CARTA APOSTÓLICA
DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A TODOS LOS CONSAGRADOS
CON OCASIÓN DEL
AÑO DE LA VIDA CONSAGRADA
Queridas consagradas y queridos consagrados
Os escribo como Sucesor de Pedro, a quien el Señor
Jesús confió la tarea de confirmar a sus hermanos en la
fe (cf. Lc 22,32), y me dirijo a vosotros como
hermano vuestro, consagrado a Dios como vosotros.
Demos gracias juntos al Padre, que nos ha llamado a
seguir a Jesús en plena adhesión a su Evangelio y en el
servicio de la Iglesia, y que ha derramado en nuestros
corazones el Espíritu Santo que nos da alegría y nos
hace testimoniar al mundo su amor y su misericordia.
He decidido convocar un Año de la Vida Consagrada
haciéndome eco del sentir de muchos y de la Congregación
para los Institutos de vida consagrada y las Sociedades
de vida apostólica, con motivo del 50 aniversario de la
Constitución dogmática Lumen gentium sobre la
Iglesia, que en el capítulo sexto trata de los
religiosos, así como del Decreto Perfectae caritatis
sobre la renovación de la vida religiosa. Dicho Año
comenzará el próximo 30 de noviembre, primer Domingo de
Adviento, y terminará con la fiesta de la Presentación
del Señor, el 2 de febrero de 2016.
Después de escuchar a la Congregación para los
Institutos de vida consagrada y las Sociedades de vida
apostólica, he indicado como objetivos para este Año los
mismos que san Juan Pablo II propuso a la Iglesia a
comienzos del tercer milenio, retomando en cierto modo
lo que ya había dicho en la Exhortación apostólica
postsinodal Vita consecrata: «Vosotros no
solamente tenéis una historia gloriosa para recordar y
contar, sino una gran historia que construir. Poned los
ojos en el futuro, hacia el que el Espíritu os impulsa
para seguir haciendo con vosotros grandes cosas» (n.
110).
I . Objetivos para el Año de la Vida Consagrada.
1. El primer objetivo es mirar al pasado con
gratitud. Cada Instituto viene de una rica historia
carismática. En sus orígenes se hace presente la acción
de Dios que, en su Espíritu, llama a algunas personas a
seguir de cerca a Cristo, para traducir el Evangelio en
una particular forma de vida, a leer con los ojos de la
fe los signos de los tiempos, a responder creativamente
a las necesidades de la Iglesia. La experiencia de los
comienzos ha ido después creciendo y desarrollándose,
incorporando otros miembros en nuevos contextos
geográficos y culturales, dando vida a nuevos modos de
actuar el carisma, a nuevas iniciativas y formas de
caridad apostólica. Es como la semilla que se convierte
en un árbol que expande sus ramas.
Es oportuno que cada familia carismática recuerde
este Año sus inicios y su desarrollo histórico, para dar
gracias a Dios, que ha dado a la Iglesia tantos dones,
que la embellecen y la preparan para toda obra buena (cf.
Lumen gentium, 12).
Poner atención en la propia historia es indispensable
para mantener viva la identidad y fortalecer la unidad
de la familia y el sentido de pertenencia de sus
miembros. No se trata de hacer arqueología o cultivar
inútiles nostalgias, sino de recorrer el camino de las
generaciones pasadas para redescubrir en él la chispa
inspiradora, los ideales, los proyectos, los valores que
las han impulsado, partiendo de los fundadores y
fundadoras y de las primeras comunidades. También es una
manera de tomar conciencia de cómo se ha vivido el
carisma a través de los tiempos, la creatividad que ha
desplegado, las dificultades que ha debido afrontar y
cómo fueron superadas. Se podrán descubrir
incoherencias, fruto de la debilidad humana, y a veces
hasta el olvido de algunos aspectos esenciales del
carisma. Todo es instructivo y se convierte a la vez en
una llamada a la conversión. Recorrer la propia historia
es alabar a Dios y darle gracias por todos sus dones.
Le damos gracias de manera especial por estos últimos
50 años desde el Concilio Vaticano II, que ha
representado un «soplo» del Espíritu Santo para toda la
Iglesia. Gracias a él, la vida consagrada ha puesto en
marcha un fructífero proceso de renovación, con sus
luces y sombras, ha sido un tiempo de gracia, marcado
por la presencia del Espíritu.
Que este Año de la Vida Consagrada sea también una
ocasión para confesar con humildad, y a la vez con gran
confianza en el Dios amor (cf. 1 Jn 4,8), la
propia fragilidad, y para vivirlo como una experiencia
del amor misericordioso del Señor; una ocasión para
proclamar al mundo con entusiasmo y dar testimonio con
gozo de la santidad y vitalidad que hay en la mayor
parte de los que han sido llamados a seguir a Cristo en
la vida consagrada.
2. Este Año nos llama también a vivir el presente
con pasión. La memoria agradecida del pasado nos
impulsa, escuchando atentamente lo que el Espíritu dice
a la Iglesia de hoy, a poner en práctica de manera cada
vez más profunda los aspectos constitutivos de nuestra
vida consagrada.
Desde los comienzos del primer monacato, hasta las
actuales «nuevas comunidades», toda forma de vida
consagrada ha nacido de la llamada del Espíritu a seguir
a Cristo como se enseña en el Evangelio (cf.
Perfectae caritatis, 2). Para los fundadores y
fundadoras, la regla en absoluto ha sido el Evangelio,
cualquier otra norma quería ser únicamente una expresión
del Evangelio y un instrumento para vivirlo en plenitud.
Su ideal era Cristo, unirse a él totalmente, hasta poder
decir con Pablo: «Para mí la vida es Cristo» (Flp
1,21); los votos tenían sentido sólo para realizar este
amor apasionado.
La pregunta que hemos de plantearnos en este Año es
si, y cómo, nos dejamos interpelar por el Evangelio; si
este es realmente el vademecum para la vida
cotidiana y para las opciones que estamos llamados a
tomar. El Evangelio es exigente y requiere ser vivido
con radicalidad y sinceridad. No basta leerlo (aunque la
lectura y el estudio siguen siendo de extrema
importancia), no es suficiente meditarlo (y lo hacemos
con alegría todos los días). Jesús nos pide ponerlo en
práctica, vivir sus palabras.
Jesús, hemos de preguntarnos aún, ¿es realmente el
primero y único amor, como nos hemos propuesto cuando
profesamos nuestros votos? Sólo si es así, podemos y
debemos amar en la verdad y la misericordia a toda
persona que encontramos en nuestro camino, porque
habremos aprendido de él lo que es el amor y cómo amar:
sabremos amar porque tendremos su mismo corazón.
Nuestros fundadores y fundadoras han sentido en sí la
compasión que embargaba a Jesús al ver a la multitud
como ovejas extraviadas, sin pastor. Así como Jesús,
movido por esta compasión, ofreció su palabra, curó a
los enfermos, dio pan para comer, entregó su propia
vida, así también los fundadores se han puesto al
servicio de la humanidad allá donde el Espíritu les
enviaba, y de las más diversas maneras: la intercesión,
la predicación del Evangelio, la catequesis, la
educación, el servicio a los pobres, a los enfermos...
La fantasía de la caridad no ha conocido límites y ha
sido capaz de abrir innumerables sendas para llevar el
aliento del Evangelio a las culturas y a los más
diversos ámbitos de la sociedad.
El Año de la Vida Consagrada nos interpela sobre la
fidelidad a la misión que se nos ha confiado. Nuestros
ministerios, nuestras obras, nuestras presencias,
¿responden a lo que el Espíritu ha pedido a nuestros
fundadores, son adecuados para abordar su finalidad en
la sociedad y en la Iglesia de hoy? ¿Hay algo que hemos
de cambiar? ¿Tenemos la misma pasión por nuestro pueblo,
somos cercanos a él hasta compartir sus penas y
alegrías, así como para comprender verdaderamente sus
necesidades y poder ofrecer nuestra contribución para
responder a ellas? «La misma generosidad y abnegación
que impulsaron a los fundadores –decía san Juan Pablo II– deben moveros a vosotros, sus hijos espirituales, a
mantener vivos sus carismas que, con la misma fuerza
del Espíritu que los ha suscitado, siguen
enriqueciéndose y adaptándose, sin perder su carácter
genuino, para ponerse al servicio de la Iglesia y llevar
a plenitud la implantación de su Reino».[1]
Al hacer memoria de los orígenes sale a luz otra
dimensión más del proyecto de vida consagrada. Los
fundadores y fundadoras estaban fascinados por la unidad
de los Doce en torno a Jesús, de la comunión que
caracterizaba a la primera comunidad de Jerusalén.
Cuando han dado vida a la propia comunidad, todos ellos
han pretendido reproducir aquel modelo evangélico, ser
un sólo corazón y una sola alma, gozar de la presencia
del Señor (cf. Perfectae caritatis, 15).
Vivir el presente con pasión es hacerse «expertos en
comunión», «testigos y artífices de aquel “proyecto de
comunión” que constituye la cima de la historia del
hombre según Dios».[2]
En una sociedad del enfrentamiento, de difícil
convivencia entre las diferentes culturas, de la
prepotencia con los más débiles, de las desigualdades,
estamos llamados a ofrecer un modelo concreto de
comunidad que, a través del reconocimiento de la
dignidad de cada persona y del compartir el don que cada
uno lleva consigo, permite vivir en relaciones
fraternas.
Sed, pues, mujeres y hombres de comunión, haceos
presentes con decisión allí donde hay diferencias y
tensiones, y sed un signo creíble de la presencia del
Espíritu, que infunde en los corazones la pasión de que
todos sean uno (cf. Jn 17,21). Vivid la
mística del encuentro: «la capacidad de escuchar, de
escuchar a las demás personas. La capacidad de buscar
juntos el camino, el método»,[3]
dejándoos iluminar por la relación de amor que recorre
las tres Personas Divinas (cf. 1 Jn 4,8) como
modelo de toda relación interpersonal.
3. Abrazar el futuro con esperanza quiere ser
el tercer objetivo de este Año. Conocemos las
dificultades que afronta la vida consagrada en sus
diversas formas: la disminución de vocaciones y el
envejecimiento, sobre todo en el mundo occidental, los
problemas económicos como consecuencia de la grave
crisis financiera mundial, los retos de la
internacionalidad y la globalización, las insidias del
relativismo, la marginación y la irrelevancia social...
Precisamente en estas incertidumbres, que compartimos
con muchos de nuestros contemporáneos, se levanta
nuestra esperanza, fruto de la fe en el Señor de la
historia, que sigue repitiendo: «No tengas miedo, que yo
estoy contigo» (Jr 1,8).
La esperanza de la que hablamos no se basa en los
números o en las obras, sino en aquel en quien hemos
puesto nuestra confianza (cf. 2 Tm 1,12) y para
quien «nada es imposible» (Lc 1,37). Esta es la
esperanza que no defrauda y que permitirá a la vida
consagrada seguir escribiendo una gran historia en el
futuro, al que debemos seguir mirando, conscientes de
que hacia él es donde nos conduce el Espíritu Santo para
continuar haciendo cosas grandes con nosotros.
No hay que ceder a la tentación de los números y de
la eficiencia, y menos aún a la de confiar en las
propias fuerzas. Examinad los horizontes de la vida y el
momento presente en vigilante vela. Con Benedicto XVI,
repito: «No os unáis a los profetas de desventuras que
proclaman el final o el sinsentido de la vida consagrada
en la Iglesia de nuestros días; más bien revestíos de
Jesucristo y portad las armas de la luz –como exhorta
san Pablo (cf. Rm 13,11-14)–, permaneciendo
despiertos y vigilantes».[4] Continuemos y reemprendamos siempre nuestro camino con
confianza en el Señor.
Me dirijo sobre todo a vosotros, jóvenes. Sed el
presente viviendo activamente en el seno de vuestros
Institutos, ofreciendo una contribución determinante con
la frescura y la generosidad de vuestra opción. Sois al
mismo tiempo el futuro, porque pronto seréis llamados a
tomar en vuestras manos la guía de la animación, la
formación, el servicio y la misión. Este año tendréis un
protagonismo en el diálogo con la generación que os
precede. En comunión fraterna, podréis enriqueceros con
su experiencia y sabiduría, y al mismo tiempo tendréis
ocasión de volver a proponerle los ideales que ha vivido
en sus inicios, ofrecer la pujanza y lozanía de vuestro
entusiasmo, y así desarrollar juntos nuevos modos de
vivir el Evangelio y respuestas cada vez más adecuadas a
las exigencias del testimonio y del anuncio.
Me alegra saber que tendréis oportunidades para reuniros entre vosotros, jóvenes
de diferentes Institutos. Que el encuentro se haga el camino habitual de la
comunión, del apoyo mutuo, de la unidad.
II - Expectativas para el Año de la Vida Consagrada
¿Qué espero en particular de este Año de gracia de la Vida Consagrada?
1. Que sea siempre verdad lo que dije una vez: «Donde
hay religiosos hay alegría». Estamos llamados a
experimentar y demostrar que Dios es capaz de colmar
nuestros corazones y hacernos felices, sin necesidad de
buscar nuestra felicidad en otro lado; que la auténtica
fraternidad vivida en nuestras comunidades alimenta
nuestra alegría; que nuestra entrega total al servicio
de la Iglesia, las familias, los jóvenes, los ancianos,
los pobres, nos realiza como personas y da plenitud a
nuestra vida.
Que entre nosotros no se vean caras tristes, personas
descontentas, porque «un seguimiento triste es un triste
seguimiento». También nosotros, al igual que todos los
otros hombres y mujeres, sentimos las dificultades, las
noches del espíritu, la decepción, la enfermedad, la
pérdida de fuerzas debido a la vejez. Precisamente en
esto deberíamos encontrar la «perfecta alegría»,
aprender a reconocer el rostro de Cristo, que se hizo en
todo semejante a nosotros, y sentir por tanto la alegría
de sabernos semejantes a él, que no ha rehusado
someterse a la cruz por amor nuestro.
En una sociedad que ostenta el culto a la eficiencia,
al estado pletórico de salud, al éxito, y que margina a
los pobres y excluye a los «perdedores», podemos
testimoniar mediante nuestras vidas la verdad de las
palabras de la Escritura: «Cuando soy débil, entonces
soy fuerte» (2 Co 12,10).
Bien podemos aplicar a la vida consagrada lo que
escribí en la Exhortación apostólica Evangelii
gaudium, citando una homilía de Benedicto XVI: «La
Iglesia no crece por proselitismo, sino por atracción»
(n. 14). Sí, la vida consagrada no crece cuando
organizamos bellas campañas vocacionales, sino cuando
los jóvenes que nos conocen se sienten atraídos por
nosotros, cuando nos ven hombres y mujeres felices.
Tampoco su eficacia apostólica depende de la eficiencia
y el poderío de sus medios. Es vuestra vida la que debe
hablar, una vida en la que se trasparenta la alegría y
la belleza de vivir el Evangelio y de seguir a Cristo.
Repito a vosotros lo que dije en la última Vigilia de
Pentecostés a los Movimientos eclesiales: «El valor de
la Iglesia, fundamentalmente, es vivir el Evangelio y
dar testimonio de nuestra fe. La Iglesia es la sal de la
tierra, es luz del mundo, está llamada a hacer presente
en la sociedad la levadura del Reino de Dios y lo hace
ante todo con su testimonio, el testimonio del amor
fraterno, de la solidaridad, del compartir» (18 mayo
2013).
2. Espero que «despertéis al mundo», porque la nota
que caracteriza la vida consagrada es la profecía. Como
dije a los Superiores Generales, «la radicalidad
evangélica no es sólo de los religiosos: se exige a
todos. Pero los religiosos siguen al Señor de manera
especial, de modo profético». Esta es la prioridad que
ahora se nos pide: «Ser profetas como Jesús ha vivido en
esta tierra... Un religioso nunca debe renunciar a la
profecía» (29 noviembre 2013).
El profeta recibe de Dios la capacidad de observar la
historia en la que vive y de interpretar los
acontecimientos: es como un centinela que vigila por la
noche y sabe cuándo llega el alba (cf. Is
21,11-12). Conoce a Dios y conoce a los hombres y
mujeres, sus hermanos y hermanas. Es capaz de discernir,
y también de denunciar el mal del pecado y las
injusticias, porque es libre, no debe rendir cuentas a
más amos que a Dios, no tiene otros intereses sino los
de Dios. El profeta está generalmente de parte de los
pobres y los indefensos, porque sabe que Dios mismo está
de su parte.
Espero, pues, que mantengáis vivas las «utopías»,
pero que sepáis crear «otros lugares» donde se viva la
lógica evangélica del don, de la fraternidad, de la
acogida de la diversidad, del amor mutuo. Los
monasterios, comunidades, centros de espiritualidad,
«ciudades», escuelas, hospitales, casas de acogida y
todos esos lugares que la caridad y la creatividad
carismática han fundado, y que fundarán con mayor
creatividad aún, deben ser cada vez más la levadura para
una sociedad inspirada en el Evangelio, la «ciudad sobre
un monte» que habla de la verdad y el poder de las
palabras de Jesús.
A veces, como sucedió a Elías y Jonás, se puede tener
la tentación de huir, de evitar el cometido del profeta,
porque es demasiado exigente, porque se está cansado,
decepcionado de los resultados. Pero el profeta sabe que
nunca está solo. También a nosotros, como a Jeremías,
Dios nos asegura: «No tengas miedo, que yo estoy contigo
para librarte» (1,8).
3. Los religiosos y las religiosas, al igual que
todas las demás personas consagradas, están llamadas a
ser «expertos en comunión». Espero, por tanto, que la
«espiritualidad de comunión», indicada por san Juan
Pablo II, se haga realidad y que vosotros estéis en
primera línea para acoger «el gran desafío que tenemos
ante nosotros» en este nuevo milenio: «Hacer de la
Iglesia la casa y la escuela de la comunión».[5]
Estoy seguro de que este Año trabajaréis con seriedad
para que el ideal de fraternidad perseguido por los
fundadores y fundadoras crezca en los más diversos
niveles, como en círculos concéntricos.
La comunión se practica ante todo en las respectivas
comunidades del Instituto. A este respecto, invito a
releer mis frecuentes intervenciones en las que no me
canso de repetir que la crítica, el chisme, la envidia,
los celos, los antagonismos, son actitudes que no tienen
derecho a vivir en nuestras casas. Pero, sentada esta
premisa, el camino de la caridad que se abre ante
nosotros es casi infinito, pues se trata de buscar la
acogida y la atención recíproca, de practicar la
comunión de bienes materiales y espirituales, la
corrección fraterna, el respeto para con los más
débiles... Es «la mística de vivir juntos» que hace de
nuestra vida «una santa peregrinación».[6]
También debemos preguntarnos sobre la relación entre
personas de diferentes culturas, teniendo en cuenta que
nuestras comunidades se hacen cada vez más
internacionales. ¿Cómo permitir a cada uno expresarse,
ser aceptado con sus dones específicos, ser plenamente
corresponsable?
También espero que crezca la comunión entre los
miembros de los distintos Institutos. ¿No podría ser
este Año la ocasión para salir con más valor de los
confines del propio Instituto para desarrollar juntos,
en el ámbito local y global, proyectos comunes de
formación, evangelización, intervenciones sociales? Así
se podrá ofrecer más eficazmente un auténtico testimonio
profético. La comunión y el encuentro entre diferentes
carismas y vocaciones es un camino de esperanza. Nadie
construye el futuro aislándose, ni sólo con sus propias
fuerzas, sino reconociéndose en la verdad de una
comunión que siempre se abre al encuentro, al diálogo, a
la escucha, a la ayuda mutua, y nos preserva de la
enfermedad de la autoreferencialidad.
Al mismo tiempo, la vida consagrada está llamada a
buscar una sincera sinergia entre todas las vocaciones
en la Iglesia, comenzando por los presbíteros y los
laicos, así como a «fomentar la espiritualidad de la
comunión, ante todo en su interior y, además, en la
comunidad eclesial misma y más allá aún de sus
confines».[7]
4. Espero de vosotros, además, lo que pido a todos
los miembros de la Iglesia: salir de sí mismos para ir a
las periferias existenciales. «Id al mundo entero», fue
la última palabra que Jesús dirigió a los suyos, y que
sigue dirigiéndonos hoy a todos nosotros (cf. Mc
16,15). Hay toda una humanidad que espera: personas que
han perdido toda esperanza, familias en dificultad,
niños abandonados, jóvenes sin futuro alguno, enfermos y
ancianos abandonados, ricos hartos de bienes y con el
corazón vacío, hombres y mujeres en busca del sentido de
la vida, sedientos de lo divino...
No os repleguéis en vosotros mismos, no dejéis que
las pequeñas peleas de casa os asfixien, no quedéis
prisioneros de vuestros problemas. Estos se resolverán
si vais fuera a ayudar a otros a resolver sus problemas
y anunciar la Buena Nueva. Encontraréis la vida dando la
vida, la esperanza dando esperanza, el amor amando.
Espero de vosotros gestos concretos de acogida a los
refugiados, de cercanía a los pobres, de creatividad en
la catequesis, en el anuncio del Evangelio, en la
iniciación a la vida de oración. Por tanto, espero que
se aligeren las estructuras, se reutilicen las grandes
casas en favor de obras más acordes a las necesidades
actuales de evangelización y de caridad, se adapten las
obras a las nuevas necesidades.
5. Espero que toda forma de vida consagrada se
pregunte sobre lo que Dios y la humanidad de hoy piden.
Los monasterios y los grupos de orientación
contemplativa podrían reunirse entre sí, o estar en
contacto de algún modo, para intercambiar experiencias
sobre la vida de oración, sobre el modo de crecer en la
comunión con toda la Iglesia, sobre cómo apoyar a los
cristianos perseguidos, sobre la forma de acoger y
acompañar a los que están en busca de una vida
espiritual más intensa o tienen necesidad de apoyo moral
o material.
Lo mismo pueden hacer los Institutos dedicados a la
caridad, a la enseñanza, a la promoción de la cultura,
los que se lanzan al anuncio del Evangelio o desarrollan
determinados ministerios pastorales, los Institutos
seculares en su presencia capilar en las estructuras
sociales. La fantasía del Espíritu ha creado formas de
vida y obras tan diferentes, que no podemos fácilmente
catalogarlas o encajarlas en esquemas prefabricados. No
me es posible, pues, referirme a cada una de las formas
carismáticas en particular. No obstante, nadie debería
eludir este Año una verificación seria sobre su
presencia en la vida de la Iglesia y su manera de
responder a los continuos y nuevos interrogantes que se
suscitan en nuestro alrededor, al grito de los pobres.
Sólo con esta atención a las necesidades del mundo y
con la docilidad al Espíritu, este Año de la Vida
Consagrada se transformará en un auténtico kairòs,
un tiempo de Dios lleno de gracia y de transformación.
III - Horizontes del Año de la Vida Consagrada
1. Con esta carta me dirijo, además de a las personas
consagradas, a los laicos que comparten con ellas
ideales, espíritu y misión. Algunos Institutos
religiosos tienen una larga tradición en este sentido,
otros tienen una experiencia más reciente. En efecto,
alrededor de cada familia religiosa, y también de las
Sociedades de vida apostólica y de los mismos Institutos
seculares, existe una familia más grande, la «familia
carismática», que comprende varios Institutos que se
reconocen en el mismo carisma, y sobre todo cristianos
laicos que se sienten llamados, precisamente en su
condición laical, a participar en el mismo espíritu
carismático.
También os animo a vosotros, fieles laicos, a vivir
este Año de la Vida Consagrada como una gracia que os
puede hacer más conscientes del don recibido. Celebradlo
con toda la «familia» para crecer y responder a las
llamadas del Espíritu en la sociedad actual. En algunas
ocasiones, cuando los consagrados de diversos Institutos
se reúnan entre ellos este Año, procurad estar presentes
también vosotros, como expresión del único don de Dios,
con el fin de conocer las experiencias de otras familias
carismáticas, de los otros grupos laicos y enriqueceros
y ayudaros recíprocamente.
2. El Año de la Vida Consagrada no sólo afecta a las
personas consagradas, sino a toda la Iglesia. Me dirijo,
pues, a todo el pueblo cristiano, para que tome
conciencia cada vez más del don de tantos consagrados y
consagradas, herederos de grandes santos que han
fraguado la historia del cristianismo. ¿Qué sería la
Iglesia sin san Benito y san Basilio, san Agustín y san
Bernardo, san Francisco y santo Domingo, sin san Ignacio
de Loyola y santa Teresa de Ávila, santa Ángela Merici y
san Vicente de Paúl? La lista sería casi infinita, hasta
san Juan Bosco, la beata Teresa de Calcuta. El beato
Pablo VI decía: «Sin este signo concreto, la caridad que
anima la Iglesia entera correría el riesgo de enfriarse,
la paradoja salvífica del Evangelio de perder garra, la
“sal” de la fe de disolverse en un mundo de
secularización» (Evangelica testificatio, 3).
Invito por tanto a todas las comunidades cristianas a
vivir este Año, ante todo dando gracias al Señor y
haciendo memoria reconocida de los dones recibidos, y
que todavía recibimos, a través de la santidad de los
fundadores y fundadoras, y de la fidelidad de tantos
consagrados al propio carisma. Invito a todos a unirse
en torno a las personas consagradas, a alegrarse con
ellas, a compartir sus dificultades, a colaborar con
ellas en la medida de lo posible, para la realización de
su ministerio y sus obras, que son también las de toda
la Iglesia. Hacedles sentir el afecto y el calor de todo
el pueblo cristiano.
Bendigo al Señor por la feliz coincidencia del Año de
la Vida Consagrada con el Sínodo sobre la familia.
Familia y vida consagrada son vocaciones portadoras de
riqueza y gracia para todos, ámbitos de humanización en
la construcción de relaciones vitales, lugares de
evangelización. Se pueden ayudar unos a otros.
3. Con esta carta me atrevo a dirigirme también a
las personas consagradas y a los miembros de las
fraternidades y comunidades pertenecientes a Iglesias de
tradición diferente a la católica. El monacato es un
patrimonio de la Iglesia indivisa, todavía muy vivo
tanto en las Iglesias ortodoxas como en la Iglesia
Católica. En él, como otras experiencias posteriores al
tiempo en el que la Iglesia de Occidente todavía estaba
unida, se han inspirado iniciativas análogas surgidas en
el ámbito de las Comunidades eclesiales de la Reforma,
que luego han continuado a generar en su seno otras
expresiones de comunidades fraternas y de servicio.
La Congregación para los Institutos de vida
consagrada y las Sociedades de vida apostólica ha
programado iniciativas para propiciar encuentros entre
miembros pertenecientes a experiencias de la vida
consagrada y fraterna de las diversas Iglesias. Aliento
vivamente estas reuniones, para que crezca el
conocimiento recíproco, la estima, la mutua
colaboración, de manera que el ecumenismo de la vida
consagrada sea una ayuda en el proyecto más amplio hacia
la unidad entre todas las Iglesias.
4. Tampoco podemos olvidar que el fenómeno de la vida
monástica y de otras expresiones de fraternidad
religiosa existe también en todas las grandes
religiones. No faltan experiencias, también
consolidadas, de diálogo inter-monástico entre la
Iglesia Católica y algunas de las grandes tradiciones
religiosas. Espero que el Año de la Vida Consagrada sea
la ocasión para evaluar el camino recorrido, para
sensibilizar a las personas consagradas en este campo,
para preguntarnos sobre nuevos pasos a dar hacia una
recíproca comprensión cada vez más profunda y para una
colaboración en muchos ámbitos comunes de servicio a la
vida humana.
Caminar juntos es siempre un enriquecimiento, y puede
abrir nuevas vías a las relaciones entre pueblos y
culturas, que en este período aparecen plagadas de
dificultades.
5. Por último, me dirijo a mis hermanos en el
episcopado. Que este Año sea una oportunidad para
acoger cordialmente y con alegría la vida consagrada
como un capital espiritual para el bien de todo el
Cuerpo de Cristo (cf. Lumen gentium, 43), y no
sólo de las familias religiosas. «La vida consagrada es
un don para la Iglesia, nace en la Iglesia, crece en la
Iglesia, está totalmente orientada a la Iglesia».[8]
De aquí que, como don a la Iglesia, no es una realidad
aislada o marginal, sino que pertenece íntimamente a
ella, está en el corazón de la Iglesia como elemento
decisivo de su misión, en cuanto expresa la naturaleza
íntima de la vocación cristiana y la tensión de toda la
Iglesia Esposa hacia la unión con el único Esposo; por
tanto, «pertenece sin discusión a su vida y a su
santidad» (ibíd., 44).
En este contexto, invito a los Pastores de las
Iglesias particulares a una solicitud especial para
promover en sus comunidades los distintos carismas, sean
históricos, sean carismas nuevos, sosteniendo, animando,
ayudando en el discernimiento, haciéndose cercanos con
ternura y amor a las situaciones de dolor y debilidad en
las que puedan encontrarse algunos consagrados y, en
especial, iluminando con su enseñanza al Pueblo de Dios
el valor de la vida consagrada, para hacer brillar su
belleza y santidad en la Iglesia.
Encomiendo a María, la Virgen de la escucha y la
contemplación, la primera discípula de su amado Hijo,
este Año de la Vida Consagrada. A ella, hija predilecta
del Padre y revestida de todos los dones de la gracia,
nos dirigimos como modelo incomparable de seguimiento en
el amor a Dios y en el servicio al prójimo.
Agradecido desde ahora con todos vosotros por los
dones de gracia y de luz con los que el Señor nos quiera
enriquecer, acompaño a todos con la Bendición
Apostólica.
Vaticano, 21 de noviembre 2014, fiesta de la Presentación de la Santísima Virgen María.
Francisco
[1] Carta ap. Los caminos del Evangelio,
a los religiosos y religiosas de América Latina con motivo del V centenario de la evangelización del Nuevo Mundo (29 junio 1990), 26.
[2] Sagrada Congregación para los Religiosos y los Institutos Seculares, Religiosos y promoción humana (12 agosto 1980), 24: L’Osservatore Romano,
ed. en lengua española, 14 diciembre 1980, p. 16.
[3] A los estudiantes de los colegios pontificios y residencias sacerdotales de Roma, 12 mayo 2014.
[4] Homilía en la fiesta de la Presentación del Señor, 2 febrero 2013.
[5] Carta ap. Novo millennio ineunte, 6 enero 2001, 43.
[6] Exhort. ap. Evangelii gaudium, 24 noviembre 2013, 87.
[7] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal. Vita consecrata, 25 marzo 1996,51.
[8] J. M. Bergoglio, Intervención en el Sínodo sobre la vida consagrada y su misión en la Iglesia y en el mundo, XVI Congregación general, 13 octubre 1994.