se engañan y están en contradicción con las palabras del Señor, el cual nos promete que, por la pureza de corazón, podemos alcanzar la visión divina.

Responsorio     Sal 62, 2; 16, 15

R.
Mi alma está sedienta de ti, Dios mío; * mi carne tiene ansia de ti.
V. Yo con mi apelación vengo a tu presencia, y al despertar me saciaré de tu semblante.
R. Mi carne tiene ansia de ti.


Oración

Concédenos vivir siempre, Señor, en el amor y respeto a tu santo nombre, porque jamás dejas de dirigir a quienes estableces en el sólido fundamento de tu amor. Por nuestro Señor. Jesucristo, tu Hijo.