CARTA ENCÍCLICA
LUMEN FIDEI
DEL SUMO PONTÍFICE
FRANCISCO
A LOS OBISPOS
A LOS PRESBÍTEROS Y A LOS DIÁCONOS
A LAS PERSONAS CONSAGRADAS
Y A TODOS LOS FIELES LAICOS
SOBRE LA FE
1. La luz de la fe: la tradición de la Iglesia ha
indicado con esta expresión el gran don traído por
Jesucristo, que en el Evangelio de san Juan se presenta con
estas palabras: «Yo he venido al mundo como luz, y así, el
que cree en mí no quedará en tinieblas» (Jn 12,46).
También san Pablo se expresa en los mismos términos: «Pues
el Dios que dijo: “Brille la luz del seno de las tinieblas”,
ha brillado en nuestros corazones» (2 Co 4,6). En el
mundo pagano, hambriento de luz, se había desarrollado el
culto al Sol, al Sol invictus, invocado a su salida.
Pero, aunque renacía cada día, resultaba claro que no podía
irradiar su luz sobre toda la existencia del hombre. Pues el
sol no ilumina toda la realidad; sus rayos no pueden llegar
hasta las sombras de la muerte, allí donde los ojos humanos
se cierran a su luz. «No se ve que nadie estuviera dispuesto
a morir por su fe en el sol»[1],
decía san Justino mártir. Conscientes del vasto horizonte
que la fe les abría, los cristianos llamaron a Cristo el
verdadero sol, «cuyos rayos dan la vida»[2].
A Marta, que llora la muerte de su hermano Lázaro, le dice
Jesús: «¿No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios?»
(Jn 11,40). Quien cree ve; ve con una luz que ilumina
todo el trayecto del camino, porque llega a nosotros desde
Cristo resucitado, estrella de la mañana que no conoce ocaso.
¿Una luz ilusoria?
2. Sin embargo, al hablar de la fe como luz, podemos oír
la objeción de muchos contemporáneos nuestros. En la época
moderna se ha pensado que esa luz podía bastar para las
sociedades antiguas, pero que ya no sirve para los tiempos
nuevos, para el hombre adulto, ufano de su razón, ávido de
explorar el futuro de una nueva forma. En este sentido, la
fe se veía como una luz ilusoria, que impedía al hombre
seguir la audacia del saber. El joven Nietzsche invitaba a
su hermana Elisabeth a arriesgarse, a «emprender nuevos
caminos… con la inseguridad de quien procede autónomamente».
Y añadía: «Aquí se dividen los caminos del hombre; si quieres
alcanzar paz en el alma y felicidad, cree; pero si quieres ser
discípulo de la verdad, indaga»[3].
Con lo que creer sería lo contrario de buscar. A partir de aquí,
Nietzsche critica al cristianismo por haber rebajado la existencia
humana, quitando novedad y aventura a la vida. La fe sería entonces
como un espejismo que nos impide avanzar como hombres libres hacia
el futuro.
3. De esta manera, la fe ha acabado por ser asociada a la
oscuridad. Se ha pensado poderla conservar, encontrando para
ella un ámbito que le permita convivir con la luz de la
razón. El espacio de la fe se crearía allí donde la luz de
la razón no pudiera llegar, allí donde el hombre ya no
pudiera tener certezas. La fe se ha visto así como un salto
que damos en el vacío, por falta de luz, movidos por un
sentimiento ciego; o como una luz subjetiva, capaz quizá de
enardecer el corazón, de dar consuelo privado, pero que no
se puede proponer a los demás como luz objetiva y común para
alumbrar el camino. Poco a poco, sin embargo, se ha visto
que la luz de la razón autónoma no logra iluminar
suficientemente el futuro; al final, éste queda en la
oscuridad, y deja al hombre con el miedo a lo desconocido.
De este modo, el hombre ha renunciado a la búsqueda de una
luz grande, de una verdad grande, y se ha contentado con
pequeñas luces que alumbran el instante fugaz, pero que son
incapaces de abrir el camino. Cuando falta la luz, todo se
vuelve confuso, es imposible distinguir el bien del mal, la
senda que lleva a la meta de aquella otra que nos hace dar
vueltas y vueltas, sin una dirección fija.
Una luz por descubrir
4. Por tanto, es urgente recuperar el carácter luminoso
propio de la fe, pues cuando su llama se apaga, todas las
otras luces acaban languideciendo. Y es que la
característica propia de la luz de la fe es la capacidad de
iluminar toda la existencia del hombre. Porque una
luz tan potente no puede provenir de nosotros mismos; ha de
venir de una fuente más primordial, tiene que venir, en
definitiva, de Dios. La fe nace del encuentro con el Dios
vivo, que nos llama y nos revela su amor, un amor que nos
precede y en el que nos podemos apoyar para estar seguros y
construir la vida. Transformados por este amor, recibimos
ojos nuevos, experimentamos que en él hay una gran promesa
de plenitud y se nos abre la mirada al futuro. La fe, que
recibimos de Dios como don sobrenatural, se presenta como
luz en el sendero, que orienta nuestro camino en el tiempo.
Por una parte, procede del pasado; es la luz de una memoria
fundante, la memoria de la vida de Jesús, donde su amor se
ha manifestado totalmente fiable, capaz de vencer a la
muerte. Pero, al mismo tiempo, como Jesús ha resucitado y
nos atrae más allá de la muerte, la fe es luz que viene del
futuro, que nos desvela vastos horizontes, y nos lleva más
allá de nuestro «yo» aislado, hacia la más amplia
comunión. Nos damos cuenta, por tanto, de que la fe no
habita en la oscuridad, sino que es luz en nuestras
tinieblas. Dante, en la Divina Comedia, después de
haber confesado su fe ante san Pedro, la describe como una
«chispa, / que se convierte en una llama cada vez más ardiente
/ y centellea en mí, cual estrella en el cielo»[4].
Deseo hablar precisamente de esta luz de la fe para que crezca
e ilumine el presente, y llegue a convertirse en estrella que
muestre el horizonte de nuestro camino en un tiempo en el que
el hombre tiene especialmente necesidad de luz.
5. El Señor, antes de su pasión, dijo a Pedro: «He
pedido por ti, para que tu fe no se apague» (Lc
22,32). Y luego le pidió que confirmase a sus hermanos en
esa misma fe. Consciente de la tarea confiada al Sucesor de
Pedro, Benedicto XVI decidió convocar este
Año de la fe, un tiempo de gracia que nos está
ayudando a sentir la gran alegría de creer, a reavivar la
percepción de la amplitud de horizontes que la fe nos
desvela, para confesarla en su unidad e integridad, fieles a
la memoria del Señor, sostenidos por su presencia y por la
acción del Espíritu Santo. La convicción de una fe que hace
grande y plena la vida, centrada en Cristo y en la fuerza de
su gracia, animaba la misión de los primeros cristianos. En
las Actas de los mártires leemos este diálogo entre el
prefecto romano Rústico y el cristiano Hierax: «¿Dónde
están tus padres?», pregunta el juez al mártir. Y éste
responde: «Nuestro verdadero padre es Cristo, y nuestra
madre, la fe en él»[5].
Para aquellos cristianos, la fe, en cuanto encuentro con el
Dios vivo manifestado en Cristo, era una «madre», porque
los daba a luz, engendraba en ellos la vida divina, una
nueva experiencia, una visión luminosa de la existencia por
la que estaban dispuestos a dar testimonio público hasta el
final.
6. El Año de la fe ha comenzado en el 50 aniversario de la
apertura del Concilio Vaticano II. Esta coincidencia nos
permite ver que el Vaticano II ha sido un Concilio sobre la
fe[6],
en cuanto que nos ha invitado a poner de nuevo en el centro
de nuestra vida eclesial y personal el primado de Dios en
Cristo. Porque la Iglesia nunca presupone la fe como algo
descontado, sino que sabe que este don de Dios tiene que ser
alimentado y robustecido para que siga guiando su camino. El
Concilio Vaticano II ha hecho que la fe brille dentro de la
experiencia humana, recorriendo así los caminos del hombre
contemporáneo. De este modo, se ha visto cómo la fe
enriquece la existencia humana en todas sus dimensiones.
7. Estas consideraciones sobre la fe, en línea con todo
lo que el Magisterio de la Iglesia ha declarado sobre esta
virtud teologal[7],
pretenden sumarse a lo que el Papa Benedicto XVI ha escrito
en las Cartas encíclicas sobre la
caridad y la
esperanza.
Él ya había completado prácticamente una
primera redacción de esta Carta encíclica sobre la fe. Se lo
agradezco de corazón y, en la fraternidad de Cristo, asumo
su precioso trabajo, añadiendo al texto algunas aportaciones.
El Sucesor de Pedro, ayer, hoy y siempre, está llamado a
«confirmar a sus hermanos» en el inconmensurable tesoro de la
fe, que Dios da como luz sobre el camino de todo hombre.
En la fe, don de Dios, virtud sobrenatural infusa por él, reconocemos que se nos ha dado un gran Amor, que se nos ha dirigido una Palabra buena, y que, si acogemos esta Palabra, que es Jesucristo, Palabra encarnada, el Espíritu Santo nos transforma, ilumina nuestro camino hacia el futuro, y da alas a nuestra esperanza para recorrerlo con alegría. Fe, esperanza y caridad, en admirable urdimbre, constituyen el dinamismo de la existencia cristiana hacia la comunión plena con Dios. ¿Cuál es la ruta que la fe nos descubre? ¿De dónde procede su luz poderosa que permite iluminar el camino de una vida lograda y fecunda, llena de fruto?
CAPÍTULO PRIMERO
HEMOS CREÍDO EN EL AMOR
(cf. 1 Jn 4,16)
Abrahán, nuestro padre en la fe
8. La fe nos abre el camino y acompaña nuestros pasos a
lo largo de la historia. Por eso, si queremos entender lo
que es la fe, tenemos que narrar su recorrido, el camino de
los hombres creyentes, cuyo testimonio encontramos en primer
lugar en el Antiguo Testamento. En él, Abrahán, nuestro
padre en la fe, ocupa un lugar destacado. En su vida sucede
algo desconcertante: Dios le dirige la Palabra, se revela
como un Dios que habla y lo llama por su nombre. La fe está
vinculada a la escucha. Abrahán no ve a Dios, pero oye su
voz. De este modo la fe adquiere un carácter personal. Aquí
Dios no se manifiesta como el Dios de un lugar, ni tampoco
aparece vinculado a un tiempo sagrado determinado, sino como
el Dios de una persona, el Dios de Abrahán, Isaac y Jacob,
capaz de entrar en contacto con el hombre y establecer una
alianza con él. La fe es la respuesta a una Palabra que
interpela personalmente, a un Tú que nos llama por nuestro
nombre.
9. Lo que esta Palabra comunica a Abrahán es una llamada
y una promesa. En primer lugar es una llamada a salir de su
tierra, una invitación a abrirse a una vida nueva, comienzo
de un éxodo que lo lleva hacia un futuro inesperado. La
visión que la fe da a Abrahán estará siempre vinculada a
este paso adelante que tiene que dar: la fe «ve» en la
medida en que camina, en que se adentra en el espacio
abierto por la Palabra de Dios. Esta Palabra encierra además
una promesa: tu descendencia será numerosa, serás padre de
un gran pueblo (cf. Gn 13,16; 15,5; 22,17). Es verdad
que, en cuanto respuesta a una Palabra que la precede, la fe
de Abrahán será siempre un acto de memoria. Sin embargo,
esta memoria no se queda en el pasado, sino que, siendo
memoria de una promesa, es capaz de abrir al futuro, de
iluminar los pasos a lo largo del camino. De este modo, la
fe, en cuanto memoria del futuro, memoria futuri,
está estrechamente ligada con la esperanza.
10. Lo que se pide a Abrahán es que se fíe de esta
Palabra. La fe entiende que la palabra, aparentemente
efímera y pasajera, cuando es pronunciada por el Dios fiel,
se convierte en lo más seguro e inquebrantable que pueda
haber, en lo que hace posible que nuestro camino tenga
continuidad en el tiempo. La fe acoge esta Palabra como roca
firme, para construir sobre ella con sólido fundamento. Por
eso, la Biblia, para hablar de la fe, usa la palabra hebrea
’emûnah, derivada del verbo ’amán, cuya raíz
significa «sostener». El término ’emûnah puede
significar tanto la fidelidad de Dios como la fe del hombre.
El hombre fiel recibe su fuerza confiándose en las manos de
Dios. Jugando con las dos acepciones de la palabra
—presentes también en los correspondientes términos griego
(pistós) y latino (fidelis)—, san Cirilo de
Jerusalén ensalza la dignidad del cristiano, que recibe el
mismo calificativo que Dios: ambos son llamados «fieles»
[8]. San Agustín lo
explica así: «El hombre es fiel creyendo a Dios, que promete;
Dios es fiel dando lo que promete al hombre»[9].
11. Un último aspecto de la historia de Abrahán es
importante para comprender su fe. La Palabra de Dios, aunque
lleva consigo novedad y sorpresa, no es en absoluto ajena a
la propia experiencia del patriarca. Abrahán reconoce en esa
voz que se le dirige una llamada profunda, inscrita desde
siempre en su corazón. Dios asocia su promesa a aquel «lugar»
en el que la existencia del hombre se manifiesta
desde siempre prometedora: la paternidad, la generación de
una nueva vida: «Sara te va a dar un hijo; lo llamarás
Isaac» (Gn 17,19). El Dios que pide a Abrahán que se
fíe totalmente de él, se revela como la fuente de la que
proviene toda vida. De esta forma, la fe se pone en relación
con la paternidad de Dios, de la que procede la creación: el
Dios que llama a Abrahán es el Dios creador, que «llama a
la existencia lo que no existe» (Rm 4,17), que «nos
eligió antes de la fundación del mundo… y nos ha destinado a
ser sus hijos» (Ef 1,4-5). Para Abrahán, la fe en
Dios ilumina las raíces más profundas de su ser, le permite
reconocer la fuente de bondad que hay en el origen de todas
las cosas, y confirmar que su vida no procede de la nada o
la casualidad, sino de una llamada y un amor personal. El
Dios misterioso que lo ha llamado no es un Dios extraño,
sino aquel que es origen de todo y que todo lo sostiene. La
gran prueba de la fe de Abrahán, el sacrificio de su hijo
Isaac, nos permite ver hasta qué punto este amor originario
es capaz de garantizar la vida incluso después de la muerte.
La Palabra que ha sido capaz de suscitar un hijo con su
cuerpo «medio muerto» y «en el seno estéril» de Sara
(cf. Rm 4,19), será también capaz de garantizar la
promesa de un futuro más allá de toda amenaza o peligro (cf.
Hb 11,19; Rm 4,21).
La fe de Israel
12. En el libro del Éxodo, la historia del pueblo de
Israel sigue la estela de la fe de Abrahán. La fe nace de
nuevo de un don originario: Israel se abre a la intervención
de Dios, que quiere librarlo de su miseria. La fe es la
llamada a un largo camino para adorar al Señor en el Sinaí y
heredar la tierra prometida. El amor divino se describe con
los rasgos de un padre que lleva de la mano a su hijo por el
camino (cf. Dt 1,31). La confesión de fe de Israel se
formula como narración de los beneficios de Dios, de su
intervención para liberar y guiar al pueblo (cf. Dt
26,5-11), narración que el pueblo transmite de generación en
generación. Para Israel, la luz de Dios brilla a través de
la memoria de las obras realizadas por el Señor,
conmemoradas y confesadas en el culto, transmitidas de
padres a hijos. Aprendemos así que la luz de la fe está
vinculada al relato concreto de la vida, al recuerdo
agradecido de los beneficios de Dios y al cumplimiento
progresivo de sus promesas. La arquitectura gótica lo ha
expresado muy bien: en las grandes catedrales, la luz llega
del cielo a través de las vidrieras en las que está
representada la historia sagrada. La luz de Dios nos llega a
través de la narración de su revelación y, de este modo,
puede iluminar nuestro camino en el tiempo, recordando los
beneficios divinos, mostrando cómo se cumplen sus promesas.
13. Por otro lado, la historia de Israel también nos permite ver cómo el pueblo
ha caído tantas veces en la tentación de la incredulidad. Aquí, lo contrario de
la fe se manifiesta como idolatría. Mientras Moisés habla con Dios en el Sinaí,
el pueblo no soporta el misterio del rostro oculto de Dios, no aguanta el tiempo
de espera. La fe, por su propia naturaleza, requiere renunciar a la posesión
inmediata que parece ofrecer la visión, es una invitación a abrirse a la fuente
de la luz, respetando el misterio propio de un Rostro, que quiere revelarse
personalmente y en el momento oportuno. Martin Buber citaba esta definición de
idolatría del rabino de Kock: se da idolatría cuando «un rostro se dirige
reverentemente a un rostro que no es un rostro»[10].
En lugar de tener fe en Dios, se prefiere adorar al ídolo,
cuyo rostro se puede mirar, cuyo origen es conocido, porque
lo hemos hecho nosotros. Ante el ídolo, no hay riesgo de una
llamada que haga salir de las propias seguridades, porque
los ídolos «tienen boca y no hablan» (Sal 115,5).
Vemos entonces que el ídolo es un pretexto para ponerse a sí
mismo en el centro de la realidad, adorando la obra de las
propias manos. Perdida la orientación fundamental que da
unidad a su existencia, el hombre se disgrega en la
multiplicidad de sus deseos; negándose a esperar el tiempo
de la promesa, se desintegra en los múltiples instantes de
su historia. Por eso, la idolatría es siempre politeísta, ir
sin meta alguna de un señor a otro. La idolatría no presenta
un camino, sino una multitud de senderos, que no llevan a
ninguna parte, y forman más bien un laberinto. Quien no
quiere fiarse de Dios se ve obligado a escuchar las voces de
tantos ídolos que le gritan: «Fíate de mí». La fe, en
cuanto asociada a la conversión, es lo opuesto a la
idolatría; es separación de los ídolos para volver al Dios
vivo, mediante un encuentro personal. Creer significa
confiarse a un amor misericordioso, que siempre acoge y
perdona, que sostiene y orienta la existencia, que se
manifiesta poderoso en su capacidad de enderezar lo torcido
de nuestra historia. La fe consiste en la disponibilidad
para dejarse transformar una y otra vez por la llamada de
Dios. He aquí la paradoja: en el continuo volverse al Señor,
el hombre encuentra un camino seguro, que lo libera de la
dispersión a que le someten los ídolos.
14. En la fe de Israel destaca también la figura de Moisés,
el mediador. El pueblo no puede ver el rostro de Dios; es
Moisés quien habla con YHWH en la montaña y transmite a
todos la voluntad del Señor. Con esta presencia del mediador,
Israel ha aprendido a caminar unido. El acto de fe individual
se inserta en una comunidad, en el «nosotros» común del pueblo
que, en la fe, es como un solo hombre, «mi hijo primogénito»,
como llama Dios a Israel (Ex 4,22). La mediación no
representa aquí un obstáculo, sino una apertura: en el encuentro
con los demás, la mirada se extiende a una verdad más grande que
nosotros mismos. J. J. Rousseau lamentaba no poder ver a Dios
personalmente: «¡Cuántos hombres entre Dios y yo!»[11].
«¿Es tan simple y natural que Dios se haya dirigido a
Moisés para hablar a Jean Jacques Rousseau?»[12].
Desde una concepción individualista y limitada del conocimiento,
no se puede entender el sentido de la mediación, esa capacidad
de participar en la visión del otro, ese saber compartido, que
es el saber propio del amor. La fe es un don gratuito de Dios
que exige la humildad y el valor de fiarse y confiarse, para
poder ver el camino luminoso del encuentro entre Dios y los hombres,
la historia de la salvación.
La plenitud de la fe cristiana
15. «Abrahán […] saltaba de gozo pensando ver mi día; lo
vio, y se llenó de alegría» (Jn 8,56). Según estas
palabras de Jesús, la fe de Abrahán estaba orientada ya a
él; en cierto sentido, era una visión anticipada de su
misterio. Así lo entiende san Agustín, al afirmar que los
patriarcas se salvaron por la fe, pero no la fe en el Cristo
ya venido, sino la fe en el Cristo que había de venir, una
fe en tensión hacia el acontecimiento futuro de Jesús[13].
La fe cristiana está centrada en Cristo, es confesar que
Jesús es el Señor, y Dios lo ha resucitado de entre los
muertos (cf. Rm 10,9). Todas las líneas del Antiguo
Testamento convergen en Cristo; él es el «sí» definitivo a
todas las promesas, el fundamento de nuestro «amén» último
a Dios (cf. 2 Co 1,20). La historia de Jesús es la
manifestación plena de la fiabilidad de Dios. Si Israel
recordaba las grandes muestras de amor de Dios, que
constituían el centro de su confesión y abrían la mirada de
su fe, ahora la vida de Jesús se presenta como la
intervención definitiva de Dios, la manifestación suprema de
su amor por nosotros. La Palabra que Dios nos dirige en
Jesús no es una más entre otras, sino su Palabra eterna (cf.
Hb 1,1-2). No hay garantía más grande que Dios nos
pueda dar para asegurarnos su amor, como recuerda san Pablo
(cf. Rm 8,31-39). La fe cristiana es, por tanto, fe
en el Amor pleno, en su poder eficaz, en su capacidad de
transformar el mundo e iluminar el tiempo. «Hemos conocido
el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él» (1
Jn 4,16). La fe reconoce el amor de Dios manifestado
en Jesús como el fundamento sobre el que se asienta la
realidad y su destino último.
16. La mayor prueba de la fiabilidad del amor de Cristo
se encuentra en su muerte por los hombres. Si dar la vida
por los amigos es la demostración más grande de amor (cf.
Jn 15,13), Jesús ha ofrecido la suya por todos, también
por los que eran sus enemigos, para transformar los
corazones. Por eso, los evangelistas han situado en la hora
de la cruz el momento culminante de la mirada de fe, porque
en esa hora resplandece el amor divino en toda su altura y
amplitud. San Juan introduce aquí su solemne testimonio
cuando, junto a la Madre de Jesús, contempla al que habían
atravesado (cf. Jn 19,37): «El que lo vio da
testimonio, su testimonio es verdadero, y él sabe que dice
la verdad, para que también vosotros creáis» (Jn
19,35). F. M. Dostoievski, en su obra El idiota, hace
decir al protagonista, el príncipe Myskin, a la vista del
cuadro de Cristo muerto en el sepulcro, obra de Hans Holbein
el Joven: «Un cuadro así podría incluso hacer perder la fe
a alguno»[14].
En efecto, el cuadro representa con crudeza los efectos
devastadores de la muerte en el cuerpo de Cristo. Y, sin
embargo, precisamente en la contemplación de la muerte de
Jesús, la fe se refuerza y recibe una luz resplandeciente,
cuando se revela como fe en su amor indefectible por
nosotros, que es capaz de llegar hasta la muerte para
salvarnos. En este amor, que no se ha sustraído a la muerte
para manifestar cuánto me ama, es posible creer; su
totalidad vence cualquier suspicacia y nos permite
confiarnos plenamente en Cristo.
17. Ahora bien, la muerte de Cristo manifiesta la total
fiabilidad del amor de Dios a la luz de la resurrección. En
cuanto resucitado, Cristo es testigo fiable, digno de fe
(cf. Ap 1,5; Hb 2,17), apoyo sólido para
nuestra fe. «Si Cristo no ha resucitado, vuestra fe no
tiene sentido», dice san Pablo (1 Co 15,17). Si el
amor del Padre no hubiese resucitado a Jesús de entre los
muertos, si no hubiese podido devolver la vida a su cuerpo,
no sería un amor plenamente fiable, capaz de iluminar
también las tinieblas de la muerte. Cuando san Pablo habla
de su nueva vida en Cristo, se refiere a la «fe del Hijo de
Dios, que me amó y se entregó por mí» (Ga 2,20).
Esta «fe del Hijo de Dios» es ciertamente la fe del
Apóstol de los gentiles en Jesús, pero supone la fiabilidad
de Jesús, que se funda, sí, en su amor hasta la muerte, pero
también en ser Hijo de Dios. Precisamente porque Jesús es el
Hijo, porque está radicado de modo absoluto en el Padre, ha
podido vencer a la muerte y hacer resplandecer plenamente la
vida. Nuestra cultura ha perdido la percepción de esta
presencia concreta de Dios, de su acción en el mundo.
Pensamos que Dios sólo se encuentra más allá, en otro nivel
de realidad, separado de nuestras relaciones concretas. Pero
si así fuese, si Dios fuese incapaz de intervenir en el
mundo, su amor no sería verdaderamente poderoso,
verdaderamente real, y no sería entonces ni siquiera
verdadero amor, capaz de cumplir esa felicidad que promete.
En tal caso, creer o no creer en él sería totalmente
indiferente. Los cristianos, en cambio, confiesan el amor
concreto y eficaz de Dios, que obra verdaderamente en la
historia y determina su destino final, amor que se deja
encontrar, que se ha revelado en plenitud en la pasión,
muerte y resurrección de Cristo.
18. La plenitud a la que Jesús lleva a la fe tiene otro
aspecto decisivo. Para la fe, Cristo no es sólo aquel en
quien creemos, la manifestación máxima del amor de Dios,
sino también aquel con quien nos unimos para poder creer. La
fe no sólo mira a Jesús, sino que mira desde el punto de
vista de Jesús, con sus ojos: es una participación en su
modo de ver. En muchos ámbitos de la vida confiamos en otras
personas que conocen las cosas mejor que nosotros. Tenemos
confianza en el arquitecto que nos construye la casa, en el
farmacéutico que nos da la medicina para curarnos, en el
abogado que nos defiende en el tribunal. Tenemos necesidad
también de alguien que sea fiable y experto en las cosas de
Dios. Jesús, su Hijo, se presenta como aquel que nos explica
a Dios (cf. Jn 1,18). La vida de Cristo —su modo de
conocer al Padre, de vivir totalmente en relación con él—
abre un espacio nuevo a la experiencia humana, en el que
podemos entrar. La importancia de la relación personal con
Jesús mediante la fe queda reflejada en los diversos usos
que hace san Juan del verbo credere. Junto a «creer
que» es verdad lo que Jesús nos dice (cf. Jn 14,10;
20,31), san Juan usa también las locuciones «creer a»
Jesús y «creer en» Jesús. «Creemos a» Jesús cuando
aceptamos su Palabra, su testimonio, porque él es veraz (cf.
Jn 6,30). «Creemos en» Jesús cuando lo acogemos
personalmente en nuestra vida y nos confiamos a él,
uniéndonos a él mediante el amor y siguiéndolo a lo largo
del camino (cf. Jn 2,11; 6,47; 12,44).
Para que pudiésemos conocerlo, acogerlo y seguirlo, el
Hijo de Dios ha asumido nuestra carne, y así su visión del
Padre se ha realizado también al modo humano, mediante un
camino y un recorrido temporal. La fe cristiana es fe en la
encarnación del Verbo y en su resurrección en la carne; es
fe en un Dios que se ha hecho tan cercano, que ha entrado en
nuestra historia. La fe en el Hijo de Dios hecho hombre en
Jesús de Nazaret no nos separa de la realidad, sino que nos
permite captar su significado profundo, descubrir cuánto ama
Dios a este mundo y cómo lo orienta incesantemente hacía sí;
y esto lleva al cristiano a comprometerse, a vivir con mayor
intensidad todavía el camino sobre la tierra.
La salvación mediante la fe
19. A partir de esta participación en el modo de ver de
Jesús, el apóstol Pablo nos ha dejado en sus escritos una
descripción de la existencia creyente. El que cree,
aceptando el don de la fe, es transformado en una creatura
nueva, recibe un nuevo ser, un ser filial que se hace hijo
en el Hijo. «Abbá, Padre», es la palabra más
característica de la experiencia de Jesús, que se convierte
en el núcleo de la experiencia cristiana (cf. Rm
8,15). La vida en la fe, en cuanto existencia filial,
consiste en reconocer el don originario y radical, que está
a la base de la existencia del hombre, y puede resumirse en
la frase de san Pablo a los Corintios: «¿Tienes algo que no
hayas recibido?» (1 Co 4,7). Precisamente en este punto se sitúa el
corazón de la polémica de san Pablo con los fariseos, la discusión sobre la
salvación mediante la fe o mediante las obras de la ley. Lo que san Pablo
rechaza es la actitud de quien pretende justificarse a sí mismo ante Dios
mediante sus propias obras. Éste, aunque obedezca a los mandamientos, aunque
haga obras buenas, se pone a sí mismo en el centro, y no reconoce que el origen
de la bondad es Dios. Quien obra así, quien quiere ser fuente de su propia
justicia, ve cómo pronto se le agota y se da cuenta de que ni siquiera puede
mantenerse fiel a la ley. Se cierra, aislándose del Señor y de los otros, y por
eso mismo su vida se vuelve vana, sus obras estériles, como árbol lejos del
agua. San Agustín lo expresa así con su lenguaje conciso y eficaz: «Ab eo
qui fecit te noli deficere nec ad te», de aquel que te ha hecho, no te
alejes ni siquiera para ir a ti[15].
Cuando el hombre piensa que, alejándose de Dios, se
encontrará a sí mismo, su existencia fracasa (cf. Lc
15,11-24). La salvación comienza con la apertura a algo que
nos precede, a un don originario que afirma la vida y
protege la existencia. Sólo abriéndonos a este origen y
reconociéndolo, es posible ser transformados, dejando que la
salvación obre en nosotros y haga fecunda la vida, llena de
buenos frutos. La salvación mediante la fe consiste en
reconocer el primado del don de Dios, como bien resume san
Pablo: «En efecto, por gracia estáis salvados, mediante la
fe. Y esto no viene de vosotros: es don de Dios» (Ef
2,8s).
20. La nueva lógica de la fe está centrada en Cristo. La
fe en Cristo nos salva porque en él la vida se abre
radicalmente a un Amor que nos precede y nos transforma
desde dentro, que obra en nosotros y con nosotros. Así
aparece con claridad en la exégesis que el Apóstol de los
gentiles hace de un texto del Deuteronomio, interpretación
que se inserta en la dinámica más profunda del Antiguo
Testamento. Moisés dice al pueblo que el mandamiento de Dios
no es demasiado alto ni está demasiado alejado del hombre.
No se debe decir: «¿Quién de nosotros subirá al cielo y nos
lo traerá?» o «¿Quién de nosotros cruzará el mar y nos lo
traerá?» (cf. Dt 30,11-14). Pablo interpreta esta
cercanía de la palabra de Dios como referida a la presencia
de Cristo en el cristiano: «No digas en tu corazón: “¿Quién
subirá al cielo?”, es decir, para hacer bajar a Cristo. O
“¿quién bajará al abismo?”, es decir, para hacer subir a
Cristo de entre los muertos» (Rm 10,6-7). Cristo ha
bajado a la tierra y ha resucitado de entre los muertos; con
su encarnación y resurrección, el Hijo de Dios ha abrazado
todo el camino del hombre y habita en nuestros corazones
mediante el Espíritu santo. La fe sabe que Dios se ha hecho
muy cercano a nosotros, que Cristo se nos ha dado como un
gran don que nos transforma interiormente, que habita en
nosotros, y así nos da la luz que ilumina el origen y el
final de la vida, el arco completo del camino humano.
21. Así podemos entender la novedad que aporta la fe. El
creyente es transformado por el Amor, al que se abre por la
fe, y al abrirse a este Amor que se le ofrece, su existencia
se dilata más allá de sí mismo. Por eso, san Pablo puede
afirmar: «No soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí»
(Ga 2,20), y exhortar: «Que Cristo habite por la
fe en vuestros corazones» (Ef 3,17). En la fe, el «yo»
del creyente se ensancha para ser habitado por Otro,
para vivir en Otro, y así su vida se hace más grande en el
Amor. En esto consiste la acción propia del Espíritu Santo.
El cristiano puede tener los ojos de Jesús, sus
sentimientos, su condición filial, porque se le hace
partícipe de su Amor, que es el Espíritu. Y en este Amor se
recibe en cierto modo la visión propia de Jesús. Sin esta
conformación en el Amor, sin la presencia del Espíritu que
lo infunde en nuestros corazones (cf. Rm 5,5), es
imposible confesar a Jesús como Señor (cf. 1 Co
12,3).
La forma eclesial de la fe
22. De este modo, la existencia creyente se convierte en
existencia eclesial. Cuando san Pablo habla a los cristianos
de Roma de que todos los creyentes forman un solo cuerpo en
Cristo, les pide que no sean orgullosos, sino que se estimen
«según la medida de la fe que Dios otorgó a cada cual» (Rm
12,3). El creyente aprende a verse a sí mismo a partir de la
fe que profesa: la figura de Cristo es el espejo en el que
descubre su propia imagen realizada. Y como Cristo abraza en
sí a todos los creyentes, que forman su cuerpo, el cristiano
se comprende a sí mismo dentro de este cuerpo, en relación
originaria con Cristo y con los hermanos en la fe. La imagen
del cuerpo no pretende reducir al creyente a una simple
parte de un todo anónimo, a mera pieza de un gran engranaje,
sino que subraya más bien la unión vital de Cristo con los
creyentes y de todos los creyentes entre sí (cf. Rm
12,4-5). Los cristianos son «uno» (cf. Ga 3,28),
sin perder su individualidad, y en el servicio a los demás
cada uno alcanza hasta el fondo su propio ser. Se entiende
entonces por qué fuera de este cuerpo, de esta unidad de la
Iglesia en Cristo, de esta Iglesia que —según la expresión
de Romano Guardini— «es la portadora histórica de la visión
integral de Cristo sobre el mundo»[16],
la fe pierde su «medida», ya no encuentra su equilibrio,
el espacio necesario para sostenerse. La fe tiene una
configuración necesariamente eclesial, se confiesa dentro
del cuerpo de Cristo, como comunión real de los creyentes.
Desde este ámbito eclesial, abre al cristiano individual a
todos los hombres. La palabra de Cristo, una vez escuchada y
por su propio dinamismo, en el cristiano se transforma en
respuesta, y se convierte en palabra pronunciada, en
confesión de fe. Como dice san Pablo: «Con el corazón se
cree […], y con los labios se profesa» (Rm 10,10).
La fe no es algo privado, una concepción individualista, una
opinión subjetiva, sino que nace de la escucha y está
destinada a pronunciarse y a convertirse en anuncio. En
efecto, «¿cómo creerán en aquel de quien no han oído
hablar? ¿Cómo oirán hablar de él sin nadie que anuncie?» (Rm
10,14). La fe se hace entonces operante en el cristiano a
partir del don recibido, del Amor que atrae hacia Cristo
(cf. Ga 5,6), y le hace partícipe del camino de la
Iglesia, peregrina en la historia hasta su cumplimiento.
Quien ha sido transformado de este modo adquiere una nueva
forma de ver, la fe se convierte en luz para sus ojos.
CAPÍTULO SEGUNDO
SI NO CREÉIS, NO COMPRENDERÉIS
(cf. Is 7,9)
Fe y verdad
23. Si no creéis, no comprenderéis (cf. Is 7,9).
La versión griega de la Biblia hebrea, la traducción de los
Setenta realizada en Alejandría de Egipto, traduce así las
palabras del profeta Isaías al rey Acaz. De este modo, la
cuestión del conocimiento de la verdad se colocaba en el
centro de la fe. Pero en el texto hebreo leemos de modo
diferente. Aquí, el profeta dice al rey: «Si no creéis, no
subsistiréis». Se trata de un juego de palabras con dos
formas del verbo ’amán: «creéis» (ta’aminu),
y «subsistiréis» (te’amenu). Amedrentado por la
fuerza de sus enemigos, el rey busca la seguridad de una
alianza con el gran imperio de Asiria. El profeta le invita
entonces a fiarse únicamente de la verdadera roca que no
vacila, del Dios de Israel. Puesto que Dios es fiable, es
razonable tener fe en él, cimentar la propia seguridad sobre
su Palabra. Es este el Dios al que Isaías llamará más
adelante dos veces «el Dios del Amén» (Is 65,16),
fundamento indestructible de fidelidad a la alianza. Se
podría pensar que la versión griega de la Biblia, al
traducir «subsistir» por «comprender», ha hecho un
cambio profundo del sentido del texto, pasando de la noción
bíblica de confianza en Dios a la griega de comprensión. Sin
embargo, esta traducción, que aceptaba ciertamente el
diálogo con la cultura helenista, no es ajena a la dinámica
profunda del texto hebreo. En efecto, la subsistencia que
Isaías promete al rey pasa por la comprensión de la acción
de Dios y de la unidad que él confiere a la vida del hombre
y a la historia del pueblo. El profeta invita a comprender
las vías del Señor, descubriendo en la fidelidad de Dios el
plan de sabiduría que gobierna los siglos. San Agustín ha
hecho una síntesis de «comprender» y «subsistir» en sus
Confesiones, cuando habla de fiarse de la verdad para
mantenerse en pie: «Me estabilizaré y consolidaré en ti
[…], en tu verdad»[17].
Por el contexto sabemos que san Agustín quiere mostrar cómo
esta verdad fidedigna de Dios, según aparece en la Biblia,
es su presencia fiel a lo largo de la historia, su capacidad
de mantener unidos los tiempos, recogiendo la dispersión de
los días del hombre[18].
24. Leído a esta luz, el texto de Isaías lleva a una conclusión:
el hombre tiene necesidad de conocimiento, tiene necesidad de
verdad, porque sin ella no puede subsistir, no va adelante.
La fe, sin verdad, no salva, no da seguridad a nuestros pasos.
Se queda en una bella fábula, proyección de nuestros deseos de
felicidad, algo que nos satisface únicamente en la medida en que
queramos hacernos una ilusión. O bien se reduce a un sentimiento
hermoso, que consuela y entusiasma, pero dependiendo de los cambios
en nuestro estado de ánimo o de la situación de los tiempos, e
incapaz de dar continuidad al camino de la vida. Si la fe
fuese eso, el rey Acaz tendría razón en no jugarse su vida y
la integridad de su reino por una emoción. En cambio,
gracias a su unión intrínseca con la verdad, la fe es capaz
de ofrecer una luz nueva, superior a los cálculos del rey,
porque ve más allá, porque comprende la actuación de Dios,
que es fiel a su alianza y a sus promesas.
25. Recuperar la conexión de la fe con la verdad es hoy
aun más necesario, precisamente por la crisis de verdad en
que nos encontramos. En la cultura contemporánea se tiende a
menudo a aceptar como verdad sólo la verdad tecnológica: es
verdad aquello que el hombre consigue construir y medir con
su ciencia; es verdad porque funciona y así hace más cómoda
y fácil la vida. Hoy parece que ésta es la única verdad
cierta, la única que se puede compartir con otros, la única
sobre la que es posible debatir y comprometerse juntos. Por
otra parte, estarían después las verdades del individuo, que
consisten en la autenticidad con lo que cada uno siente
dentro de sí, válidas sólo para uno mismo, y que no se
pueden proponer a los demás con la pretensión de contribuir
al bien común. La verdad grande, la verdad que explica la
vida personal y social en su conjunto, es vista con
sospecha. ¿No ha sido esa verdad —se preguntan— la que han
pretendido los grandes totalitarismos del siglo pasado, una
verdad que imponía su propia concepción global para aplastar
la historia concreta del individuo? Así, queda sólo un
relativismo en el que la cuestión de la verdad completa, que
es en el fondo la cuestión de Dios, ya no interesa. En esta
perspectiva, es lógico que se pretenda deshacer la conexión
de la religión con la verdad, porque este nexo estaría en la
raíz del fanatismo, que intenta arrollar a quien no comparte
las propias creencias. A este respecto, podemos hablar de un
gran olvido en nuestro mundo contemporáneo. En efecto, la
pregunta por la verdad es una cuestión de memoria, de
memoria profunda, pues se dirige a algo que nos precede y,
de este modo, puede conseguir unirnos más allá de nuestro «yo»
pequeño y limitado. Es la pregunta sobre el origen de todo, a
cuya luz se puede ver la meta y, con eso, también el sentido
del camino común.
Amor y conocimiento de la verdad
26. En esta situación, ¿puede la fe cristiana ofrecer un
servicio al bien común indicando el modo justo de entender
la verdad? Para responder, es necesario reflexionar sobre el
tipo de conocimiento propio de la fe. Puede ayudarnos una
expresión de san Pablo, cuando afirma: «Con el corazón se
cree» (Rm 10,10). En la Biblia el corazón es el
centro del hombre, donde se entrelazan todas sus
dimensiones: el cuerpo y el espíritu, la interioridad de la
persona y su apertura al mundo y a los otros, el
entendimiento, la voluntad, la afectividad. Pues bien, si el
corazón es capaz de mantener unidas estas dimensiones es
porque en él es donde nos abrimos a la verdad y al amor, y
dejamos que nos toquen y nos transformen en lo más hondo. La
fe transforma toda la persona, precisamente porque la fe se
abre al amor. Esta interacción de la fe con el amor nos
permite comprender el tipo de conocimiento propio de la fe,
su fuerza de convicción, su capacidad de iluminar nuestros
pasos. La fe conoce por estar vinculada al amor, en cuanto
el mismo amor trae una luz. La comprensión de la fe es la
que nace cuando recibimos el gran amor de Dios que nos
transforma interiormente y nos da ojos nuevos para ver la
realidad.
27. Es conocida la manera en que el filósofo Ludwig
Wittgenstein explica la conexión entre fe y certeza. Según
él, creer sería algo parecido a una experiencia de
enamoramiento, entendida como algo subjetivo, que no se
puede proponer como verdad válida para todos[19].
En efecto, el hombre moderno cree que la cuestión del amor
tiene poco que ver con la verdad. El amor se concibe hoy
como una experiencia que pertenece al mundo de los
sentimientos volubles y no a la verdad.
Pero esta descripción del amor ¿es verdaderamente
adecuada? En realidad, el amor no se puede reducir a un
sentimiento que va y viene. Tiene que ver ciertamente con
nuestra afectividad, pero para abrirla a la persona amada e
iniciar un camino, que consiste en salir del aislamiento del
propio yo para encaminarse hacia la otra persona, para
construir una relación duradera; el amor tiende a la unión
con la persona amada. Y así se puede ver en qué sentido el
amor tiene necesidad de verdad. Sólo en cuanto está fundado
en la verdad, el amor puede perdurar en el tiempo, superar
la fugacidad del instante y permanecer firme para dar
consistencia a un camino en común. Si el amor no tiene que
ver con la verdad, está sujeto al vaivén de los sentimientos
y no supera la prueba del tiempo. El amor verdadero, en
cambio, unifica todos los elementos de la persona y se
convierte en una luz nueva hacia una vida grande y plena.
Sin verdad, el amor no puede ofrecer un vínculo sólido, no
consigue llevar al «yo» más allá de su aislamiento, ni
librarlo de la fugacidad del instante para edificar la vida
y dar fruto.
Si el amor necesita la verdad, también la verdad tiene necesidad del amor.
Amor y verdad no se pueden separar. Sin amor, la verdad se vuelve fría,
impersonal, opresiva para la vida concreta de la persona. La verdad que
buscamos, la que da sentido a nuestros pasos, nos ilumina cuando el amor
nos toca. Quien ama comprende que el amor es experiencia de verdad, que él
mismo abre nuestros ojos para ver toda la realidad de modo nuevo, en unión
con la persona amada. En este sentido, san Gregorio Magno ha escrito que
«amor ipse notitia est», el amor mismo es un conocimiento, lleva
consigo una lógica nueva[20].
Se trata de un modo relacional de ver el mundo, que se convierte en
conocimiento compartido, visión en la visión de otro o visión común
de todas las cosas. Guillermo de Saint Thierry, en la Edad Media,
sigue esta tradición cuando comenta el versículo del Cantar de los
Cantares en el que el amado dice a la amada: «Palomas son tus ojos»
(Ct 1,15)[21].
Estos dos ojos, explica Guillermo, son la razón creyente y el amor,
que se hacen uno solo para llegar a contemplar a Dios, cuando el
entendimiento se hace «entendimiento de un amor iluminado»
[20].
28. Una expresión eminente de este descubrimiento del
amor como fuente de conocimiento, que forma parte de la
experiencia originaria de todo hombre, se encuentra en la
concepción bíblica de la fe. Saboreando el amor con el que
Dios lo ha elegido y lo ha engendrado como pueblo, Israel
llega a comprender la unidad del designio divino, desde su
origen hasta su cumplimiento. El conocimiento de la fe, por
nacer del amor de Dios que establece la alianza, ilumina un
camino en la historia. Por eso, en la Biblia, verdad y
fidelidad van unidas, y el Dios verdadero es el Dios fiel,
aquel que mantiene sus promesas y permite comprender su
designio a lo largo del tiempo. Mediante la experiencia de
los profetas, en el sufrimiento del exilio y en la esperanza
de un regreso definitivo a la ciudad santa, Israel ha
intuido que esta verdad de Dios se extendía más allá de la
propia historia, para abarcar toda la historia del mundo, ya
desde la creación. El conocimiento de la fe ilumina no sólo
el camino particular de un pueblo, sino el decurso completo
del mundo creado, desde su origen hasta su consumación.
La fe como escucha y visión
29. Precisamente porque el conocimiento de la fe está
ligado a la alianza de un Dios fiel, que establece una
relación de amor con el hombre y le dirige la Palabra, es
presentado por la Biblia como escucha, y es asociado al
sentido del oído. San Pablo utiliza una fórmula que se ha
hecho clásica: fides ex auditu, «la fe nace del
mensaje que se escucha» (Rm 10,17). El conocimiento
asociado a la palabra es siempre personal: reconoce la voz,
la acoge en libertad y la sigue en obediencia. Por eso san
Pablo habla de la «obediencia de la fe» (cf. Rm
1,5; 16,26)[23].
La fe es, además, un conocimiento vinculado al transcurrir
del tiempo, necesario para que la palabra se pronuncie: es
un conocimiento que se aprende sólo en un camino de
seguimiento. La escucha ayuda a representar bien el nexo
entre conocimiento y amor.
Por lo que se refiere al conocimiento de la verdad, la
escucha se ha contrapuesto a veces a la visión, que sería
más propia de la cultura griega. La luz, si por una parte
posibilita la contemplación de la totalidad, a la que el
hombre siempre ha aspirado, por otra parece quitar espacio a
la libertad, porque desciende del cielo y llega directamente
a los ojos, sin esperar a que el ojo responda. Además, sería
como una invitación a una contemplación extática, separada
del tiempo concreto en que el hombre goza y padece. Según
esta perspectiva, el acercamiento bíblico al conocimiento
estaría opuesto al griego, que buscando una comprensión
completa de la realidad, ha vinculado el conocimiento a la
visión.
Sin embargo, esta supuesta oposición no se corresponde
con el dato bíblico. El Antiguo Testamento ha combinado
ambos tipos de conocimiento, puesto que a la escucha de la
Palabra de Dios se une el deseo de ver su rostro. De este
modo, se pudo entrar en diálogo con la cultura helenística,
diálogo que pertenece al corazón de la Escritura. El oído
posibilita la llamada personal y la obediencia, y también,
que la verdad se revele en el tiempo; la vista aporta la
visión completa de todo el recorrido y nos permite situarnos
en el gran proyecto de Dios; sin esa visión, tendríamos
solamente fragmentos aislados de un todo desconocido.
30. La conexión entre el ver y el escuchar, como órganos
de conocimiento de la fe, aparece con toda claridad en el
Evangelio de san Juan. Para el cuarto Evangelio, creer es
escuchar y, al mismo tiempo, ver. La escucha de la fe tiene
las mismas características que el conocimiento propio del
amor: es una escucha personal, que distingue la voz y
reconoce la del Buen Pastor (cf. Jn 10,3-5); una
escucha que requiere seguimiento, como en el caso de los
primeros discípulos, que «oyeron sus palabras y siguieron a
Jesús» (Jn 1,37). Por otra parte, la fe está unida
también a la visión. A veces, la visión de los signos de
Jesús precede a la fe, como en el caso de aquellos judíos
que, tras la resurrección de Lázaro, «al ver lo que había
hecho Jesús, creyeron en él» (Jn 11,45). Otras
veces, la fe lleva a una visión más profunda: «Si crees,
verás la gloria de Dios» (Jn 11,40). Al final, creer
y ver están entrelazados: «El que cree en mí […] cree en el
que me ha enviado. Y el que me ve a mí, ve al que me ha
enviado» (Jn 12,44-45). Gracias a la unión con la
escucha, el ver también forma parte del seguimiento de
Jesús, y la fe se presenta como un camino de la mirada, en
el que los ojos se acostumbran a ver en profundidad. Así, en
la mañana de Pascua, se pasa de Juan que, todavía en la
oscuridad, ante el sepulcro vacío, «vio y creyó» (Jn
20,8), a María Magdalena que ve, ahora sí, a Jesús (cf.
Jn 20,14) y quiere retenerlo, pero se le pide que lo
contemple en su camino hacia el Padre, hasta llegar a la
plena confesión de la misma Magdalena ante los discípulos:
«He visto al Señor» (Jn 20,18).
¿Cómo se llega a esta síntesis entre el oír y el ver? Lo
hace posible la persona concreta de Jesús, que se puede ver
y oír. Él es la Palabra hecha carne, cuya gloria hemos
contemplado (cf. Jn 1,14). La luz de la fe es la de
un Rostro en el que se ve al Padre. En efecto, en el cuarto
Evangelio, la verdad que percibe la fe es la manifestación
del Padre en el Hijo, en su carne y en sus obras terrenas,
verdad que se puede definir como la «vida luminosa» de
Jesús[24].
Esto significa que el conocimiento de la fe no invita a
mirar una verdad puramente interior. La verdad que la fe nos
desvela está centrada en el encuentro con Cristo, en la
contemplación de su vida, en la percepción de su presencia.
En este sentido, santo Tomás de Aquino habla de la
oculata fides de los Apóstoles —la fe que ve— ante la
visión corpórea del Resucitado[25].
Vieron a Jesús resucitado con sus propios ojos y creyeron,
es decir, pudieron penetrar en la profundidad de aquello que
veían para confesar al Hijo de Dios, sentado a la derecha
del Padre.
31. Solamente así, mediante la encarnación, compartiendo
nuestra humanidad, el conocimiento propio del amor podía
llegar a plenitud. En efecto, la luz del amor se enciende
cuando somos tocados en el corazón, acogiendo la presencia
interior del amado, que nos permite reconocer su misterio.
Entendemos entonces por qué, para san Juan, junto al ver y
escuchar, la fe es también un tocar, como afirma en su
primera Carta: «Lo que hemos oído, lo que hemos visto con
nuestros propios ojos […] y palparon nuestras manos acerca
del Verbo de la vida» (1 Jn 1,1). Con su
encarnación, con su venida entre nosotros, Jesús nos ha
tocado y, a través de los sacramentos, también hoy nos toca;
de este modo, transformando nuestro corazón, nos ha
permitido y nos sigue permitiendo reconocerlo y confesarlo
como Hijo de Dios. Con la fe, nosotros podemos tocarlo, y
recibir la fuerza de su gracia. San Agustín, comentando el
pasaje de la hemorroísa que toca a Jesús para curarse (cf.
Lc 8,45-46), afirma: «Tocar con el corazón, esto es
creer»[26].
También la multitud se agolpa en torno a él, pero no lo roza
con el toque personal de la fe, que reconoce su misterio, el
misterio del Hijo que manifiesta al Padre. Cuando estamos
configurados con Jesús, recibimos ojos adecuados para verlo.
Diálogo entre fe y razón
32. La fe cristiana, en cuanto anuncia la verdad del amor
total de Dios y abre a la fuerza de este amor, llega al
centro más profundo de la experiencia del hombre, que viene
a la luz gracias al amor, y está llamado a amar para
permanecer en la luz. Con el deseo de iluminar toda la
realidad a partir del amor de Dios manifestado en Jesús, e
intentando amar con ese mismo amor, los primeros cristianos
encontraron en el mundo griego, en su afán de verdad, un
referente adecuado para el diálogo. El encuentro del mensaje
evangélico con el pensamiento filosófico de la antigüedad
fue un momento decisivo para que el Evangelio llegase a
todos los pueblos, y favoreció una fecunda interacción entre
la fe y la razón, que se ha ido desarrollando a lo largo de
los siglos hasta nuestros días. El beato Juan Pablo II, en
su Carta encíclica
Fides et ratio, ha mostrado cómo la fe y la razón se
refuerzan mutuamente[27].
Cuando encontramos la luz plena del amor de Jesús, nos damos
cuenta de que en cualquier amor nuestro hay ya un tenue
reflejo de aquella luz y percibimos cuál es su meta última.
Y, al mismo tiempo, el hecho de que en nuestros amores haya
una luz nos ayuda a ver el camino del amor hasta la donación
plena y total del Hijo de Dios por nosotros. En este
movimiento circular, la luz de la fe ilumina todas nuestras
relaciones humanas, que pueden ser vividas en unión con el
amor y la ternura de Cristo.
33. En la vida de san Agustín encontramos un ejemplo
significativo de este camino en el que la búsqueda de la
razón, con su deseo de verdad y claridad, se ha integrado en
el horizonte de la fe, del que ha recibido una nueva
inteligencia. Por una parte, san Agustín acepta la filosofía
griega de la luz con su insistencia en la visión. Su
encuentro con el neoplatonismo le había permitido conocer el
paradigma de la luz, que desciende de lo alto para iluminar
las cosas, y constituye así un símbolo de Dios. De este
modo, san Agustín comprendió la trascendencia divina, y
descubrió que todas las cosas tienen en sí una transparencia
que pueden reflejar la bondad de Dios, el Bien. Así se
desprendió del maniqueísmo en que estaba instalado y que le
llevaba a pensar que el mal y el bien luchan continuamente
entre sí, confundiéndose y mezclándose sin contornos claros.
Comprender que Dios es luz dio a su existencia una nueva
orientación, le permitió reconocer el mal que había cometido
y volverse al bien.
Por otra parte, en la experiencia concreta de san
Agustín, tal como él mismo cuenta en sus Confesiones,
el momento decisivo de su camino de fe no fue una visión de
Dios más allá de este mundo, sino más bien una escucha,
cuando en el jardín oyó una voz que le decía: «Toma y lee»;
tomó el volumen de las Cartas de san Pablo y se detuvo en
el capítulo decimotercero de la Carta a los Romanos[28].
Hacía acto de presencia así el Dios personal de la Biblia,
capaz de comunicarse con el hombre, de bajar a vivir con él
y de acompañarlo en el camino de la historia, manifestándose
en el tiempo de la escucha y la respuesta.
De todas formas, este encuentro con el Dios de la Palabra no
hizo que san Agustín prescindiese de la luz y la visión.
Integró ambas perspectivas, guiado siempre por la revelación
del amor de Dios en Jesús. Y así, elaboró una filosofía de la
luz que integra la reciprocidad propia de la palabra y da espacio
a la libertad de la mirada frente a la luz. Igual que la palabra
requiere una respuesta libre, así la luz tiene como respuesta una
imagen que la refleja. San Agustín, asociando escucha y visión,
puede hablar entonces de la «palabra que resplandece dentro del hombre»
[29].
De este modo, la luz se convierte, por así decirlo, en la
luz de una palabra, porque es la luz de un Rostro personal,
una luz que, alumbrándonos, nos llama y quiere reflejarse en
nuestro rostro para resplandecer desde dentro de nosotros
mismos. Por otra parte, el deseo de la visión global, y no
sólo de los fragmentos de la historia, sigue presente y se
cumplirá al final, cuando el hombre, como dice el Santo de
Hipona, verá y amará[30].
Y esto, no porque sea capaz de tener toda la luz, que será
siempre inabarcable, sino porque entrará por completo en la
luz.
34. La luz del amor, propia de la fe, puede iluminar los
interrogantes de nuestro tiempo en cuanto a la verdad. A
menudo la verdad queda hoy reducida a la autenticidad
subjetiva del individuo, válida sólo para la vida de cada
uno. Una verdad común nos da miedo, porque la identificamos
con la imposición intransigente de los totalitarismos. Sin
embargo, si es la verdad del amor, si es la verdad que se
desvela en el encuentro personal con el Otro y con los
otros, entonces se libera de su clausura en el ámbito
privado para formar parte del bien común. La verdad de un
amor no se impone con la violencia, no aplasta a la persona.
Naciendo del amor puede llegar al corazón, al centro
personal de cada hombre. Se ve claro así que la fe no es
intransigente, sino que crece en la convivencia que respeta
al otro. El creyente no es arrogante; al contrario, la
verdad le hace humilde, sabiendo que, más que poseerla él,
es ella la que le abraza y le posee. En lugar de hacernos
intolerantes, la seguridad de la fe nos pone en camino y
hace posible el testimonio y el diálogo con todos.
Por otra parte, la luz de la fe, unida a la verdad del
amor, no es ajena al mundo material, porque el amor se vive
siempre en cuerpo y alma; la luz de la fe es una luz
encarnada, que procede de la vida luminosa de Jesús. Ilumina
incluso la materia, confía en su ordenamiento, sabe que en
ella se abre un camino de armonía y de comprensión cada vez
más amplio. La mirada de la ciencia se beneficia así de la
fe: ésta invita al científico a estar abierto a la realidad,
en toda su riqueza inagotable. La fe despierta el sentido
crítico, en cuanto que no permite que la investigación se
conforme con sus fórmulas y la ayuda a darse cuenta de que
la naturaleza no se reduce a ellas. Invitando a maravillarse
ante el misterio de la creación, la fe ensancha los
horizontes de la razón para iluminar mejor el mundo que se
presenta a los estudios de la ciencia.
Fe y búsqueda de Dios
35. La luz de la fe en Jesús ilumina también el camino de
todos los que buscan a Dios, y constituye la aportación
propia del cristianismo al diálogo con los seguidores de las
diversas religiones. La Carta a los Hebreos nos habla del
testimonio de los justos que, antes de la alianza con
Abrahán, ya buscaban a Dios con fe. De Henoc se dice que
«se le acreditó que había complacido a Dios» (Hb
11,5), algo imposible sin la fe, porque «el que se acerca a
Dios debe creer que existe y que recompensa a quienes lo
buscan» (Hb 11,6). Podemos entender así que el
camino del hombre religioso pasa por la confesión de un Dios
que se preocupa de él y que no es inaccesible. ¿Qué mejor
recompensa podría dar Dios a los que lo buscan, que dejarse
encontrar? Y antes incluso de Henoc, tenemos la figura de
Abel, cuya fe es también alabada y, gracias a la cual el
Señor se complace en sus dones, en la ofrenda de las
primicias de sus rebaños (cf. Hb 11,4). El hombre
religioso intenta reconocer los signos de Dios en las
experiencias cotidianas de su vida, en el ciclo de las
estaciones, en la fecundidad de la tierra y en todo el
movimiento del cosmos. Dios es luminoso, y se deja encontrar
por aquellos que lo buscan con sincero corazón.
Imagen de esta búsqueda son los Magos, guiados por la
estrella hasta Belén (cf. Mt 2,1-12). Para ellos, la
luz de Dios se ha hecho camino, como estrella que guía por
una senda de descubrimientos. La estrella habla así de la
paciencia de Dios con nuestros ojos, que deben habituarse a
su esplendor. El hombre religioso está en camino y ha de
estar dispuesto a dejarse guiar, a salir de sí, para
encontrar al Dios que sorprende siempre. Este respeto de
Dios por los ojos de los hombres nos muestra que, cuando el
hombre se acerca a él, la luz humana no se disuelve en la
inmensidad luminosa de Dios, como una estrella que
desaparece al alba, sino que se hace más brillante cuanto
más próxima está del fuego originario, como espejo que
refleja su esplendor. La confesión cristiana de Jesús como
único salvador, sostiene que toda la luz de Dios se ha
concentrado en él, en su «vida luminosa», en la que se
desvela el origen y la consumación de la historia[31].
No hay ninguna experiencia humana, ningún itinerario del
hombre hacia Dios, que no pueda ser integrado, iluminado y
purificado por esta luz. Cuanto más se sumerge el cristiano
en la aureola de la luz de Cristo, tanto más es capaz de
entender y acompañar el camino de los hombres hacia Dios.
Al configurarse como vía, la fe concierne también a la
vida de los hombres que, aunque no crean, desean creer y no
dejan de buscar. En la medida en que se abren al amor con
corazón sincero y se ponen en marcha con aquella luz que
consiguen alcanzar, viven ya, sin saberlo, en la senda hacia
la fe. Intentan vivir como si Dios existiese, a veces porque
reconocen su importancia para encontrar orientación segura
en la vida común, y otras veces porque experimentan el deseo
de luz en la oscuridad, pero también, intuyendo, a la vista
de la grandeza y la belleza de la vida, que ésta sería
todavía mayor con la presencia de Dios. Dice san Ireneo de
Lyon que Abrahán, antes de oír la voz de Dios, ya lo buscaba
«ardientemente en su corazón», y que «recorría todo el
mundo, preguntándose dónde estaba Dios», hasta que «Dios
tuvo piedad de aquel que, por su cuenta, lo buscaba en el
silencio»[32].
Quien se pone en camino para practicar el bien se acerca a
Dios, y ya es sostenido por él, porque es propio de la
dinámica de la luz divina iluminar nuestros ojos cuando
caminamos hacia la plenitud del amor.
Fe y teología
36. Al tratarse de una luz, la fe nos invita a
adentrarnos en ella, a explorar cada vez más los horizontes
que ilumina, para conocer mejor lo que amamos. De este deseo
nace la teología cristiana. Por tanto, la teología es
imposible sin la fe y forma parte del movimiento mismo de la
fe, que busca la inteligencia más profunda de la
autorrevelación de Dios, cuyo culmen es el misterio de
Cristo. La primera consecuencia de esto es que la teología
no consiste sólo en un esfuerzo de la razón por escrutar y
conocer, como en las ciencias experimentales. Dios no se
puede reducir a un objeto. Él es Sujeto que se deja conocer
y se manifiesta en la relación de persona a persona. La fe
recta orienta la razón a abrirse a la luz que viene de Dios,
para que, guiada por el amor a la verdad, pueda conocer a
Dios más profundamente. Los grandes doctores y teólogos
medievales han indicado que la teología, como ciencia de la
fe, es una participación en el conocimiento que Dios tiene
de sí mismo. La teología, por tanto, no es solamente palabra
sobre Dios, sino ante todo acogida y búsqueda de una
inteligencia más profunda de esa palabra que Dios nos
dirige, palabra que Dios pronuncia sobre sí mismo, porque es
un diálogo eterno de comunión, y admite al hombre dentro de
este diálogo[33].
Así pues, la humildad que se deja «tocar» por Dios forma
parte de la teología, reconoce sus límites ante el misterio
y se lanza a explorar, con la disciplina propia de la razón,
las insondables riquezas de este misterio.
Además, la teología participa en la forma eclesial de la
fe; su luz es la luz del sujeto creyente que es la Iglesia.
Esto requiere, por una parte, que la teología esté al
servicio de la fe de los cristianos, se ocupe humildemente
de custodiar y profundizar la fe de todos, especialmente la
de los sencillos. Por otra parte, la teología, puesto que
vive de la fe, no puede considerar el Magisterio del Papa y
de los Obispos en comunión con él como algo extrínseco, un
límite a su libertad, sino al contrario, como un momento
interno, constitutivo, en cuanto el Magisterio asegura el
contacto con la fuente originaria, y ofrece, por tanto, la
certeza de beber en la Palabra de Dios en su integridad.
CAPÍTULO TERCERO
TRANSMITO LO QUE HE RECIBIDO
(cf. 1 Co 15,3)
La Iglesia, madre de nuestra fe
37. Quien se ha abierto al amor de Dios,
ha escuchado su voz y ha recibido su luz, no puede retener
este don para sí. La fe, puesto que es escucha y visión, se
transmite también como palabra y luz. El apóstol Pablo,
hablando a los Corintios, usa precisamente estas dos imágenes.
Por una parte dice: «Pero teniendo el mismo espíritu de fe,
según lo que está escrito: Creí, por eso hablé, también
nosotros creemos y por eso hablamos» (2 Co 4,13). La
palabra recibida se convierte en respuesta, confesión y, de
este modo, resuena para los otros, invitándolos a creer. Por
otra parte, san Pablo se refiere también a la luz: «Reflejamos
la gloria del Señor y nos vamos transformando en
su imagen» (2 Co 3,18). Es una luz que se refleja de
rostro en rostro, como Moisés reflejaba la gloria de Dios
después de haber hablado con él: «[Dios] ha brillado en
nuestros corazones, para que resplandezca el conocimiento de
la gloria de Dios reflejada en el rostro de Cristo» (2
Co 4,6). La luz de Cristo brilla como en un espejo en el
rostro de los cristianos, y así se difunde y llega hasta
nosotros, de modo que también nosotros podamos participar en
esta visión y reflejar a otros su luz, igual que en la
liturgia pascual la luz del cirio enciende otras muchas
velas. La fe se transmite, por así decirlo, por contacto, de
persona a persona, como una llama enciende otra llama. Los
cristianos, en su pobreza, plantan una semilla tan fecunda,
que se convierte en un gran árbol que es capaz de llenar el
mundo de frutos.
38. La transmisión de la fe, que brilla para todos los
hombres en todo lugar, pasa también por las coordenadas
temporales, de generación en generación. Puesto que la fe
nace de un encuentro que se produce en la historia e ilumina
el camino a lo largo del tiempo, tiene necesidad de
transmitirse a través de los siglos. Y mediante una cadena
ininterrumpida de testimonios llega a nosotros el rostro de
Jesús. ¿Cómo es posible esto? ¿Cómo podemos estar seguros de
llegar al «verdadero Jesús» a través de los siglos? Si el
hombre fuese un individuo aislado, si partiésemos solamente
del «yo» individual, que busca en sí mismo la seguridad
del conocimiento, esta certeza sería imposible. No puedo ver
por mí mismo lo que ha sucedido en una época tan distante de
la mía. Pero ésta no es la única manera que tiene el hombre
de conocer. La persona vive siempre en relación. Proviene de
otros, pertenece a otros, su vida se ensancha en el
encuentro con otros. Incluso el conocimiento de sí, la misma
autoconciencia, es relacional y está vinculada a otros que
nos han precedido: en primer lugar nuestros padres, que nos
han dado la vida y el nombre. El lenguaje mismo, las
palabras con que interpretamos nuestra vida y nuestra
realidad, nos llega a través de otros, guardado en la
memoria viva de otros. El conocimiento de uno mismo sólo es
posible cuando participamos en una memoria más grande. Lo
mismo sucede con la fe, que lleva a su plenitud el modo
humano de comprender. El pasado de la fe, aquel acto de amor
de Jesús, que ha hecho germinar en el mundo una vida nueva,
nos llega en la memoria de otros, de testigos, conservado
vivo en aquel sujeto único de memoria que es la Iglesia. La
Iglesia es una Madre que nos enseña a hablar el lenguaje de
la fe. San Juan, en su Evangelio, ha insistido en este
aspecto, uniendo fe y memoria, y asociando ambas a la acción
del Espíritu Santo que, como dice Jesús, «os irá recordando
todo» (Jn 14,26). El Amor, que es el Espíritu y que
mora en la Iglesia, mantiene unidos entre sí todos los
tiempos y nos hace contemporáneos de Jesús, convirtiéndose
en el guía de nuestro camino de fe.
39. Es imposible creer cada uno por su cuenta. La fe no es
únicamente una opción individual que se hace en la intimidad
del creyente, no es una relación exclusiva entre el «yo» del
fiel y el «Tú» divino, entre un sujeto autónomo y Dios. Por
su misma naturaleza, se abre al «nosotros», se da siempre
dentro de la comunión de la Iglesia. Nos lo recuerda la forma
dialogada del Credo, usada en la liturgia bautismal.
El creer se expresa como respuesta a una invitación, a una
palabra que ha de ser escuchada y que no procede de mí, y por
eso forma parte de un diálogo; no puede ser una mera confesión
que nace del individuo. Es posible responder en primera persona,
«creo», sólo porque se forma parte de una gran comunión, porque
también se dice «creemos». Esta apertura al «nosotros»
eclesial refleja la apertura propia del amor de Dios, que no
es sólo relación entre el Padre y el Hijo, entre el «yo» y
el «tú», sino que en el Espíritu, es también un «nosotros», una
comunión de personas. Por eso, quien cree nunca está
solo, porque la fe tiende a difundirse, a compartir su
alegría con otros. Quien recibe la fe descubre que las
dimensiones de su «yo» se ensanchan, y entabla nuevas
relaciones que enriquecen la vida. Tertuliano lo ha
expresado incisivamente, diciendo que el catecúmeno, «tras
el nacimiento nuevo por el bautismo», es recibido en la
casa de la Madre para alzar las manos y rezar, junto a los
hermanos, el Padrenuestro, como signo de su pertenencia a
una nueva familia[34].
Los sacramentos y la transmisión de la fe
40. La Iglesia, como toda familia, transmite a sus hijos
el contenido de su memoria. ¿Cómo hacerlo de manera que nada
se pierda y, más bien, todo se profundice cada vez más en el
patrimonio de la fe? Mediante la tradición apostólica,
conservada en la Iglesia con la asistencia del Espíritu
Santo, tenemos un contacto vivo con la memoria fundante.
Como afirma el Concilio ecuménico Vaticano II, «lo que los
Apóstoles transmitieron comprende todo lo necesario para una
vida santa y para una fe creciente del Pueblo de Dios; así
la Iglesia con su enseñanza, su vida, su culto, conserva y
transmite a todas las edades lo que es y lo que cree»[35].
En efecto, la fe necesita un ámbito en el que se pueda
testimoniar y comunicar, un ámbito adecuado y proporcionado
a lo que se comunica. Para transmitir un contenido meramente
doctrinal, una idea, quizás sería suficiente un libro, o la
reproducción de un mensaje oral. Pero lo que se comunica en
la Iglesia, lo que se transmite en su Tradición viva, es la
luz nueva que nace del encuentro con el Dios vivo, una luz
que toca la persona en su centro, en el corazón, implicando
su mente, su voluntad y su afectividad, abriéndola a
relaciones vivas en la comunión con Dios y con los otros.
Para transmitir esta riqueza hay un medio particular, que
pone en juego a toda la persona, cuerpo, espíritu,
interioridad y relaciones. Este medio son los sacramentos,
celebrados en la liturgia de la Iglesia. En ellos se
comunica una memoria encarnada, ligada a los tiempos y
lugares de la vida, asociada a todos los sentidos; implican
a la persona, como miembro de un sujeto vivo, de un tejido
de relaciones comunitarias. Por eso, si bien, por una parte,
los sacramentos son sacramentos de la fe[36],
también se debe decir que la fe tiene una estructura
sacramental. El despertar de la fe pasa por el despertar de
un nuevo sentido sacramental de la vida del hombre y de la
existencia cristiana, en el que lo visible y material está
abierto al misterio de lo eterno.
41. La transmisión de la fe se realiza en primer lugar
mediante el bautismo. Pudiera parecer que el bautismo es
sólo un modo de simbolizar la confesión de fe, un acto
pedagógico para quien tiene necesidad de imágenes y gestos,
pero del que, en último término, se podría prescindir. Unas
palabras de san Pablo, a propósito del bautismo, nos
recuerdan que no es así. Dice él que «por el bautismo
fuimos sepultados en él en la muerte, para que, lo mismo que
Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del
Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva» (Rm
6,4). Mediante el bautismo nos convertimos en criaturas
nuevas y en hijos adoptivos de Dios. El Apóstol afirma
después que el cristiano ha sido entregado a un «modelo de
doctrina» (typos didachés), al que obedece de
corazón (cf. Rm 6,17). En el bautismo el hombre
recibe también una doctrina que profesar y una forma
concreta de vivir, que implica a toda la persona y la pone
en el camino del bien. Es transferido a un ámbito nuevo,
colocado en un nuevo ambiente, con una forma nueva de actuar
en común, en la Iglesia. El bautismo nos recuerda así que la
fe no es obra de un individuo aislado, no es un acto que el
hombre pueda realizar contando sólo con sus fuerzas, sino
que tiene que ser recibida, entrando en la comunión eclesial
que transmite el don de Dios: nadie se bautiza a sí mismo,
igual que nadie nace por su cuenta. Hemos sido bautizados.
42. ¿Cuáles son los elementos del bautismo que nos
introducen en este nuevo «modelo de doctrina»? Sobre el
catecúmeno se invoca, en primer lugar, el nombre de la
Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Se le presenta así
desde el principio un resumen del camino de la fe. El Dios
que ha llamado a Abrahán y ha querido llamarse su Dios, el
Dios que ha revelado su nombre a Moisés, el Dios que, al
entregarnos a su Hijo, nos ha revelado plenamente el
misterio de su Nombre, da al bautizado una nueva condición
filial. Así se ve claro el sentido de la acción que se
realiza en el bautismo, la inmersión en el agua: el agua es
símbolo de muerte, que nos invita a pasar por la conversión
del «yo», para que pueda abrirse a un «Yo» más grande; y
a la vez es símbolo de vida, del seno del que renacemos para
seguir a Cristo en su nueva existencia. De este modo,
mediante la inmersión en el agua, el bautismo nos habla de
la estructura encarnada de la fe. La acción de Cristo nos
toca en nuestra realidad personal, transformándonos
radicalmente, haciéndonos hijos adoptivos de Dios,
partícipes de su naturaleza divina; modifica así todas
nuestras relaciones, nuestra forma de estar en el mundo y en
el cosmos, abriéndolas a su misma vida de comunión. Este
dinamismo de transformación propio del bautismo nos ayuda a
comprender la importancia que tiene hoy el catecumenado para
la nueva evangelización, también en las sociedades de
antiguas raíces cristianas, en las cuales cada vez más
adultos se acercan al sacramento del bautismo. El
catecumenado es camino de preparación para el bautismo, para
la transformación de toda la existencia en Cristo.
Un texto del profeta Isaías, que ha sido relacionado con
el bautismo en la literatura cristiana antigua, nos puede
ayudar a comprender la conexión entre el bautismo y la fe:
«Tendrá su alcázar en un picacho rocoso… con provisión de
agua» (Is 33,16)[37].
El bautizado, rescatado del agua de la muerte, puede ponerse
en pie sobre el «picacho rocoso», porque ha encontrado
algo consistente donde apoyarse. Así, el agua de muerte se
transforma en agua de vida. El texto griego lo llama agua
pistós, agua «fiel». El agua del bautismo es fiel
porque se puede confiar en ella, porque su corriente
introduce en la dinámica del amor de Jesús, fuente de
seguridad para el camino de nuestra vida.
43. La estructura del bautismo, su configuración como nuevo
nacimiento, en el que recibimos un nuevo nombre y una nueva
vida, nos ayuda a comprender el sentido y la importancia del
bautismo de niños, que ilustra en cierto modo lo que se
verifica en todo bautismo. El niño no es capaz de un acto
libre para recibir la fe, no puede confesarla todavía
personalmente y, precisamente por eso, la confiesan sus
padres y padrinos en su nombre. La fe se vive dentro de la
comunidad de la Iglesia, se inscribe en un «nosotros»
comunitario. Así, el niño es sostenido por otros,
por sus padres y padrinos, y es acogido en la fe de ellos,
que es la fe de la Iglesia, simbolizada en la luz que el
padre enciende en el cirio durante la liturgia bautismal.
Esta estructura del bautismo destaca la importancia de la
sinergia entre la Iglesia y la familia en la transmisión de
la fe. A los padres corresponde, según una sentencia de san
Agustín, no sólo engendrar a los hijos, sino también
llevarlos a Dios, para que sean regenerados como hijos de
Dios por el bautismo y reciban el don de la fe[38].
Junto a la vida, les dan así la orientación fundamental de
la existencia y la seguridad de un futuro de bien,
orientación que será ulteriormente corroborada en el
sacramento de la confirmación con el sello del Espíritu Santo.
44. La naturaleza sacramental de la fe alcanza su máxima
expresión en la eucaristía, que es el precioso alimento para
la fe, el encuentro con Cristo presente realmente con el
acto supremo de amor, el don de sí mismo, que genera vida.
En la eucaristía confluyen los dos ejes por los que discurre
el camino de la fe. Por una parte, el eje de la historia: la
eucaristía es un acto de memoria, actualización del
misterio, en el cual el pasado, como acontecimiento de
muerte y resurrección, muestra su capacidad de abrir al
futuro, de anticipar la plenitud final. La liturgia nos lo
recuerda con su hodie, el «hoy» de los misterios de
la salvación. Por otra parte, confluye en ella también el
eje que lleva del mundo visible al invisible. En la
eucaristía aprendemos a ver la profundidad de la realidad.
El pan y el vino se transforman en el Cuerpo y Sangre de
Cristo, que se hace presente en su camino pascual hacia el
Padre: este movimiento nos introduce, en cuerpo y alma, en
el movimiento de toda la creación hacia su plenitud en Dios.
45. En la celebración de los sacramentos, la Iglesia
transmite su memoria, en particular mediante la profesión de
fe. Ésta no consiste sólo en asentir a un conjunto de
verdades abstractas. Antes bien, en la confesión de fe, toda
la vida se pone en camino hacia la comunión plena con el
Dios vivo. Podemos decir que en el Credo el creyente
es invitado a entrar en el misterio que profesa y a dejarse
transformar por lo que profesa. Para entender el sentido de
esta afirmación, pensemos antes que nada en el contenido del
Credo. Tiene una estructura trinitaria: el Padre y el
Hijo se unen en el Espíritu de amor. El creyente afirma así
que el centro del ser, el secreto más profundo de todas las
cosas, es la comunión divina. Además, el Credo
contiene también una profesión cristológica: se recorren los
misterios de la vida de Jesús hasta su muerte, resurrección
y ascensión al cielo, en la espera de su venida gloriosa al
final de los tiempos. Se dice, por tanto, que este Dios
comunión, intercambio de amor entre el Padre y el Hijo en el
Espíritu, es capaz de abrazar la historia del hombre, de
introducirla en su dinamismo de comunión, que tiene su
origen y su meta última en el Padre. Quien confiesa la fe,
se ve implicado en la verdad que confiesa. No puede
pronunciar con verdad las palabras del Credo sin ser
transformado, sin inserirse en la historia de amor que lo
abraza, que dilata su ser haciéndolo parte de una comunión
grande, del sujeto último que pronuncia el Credo, que
es la Iglesia. Todas las verdades que se creen proclaman el
misterio de la vida nueva de la fe como camino de comunión
con el Dios vivo.
Fe, oración y decálogo
46. Otros dos elementos son esenciales en la transmisión
fiel de la memoria de la Iglesia. En primer lugar, la
oración del Señor, el Padrenuestro. En ella, el cristiano
aprende a compartir la misma experiencia espiritual de
Cristo y comienza a ver con los ojos de Cristo. A partir de
aquel que es luz de luz, del Hijo Unigénito del Padre,
también nosotros conocemos a Dios y podemos encender en los
demás el deseo de acercarse a él.
Además, es también importante la conexión entre la fe y
el decálogo. La fe, como hemos dicho, se presenta como un
camino, una vía a recorrer, que se abre en el encuentro con
el Dios vivo. Por eso, a la luz de la fe, de la confianza
total en el Dios Salvador, el decálogo adquiere su verdad
más profunda, contenida en las palabras que introducen los
diez mandamientos: «Yo soy el Señor, tu Dios, que te saqué
de la tierra de Egipto» (Ex 20,2). El decálogo no es
un conjunto de preceptos negativos, sino indicaciones
concretas para salir del desierto del «yo»
autorreferencial, cerrado en sí mismo, y entrar en diálogo
con Dios, dejándose abrazar por su misericordia para ser
portador de su misericordia. Así, la fe confiesa el amor de
Dios, origen y fundamento de todo, se deja llevar por este
amor para caminar hacia la plenitud de la comunión con Dios.
El decálogo es el camino de la gratitud, de la respuesta de
amor, que es posible porque, en la fe, nos hemos abierto a
la experiencia del amor transformante de Dios por nosotros.
Y este camino recibe una nueva luz en la enseñanza de Jesús,
en el Discurso de la Montaña (cf. Mt 5-7).
He tocado así los cuatro elementos que contienen el
tesoro de memoria que la Iglesia transmite: la confesión de
fe, la celebración de los sacramentos, el camino del
decálogo, la oración. La catequesis de la Iglesia se ha
organizado en torno a ellos, incluido el
Catecismo de la Iglesia Católica, instrumento
fundamental para aquel acto unitario con el que la Iglesia
comunica el contenido completo de la fe, «todo lo que ella
es, todo lo que cree»[39].
Unidad e integridad de la fe
47. La unidad de la Iglesia, en el tiempo y en el
espacio, está ligada a la unidad de la fe: «Un solo cuerpo
y un solo espíritu […] una sola fe» (Ef 4,4-5). Hoy
puede parecer posible una unión entre los hombres en una
tarea común, en el compartir los mismos sentimientos o la
misma suerte, en una meta común. Pero resulta muy difícil
concebir una unidad en la misma verdad. Nos da la impresión
de que una unión de este tipo se opone a la libertad de
pensamiento y a la autonomía del sujeto. En cambio, la
experiencia del amor nos dice que precisamente en el amor es
posible tener una visión común, que amando aprendemos a ver
la realidad con los ojos del otro, y que eso no nos
empobrece, sino que enriquece nuestra mirada. El amor
verdadero, a medida del amor divino, exige la verdad y, en
la mirada común de la verdad, que es Jesucristo, adquiere
firmeza y profundidad. En esto consiste también el gozo de
creer, en la unidad de visión en un solo cuerpo y en un solo
espíritu. En este sentido san León Magno decía: «Si la fe
no es una, no es fe»[40].
¿Cuál es el secreto de esta unidad? La fe es «una», en
primer lugar, por la unidad del Dios conocido y confesado.
Todos los artículos de la fe se refieren a él, son vías para
conocer su ser y su actuar, y por eso forman una unidad
superior a cualquier otra que podamos construir con nuestro
pensamiento, la unidad que nos enriquece, porque se nos
comunica y nos hace «uno».
La fe es una, además, porque se dirige al único Señor, a
la vida de Jesús, a su historia concreta que comparte con
nosotros. San Ireneo de Lyon ha clarificado este punto
contra los herejes gnósticos. Éstos distinguían dos tipos de
fe, una fe ruda, la fe de los simples, imperfecta, que no
iba más allá de la carne de Cristo y de la contemplación de
sus misterios; y otro tipo de fe, más profundo y perfecto,
la fe verdadera, reservada a un pequeño círculo de
iniciados, que se eleva con el intelecto hasta los misterios
de la divinidad desconocida, más allá de la carne de Cristo.
Ante este planteamiento, que sigue teniendo su atractivo y
sus defensores también en nuestros días, san Ireneo defiende
que la fe es una sola, porque pasa siempre por el punto
concreto de la encarnación, sin superar nunca la carne y la
historia de Cristo, ya que Dios se ha querido revelar
plenamente en ella. Y, por eso, no hay diferencia entre la
fe de «aquel que destaca por su elocuencia» y de «quien
es más débil en la palabra», entre quien es superior y
quien tiene menos capacidad: ni el primero puede ampliar la
fe, ni el segundo reducirla[41].
Por último, la fe es una porque es compartida por toda la
Iglesia, que forma un solo cuerpo y un solo espíritu. En la
comunión del único sujeto que es la Iglesia, recibimos una
mirada común. Confesando la misma fe, nos apoyamos sobre la
misma roca, somos transformados por el mismo Espíritu de
amor, irradiamos una única luz y tenemos una única mirada
para penetrar la realidad.
48. Dado que la fe es una sola, debe ser confesada en
toda su pureza e integridad. Precisamente porque todos los
artículos de la fe forman una unidad, negar uno de ellos,
aunque sea de los que parecen menos importantes, produce un
daño a la totalidad. Cada época puede encontrar algunos
puntos de la fe más fáciles o difíciles de aceptar: por eso
es importante vigilar para que se transmita todo el depósito
de la fe (cf. 1 Tm 6,20), para que se insista
oportunamente en todos los aspectos de la confesión de fe.
En efecto, puesto que la unidad de la fe es la unidad de la
Iglesia, quitar algo a la fe es quitar algo a la verdad de
la comunión. Los Padres han descrito la fe como un cuerpo,
el cuerpo de la verdad, que tiene diversos miembros, en
analogía con el Cuerpo de Cristo y con su prolongación en la
Iglesia[42].
La integridad de la fe también se ha relacionado con la
imagen de la Iglesia virgen, con su fidelidad al amor
esponsal a Cristo: menoscabar la fe significa menoscabar la
comunión con el Señor[43].
La unidad de la fe es, por tanto, la de un organismo vivo,
como bien ha explicado el beato John Henry Newman, que ponía
entre las notas características para asegurar la continuidad
de la doctrina en el tiempo, su capacidad de asimilar todo
lo que encuentra[44],
purificándolo y llevándolo a su mejor expresión. La fe se
muestra así universal, católica, porque su luz crece para
iluminar todo el cosmos y toda la historia.
49. Como servicio a la unidad de la fe y a su transmisión
íntegra, el Señor ha dado a la Iglesia el don de la sucesión
apostólica. Por medio de ella, la continuidad de la memoria
de la Iglesia está garantizada y es posible beber con
seguridad en la fuente pura de la que mana la fe. Como la
Iglesia transmite una fe viva, han de ser personas vivas las
que garanticen la conexión con el origen. La fe se basa en
la fidelidad de los testigos que han sido elegidos por el
Señor para esa misión. Por eso, el Magisterio habla siempre
en obediencia a la Palabra originaria sobre la que se basa
la fe, y es fiable porque se fía de la Palabra que escucha,
custodia y expone[45].
En el discurso de despedida a los ancianos de Éfeso en
Mileto, recogido por san Lucas en los Hechos de los
Apóstoles, san Pablo afirma haber cumplido el encargo que el
Señor le confió de anunciar «enteramente el plan de Dios»
(Hch 20,27). Gracias al Magisterio de la Iglesia nos
puede llegar íntegro este plan y, con él, la alegría de
poder cumplirlo plenamente.
CAPÍTULO CUARTO
DIOS PREPARA
UNA CIUDAD PARA ELLOS
(cf. Hb 11,16)
Fe y bien común
50. Al presentar la historia de los patriarcas y de los
justos del Antiguo Testamento, la Carta a los Hebreos pone
de relieve un aspecto esencial de su fe. La fe no sólo se
presenta como un camino, sino también como una edificación,
como la preparación de un lugar en el que el hombre pueda
convivir con los demás. El primer constructor es Noé que, en
el Arca, logra salvar a su familia (cf. Hb 11,7).
Después Abrahán, del que se dice que, movido por la fe,
habitaba en tiendas, mientras esperaba la ciudad de sólidos
cimientos (cf. Hb 11,9-10). Nace así, en relación con
la fe, una nueva fiabilidad, una nueva solidez, que sólo
puede venir de Dios. Si el hombre de fe se apoya en el Dios
del Amén, en el Dios fiel (cf. Is 65,16), y así
adquiere solidez, podemos añadir que la solidez de la fe se
atribuye también a la ciudad que Dios está preparando para
el hombre. La fe revela hasta qué punto pueden ser sólidos
los vínculos humanos cuando Dios se hace presente en medio
de ellos. No se trata sólo de una solidez interior, una
convicción firme del creyente; la fe ilumina también las
relaciones humanas, porque nace del amor y sigue la dinámica
del amor de Dios. El Dios digno de fe construye para los
hombres una ciudad fiable.
51. Precisamente por su conexión con el amor (cf. Ga
5,6), la luz de la fe se pone al servicio concreto de la
justicia, del derecho y de la paz. La fe nace del encuentro
con el amor originario de Dios, en el que se manifiesta el
sentido y la bondad de nuestra vida, que es iluminada en la
medida en que entra en el dinamismo desplegado por este
amor, en cuanto que se hace camino y ejercicio hacia la
plenitud del amor. La luz de la fe permite valorar la
riqueza de las relaciones humanas, su capacidad de
mantenerse, de ser fiables, de enriquecer la vida común. La
fe no aparta del mundo ni es ajena a los afanes concretos de
los hombres de nuestro tiempo. Sin un amor fiable, nada
podría mantener verdaderamente unidos a los hombres. La
unidad entre ellos se podría concebir sólo como fundada en
la utilidad, en la suma de intereses, en el miedo, pero no
en la bondad de vivir juntos, ni en la alegría que la sola
presencia del otro puede suscitar. La fe permite comprender
la arquitectura de las relaciones humanas, porque capta su
fundamento último y su destino definitivo en Dios, en su
amor, y así ilumina el arte de la edificación, contribuyendo
al bien común. Sí, la fe es un bien para todos, es un bien
común; su luz no luce sólo dentro de la Iglesia ni sirve
únicamente para construir una ciudad eterna en el más allá;
nos ayuda a edificar nuestras sociedades, para que avancen
hacia el futuro con esperanza. La Carta a los Hebreos pone
un ejemplo de esto cuando nombra, junto a otros hombres de
fe, a Samuel y David, a los cuales su fe les permitió
«administrar justicia» (Hb 11,33). Esta expresión se
refiere aquí a su justicia para gobernar, a esa sabiduría
que lleva paz al pueblo (cf. 1 S 12,3-5; 2 S 8,15). Las
manos de la fe se alzan al cielo, pero a la vez edifican, en
la caridad, una ciudad construida sobre relaciones, que
tienen como fundamento el amor de Dios.
Fe y familia
52. En el camino de Abrahán hacia la ciudad futura, la
Carta a los Hebreos se refiere a una bendición que se
transmite de padres a hijos (cf. Hb 11,20-21). El
primer ámbito que la fe ilumina en la ciudad de los hombres
es la familia. Pienso sobre todo en el matrimonio, como
unión estable de un hombre y una mujer: nace de su amor,
signo y presencia del amor de Dios, del reconocimiento y la
aceptación de la bondad de la diferenciación sexual, que
permite a los cónyuges unirse en una sola carne (cf. Gn
2,24) y ser capaces de engendrar una vida nueva,
manifestación de la bondad del Creador, de su sabiduría y de
su designio de amor. Fundados en este amor, hombre y mujer
pueden prometerse amor mutuo con un gesto que compromete
toda la vida y que recuerda tantos rasgos de la fe. Prometer
un amor para siempre es posible cuando se descubre un plan
que sobrepasa los propios proyectos, que nos sostiene y nos
permite entregar totalmente nuestro futuro a la persona
amada. La fe, además, ayuda a captar en toda su profundidad
y riqueza la generación de los hijos, porque hace reconocer
en ella el amor creador que nos da y nos confía el misterio
de una nueva persona. En este sentido, Sara llegó a ser
madre por la fe, contando con la fidelidad de Dios a sus
promesas (cf. Hb 11,11).
53. En la familia, la fe está presente en todas las
etapas de la vida, comenzando por la infancia: los niños
aprenden a fiarse del amor de sus padres. Por eso, es
importante que los padres cultiven prácticas comunes de fe
en la familia, que acompañen el crecimiento en la fe de los
hijos. Sobre todo los jóvenes, que atraviesan una edad tan
compleja, rica e importante para la fe, deben sentir la
cercanía y la atención de la familia y de la comunidad
eclesial en su camino de crecimiento en la fe. Todos hemos
visto cómo, en las Jornadas Mundiales de la Juventud, los
jóvenes manifiestan la alegría de la fe, el compromiso de
vivir una fe cada vez más sólida y generosa. Los jóvenes
aspiran a una vida grande. El encuentro con Cristo, el
dejarse aferrar y guiar por su amor, amplía el horizonte de
la existencia, le da una esperanza sólida que no defrauda.
La fe no es un refugio para gente pusilánime, sino que
ensancha la vida. Hace descubrir una gran llamada, la
vocación al amor, y asegura que este amor es digno de fe,
que vale la pena ponerse en sus manos, porque está fundado
en la fidelidad de Dios, más fuerte que todas nuestras
debilidades.
Luz para la vida en sociedad
54. Asimilada y profundizada en la familia, la fe ilumina
todas las relaciones sociales. Como experiencia de la
paternidad y de la misericordia de Dios, se expande en un
camino fraterno. En la «modernidad» se ha intentado
construir la fraternidad universal entre los hombres
fundándose sobre la igualdad. Poco a poco, sin embargo,
hemos comprendido que esta fraternidad, sin referencia a un
Padre común como fundamento último, no logra subsistir. Es
necesario volver a la verdadera raíz de la fraternidad.
Desde su mismo origen, la historia de la fe es una historia
de fraternidad, si bien no exenta de conflictos. Dios llama
a Abrahán a salir de su tierra y le promete hacer de él una
sola gran nación, un gran pueblo, sobre el que desciende la
bendición de Dios (cf. Gn 12,1-3). A lo largo de la
historia de la salvación, el hombre descubre que Dios quiere
hacer partícipes a todos, como hermanos, de la única
bendición, que encuentra su plenitud en Jesús, para que
todos sean uno. El amor inagotable del Padre se nos comunica
en Jesús, también mediante la presencia del hermano. La fe
nos enseña que cada hombre es una bendición para mí, que la
luz del rostro de Dios me ilumina a través del rostro del
hermano.
¡Cuántos beneficios ha aportado la mirada de la fe a la
ciudad de los hombres para contribuir a su vida común!
Gracias a la fe, hemos descubierto la dignidad única de cada
persona, que no era tan evidente en el mundo antiguo. En el
siglo II, el pagano Celso reprochaba a los cristianos lo que
le parecía una ilusión y un engaño: pensar que Dios hubiera
creado el mundo para el hombre, poniéndolo en la cima de
todo el cosmos. Se preguntaba: «¿Por qué pretender que [la
hierba] crezca para los hombres, y no mejor para los
animales salvajes e irracionales?»[46].
«Si miramos la tierra desde el cielo, ¿qué diferencia hay
entre nuestras ocupaciones y lo que hacen las hormigas y las
abejas?»[47].
En el centro de la fe bíblica está el amor de Dios, su
solicitud concreta por cada persona, su designio de
salvación que abraza a la humanidad entera y a toda la
creación, y que alcanza su cúspide en la encarnación, muerte
y resurrección de Jesucristo. Cuando se oscurece esta
realidad, falta el criterio para distinguir lo que hace
preciosa y única la vida del hombre. Éste pierde su puesto
en el universo, se pierde en la naturaleza, renunciando a su
responsabilidad moral, o bien pretende ser árbitro absoluto,
atribuyéndose un poder de manipulación sin límites.
55. La fe, además, revelándonos el amor de Dios, nos hace
respetar más la naturaleza, pues nos hace reconocer en ella
una gramática escrita por él y una morada que nos ha
confiado para cultivarla y salvaguardarla; nos invita a
buscar modelos de desarrollo que no se basen sólo en la
utilidad y el provecho, sino que consideren la creación como
un don del que todos somos deudores; nos enseña a
identificar formas de gobierno justas, reconociendo que la
autoridad viene de Dios para estar al servicio del bien
común. La fe afirma también la posibilidad del perdón, que
muchas veces necesita tiempo, esfuerzo, paciencia y
compromiso; perdón posible cuando se descubre que el bien es
siempre más originario y más fuerte que el mal, que la
palabra con la que Dios afirma nuestra vida es más profunda
que todas nuestras negaciones. Por lo demás, incluso desde
un punto de vista simplemente antropológico, la unidad es
superior al conflicto; hemos de contar también con el
conflicto, pero experimentarlo debe llevarnos a resolverlo,
a superarlo, transformándolo en un eslabón de una cadena, en
un paso más hacia la unidad.
Cuando la fe se apaga, se corre el riesgo de que los
fundamentos de la vida se debiliten con ella, como advertía
el poeta T. S. Eliot: «¿Tenéis acaso necesidad de que se os
diga que incluso aquellos modestos logros / que os permiten
estar orgullosos de una sociedad educada / difícilmente
sobrevivirán a la fe que les da sentido?»[48].
Si hiciésemos desaparecer la fe en Dios de nuestras
ciudades, se debilitaría la confianza entre nosotros, pues
quedaríamos unidos sólo por el miedo, y la estabilidad
estaría comprometida. La Carta a los Hebreos afirma: «Dios
no tiene reparo en llamarse su Dios: porque les tenía
preparada una ciudad» (Hb 11,16). La expresión «no
tiene reparo» hace referencia a un reconocimiento público.
Indica que Dios, con su intervención concreta, con su
presencia entre nosotros, confiesa públicamente su deseo de
dar consistencia a las relaciones humanas. ¿Seremos en
cambio nosotros los que tendremos reparo en llamar a Dios
nuestro Dios? ¿Seremos capaces de no confesarlo como tal en
nuestra vida pública, de no proponer la grandeza de la vida
común que él hace posible? La fe ilumina la vida en
sociedad; poniendo todos los acontecimientos en relación con
el origen y el destino de todo en el Padre que nos ama, los
ilumina con una luz creativa en cada nuevo momento de la
historia.
Fuerza que conforta en el sufrimiento
56. San Pablo, escribiendo a los cristianos de Corinto
sobre sus tribulaciones y sufrimientos, pone su fe en
relación con la predicación del Evangelio. Dice que así se
cumple en él el pasaje de la Escritura: «Creí, por eso
hablé» (2 Co 4,13). Es una cita del Salmo 116. El
Apóstol se refiere a una expresión del Salmo 116 en la que
el salmista exclama: «Tenía fe, aun cuando dije: ‘‘¡Qué
desgraciado soy!”» (v. 10). Hablar de fe comporta a menudo
hablar también de pruebas dolorosas, pero precisamente en
ellas san Pablo ve el anuncio más convincente del Evangelio,
porque en la debilidad y en el sufrimiento se hace
manifiesta y palpable el poder de Dios que supera nuestra
debilidad y nuestro sufrimiento. El Apóstol mismo se
encuentra en peligro de muerte, una muerte que se convertirá
en vida para los cristianos (cf. 2 Co 4,7-12). En la
hora de la prueba, la fe nos ilumina y, precisamente en
medio del sufrimiento y la debilidad, aparece claro que «no
nos predicamos a nosotros mismos, sino a Jesucristo como
Señor» (2 Co 4,5). El capítulo 11 de la Carta a los
Hebreos termina con una referencia a aquellos que han
sufrido por la fe (cf. Hb 11,35-38), entre los cuales
ocupa un puesto destacado Moisés, que ha asumido la afrenta
de Cristo (cf. v. 26). El cristiano sabe que siempre habrá
sufrimiento, pero que le puede dar sentido, puede
convertirlo en acto de amor, de entrega confiada en las
manos de Dios, que no nos abandona y, de este modo, puede
constituir una etapa de crecimiento en la fe y en el amor.
Viendo la unión de Cristo con el Padre, incluso en el
momento de mayor sufrimiento en la cruz (cf. Mc
15,34), el cristiano aprende a participar en la misma mirada
de Cristo. Incluso la muerte queda iluminada y puede ser
vivida como la última llamada de la fe, el último «Sal de
tu tierra», el último «Ven», pronunciado por el Padre, en
cuyas manos nos ponemos con la confianza de que nos
sostendrá incluso en el paso definitivo.
57. La luz de la fe no nos lleva a olvidarnos de los
sufrimientos del mundo. ¡Cuántos hombres y mujeres de fe han
recibido luz de las personas que sufren! San Francisco de
Asís, del leproso; la Beata Madre Teresa de Calcuta, de sus
pobres. Han captado el misterio que se esconde en ellos.
Acercándose a ellos, no les han quitado todos sus
sufrimientos, ni han podido dar razón cumplida de todos los
males que los aquejan. La luz de la fe no disipa todas
nuestras tinieblas, sino que, como una lámpara, guía
nuestros pasos en la noche, y esto basta para caminar. Al
hombre que sufre, Dios no le da un razonamiento que explique
todo, sino que le responde con una presencia que le
acompaña, con una historia de bien que se une a toda
historia de sufrimiento para abrir en ella un resquicio de
luz. En Cristo, Dios mismo ha querido compartir con nosotros
este camino y ofrecernos su mirada para darnos luz. Cristo
es aquel que, habiendo soportado el dolor, «inició y
completa nuestra fe» (Hb 12,2).
El sufrimiento nos recuerda que el servicio de la fe al
bien común es siempre un servicio de esperanza, que mira
adelante, sabiendo que sólo en Dios, en el futuro que viene
de Jesús resucitado, puede encontrar nuestra sociedad
cimientos sólidos y duraderos. En este sentido, la fe va de
la mano de la esperanza porque, aunque nuestra morada
terrenal se destruye, tenemos una mansión eterna, que Dios
ha inaugurado ya en Cristo, en su cuerpo (cf. 2 Co
4,16-5,5). El dinamismo de fe, esperanza y caridad (cf. 1
Ts 1,3; 1 Co 13,13) nos permite así integrar las
preocupaciones de todos los hombres en nuestro camino hacia
aquella ciudad «cuyo arquitecto y constructor iba a ser
Dios» (Hb 11,10), porque «la esperanza no defrauda»
(Rm 5,5).
En unidad con la fe y la caridad, la esperanza nos
proyecta hacia un futuro cierto, que se sitúa en una
perspectiva diversa de las propuestas ilusorias de los
ídolos del mundo, pero que da un impulso y una fuerza nueva
para vivir cada día. No nos dejemos robar la esperanza, no
permitamos que la banalicen con soluciones y propuestas
inmediatas que obstruyen el camino, que «fragmentan» el
tiempo, transformándolo en espacio. El tiempo es siempre
superior al espacio. El espacio cristaliza los procesos; el
tiempo, en cambio, proyecta hacia el futuro e impulsa a
caminar con esperanza.
Bienaventurada la que ha creído (Lc 1,45)
58. En la parábola del sembrador, san Lucas nos ha dejado
estas palabras con las que Jesús explica el significado de
la «tierra buena»: «Son los que escuchan la palabra con
un corazón noble y generoso, la guardan y dan fruto con
perseverancia» (Lc 8,15). En el contexto del
Evangelio de Lucas, la mención del corazón noble y generoso,
que escucha y guarda la Palabra, es un retrato implícito de
la fe de la Virgen María. El mismo evangelista habla de la
memoria de María, que conservaba en su corazón todo lo que
escuchaba y veía, de modo que la Palabra diese fruto en su
vida. La Madre del Señor es icono perfecto de la fe, como
dice santa Isabel: «Bienaventurada la que ha creído» (Lc
1,45)
En María, Hija de Sión, se cumple la larga historia de fe
del Antiguo Testamento, que incluye la historia de tantas
mujeres fieles, comenzando por Sara, mujeres que, junto a
los patriarcas, fueron testigos del cumplimiento de las
promesas de Dios y del surgimiento de la vida nueva. En la
plenitud de los tiempos, la Palabra de Dios fue dirigida a
María, y ella la acogió con todo su ser, en su corazón, para
que tomase carne en ella y naciese como luz para los
hombres. San Justino mártir, en su Diálogo con Trifón,
tiene una hermosa expresión, en la que dice que María, al
aceptar el mensaje del Ángel, concibió «fe y alegría»[49].
En la Madre de Jesús, la fe ha dado su mejor fruto, y cuando
nuestra vida espiritual da fruto, nos llenamos de alegría,
que es el signo más evidente de la grandeza de la fe. En su
vida, María ha realizado la peregrinación de la fe,
siguiendo a su Hijo[50].50
Así, en María, el camino de fe del Antiguo Testamento es
asumido en el seguimiento de Jesús y se deja transformar por
él, entrando a formar parte de la mirada única del Hijo de
Dios encarnado.
59. Podemos decir que en la Bienaventurada Virgen María
se realiza eso en lo que antes he insistido, que el creyente
está totalmente implicado en su confesión de fe. María está
íntimamente asociada, por su unión con Cristo, a lo que
creemos. En la concepción virginal de María tenemos un signo
claro de la filiación divina de Cristo. El origen eterno de
Cristo está en el Padre; él es el Hijo, en sentido total y
único; y por eso, es engendrado en el tiempo sin concurso de
varón. Siendo Hijo, Jesús puede traer al mundo un nuevo
comienzo y una nueva luz, la plenitud del amor fiel de Dios,
que se entrega a los hombres. Por otra parte, la verdadera
maternidad de María ha asegurado para el Hijo de Dios una
verdadera historia humana, una verdadera carne, en la que
morirá en la cruz y resucitará de los muertos. María lo
acompañará hasta la cruz (cf. Jn 19,25), desde donde
su maternidad se extenderá a todos los discípulos de su Hijo
(cf. Jn 19,26-27). También estará presente en el
Cenáculo, después de la resurrección y de la ascensión, para
implorar el don del Espíritu con los apóstoles (cf. Hch
1,14). El movimiento de amor entre el Padre y el Hijo en el
Espíritu ha recorrido nuestra historia; Cristo nos atrae a
sí para salvarnos (cf. Jn 12,32). En el centro de la
fe se encuentra la confesión de Jesús, Hijo de Dios, nacido
de mujer, que nos introduce, mediante el don del Espíritu
santo, en la filiación adoptiva (cf. Ga 4,4-6).
60. Nos dirigimos en oración a María, madre de la Iglesia
y madre de nuestra fe.
¡Madre, ayuda nuestra fe!
Abre nuestro oído a la Palabra, para que reconozcamos la voz de Dios y su llamada.
Aviva en nosotros el deseo de seguir sus pasos, saliendo de nuestra tierra y confiando en su promesa.
Ayúdanos a dejarnos tocar por su amor, para que podamos tocarlo en la fe.
Ayúdanos a fiarnos plenamente de él, a creer en su amor, sobre todo en los momentos de tribulación y de cruz, cuando nuestra fe es llamada a crecer y a madurar.
Siembra en nuestra fe la alegría del Resucitado.
Recuérdanos que quien cree no está nunca solo.
Enséñanos a mirar con los ojos de Jesús, para que él sea luz en nuestro camino.
Y que esta luz de la fe crezca continuamente en nosotros, hasta que llegue el día sin ocaso, que es el mismo Cristo, tu Hijo, nuestro Señor.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 29 de junio, solemnidad de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, del año 2013, primero de mi Pontificado.
FRANCISCUS
[1] Dialogus cum Tryphone Iudaeo, 121, 2: PG 6, 758.
[2] Clemente de Alejandría, Protrepticus, IX: PG 8, 195.
[3] Brief an Elisabeth Nietzsche (11 junio 1865), en Werke in drei Bänden, München 1954, 953s.
[4] Paraíso XXIV, 145-147.
[5] Acta Sanctorum, Junii, I, 21.
[6] «Si el Concilio no trata expresamente de la fe, habla de ella en cada una de sus páginas, reconoce su carácter vital y
sobrenatural, la supone íntegra y fuerte, y construye sobre ella sus doctrinas. Bastaría recordar las afirmaciones conciliares […] para darse cuenta de la importancia
esencial que el Concilio, coherente con la tradición doctrinal de la Iglesia, atribuye a la fe, a la verdadera fe, la que tiene como fuente a Cristo y por canal al magisterio
de la Iglesia» (Pablo VI, Audiencia general [8 marzo 1967]: Insegnamenti V [1967], 705).
[7] Cf. Conc. Ecum. Vat. I, Const. dogm. Dei Filius, sobre la Fe católica, cap. III: DS 3008-3020; Conc. Ecum. Vat. II,
Const. dogm.
Dei Verbum, sobre la
divina revelación, 5;
Catecismo de la Iglesia Católica, 153-165
[8] Cf. Catechesis V, 1: PG 33, 505A.
[9] In Psal. 32, II, s. I, 9: PL 36, 284.
[10] M. Buber, Die Erzählungen der Chassidim, Zürich 1949, 793.
[11] Émile, Paris 1966, 387.
[12] Lettre à Christophe de Beaumont, Lausanne 1993, 110.
[13] Cf. In Ioh. Evang., 45, 9: PL 35, 1722-1723.
[14] Parte II, IV.
[15] De continentia, 4,11: PL 40, 356.
[16] Vom Wesen katholischer Weltanschauung (1923), en Unterscheidung des Christlichen. Gesammelte Studien 1923-1963, Mainz 1963, 24.
[17] Confessiones XI, 30, 40: PL 32, 825: «et stabo atque solidabor in te, in forma mea, veritate tua…».
[18] Cf. ibíd., 825-826.
[19] Cf. Vermischte Bemerkungen / Culture and Value, G. H. von Wright, ed., Oxford 1991, 32-33, 61-64.
[20] Homiliae in Evangelia, II, 27, 4: PL 76, 1207.
[21] Cf. Expositio super Cantica Canticorum, XVIII, 88: CCL, Continuatio Mediaevalis 87, 67.
[22] Ibíd., XIX, 90: CCL, Continuatio Mediaevalis 87, 69.
[23] «Cuando Dios revela, hay que prestarle la obediencia de la fe (cf. Rm 16,26; comp. con Rm 1,5;
2 Co 10,5-6), por la que el hombre se confía libre y totalmente a Dios, prestando “a Dios revelador el homenaje del entendimiento y de la voluntad”,
y asintiendo voluntariamente a la revelación hecha por él. Para profesar esta fe es necesaria la gracia de Dios, que previene y ayuda, y los auxilios internos del Espíritu
Santo, el cual mueve el corazón y lo convierte a Dios, abre los ojos de la mente y da “a todos la suavidad en el aceptar y creer la verdad”. Y para que la inteligencia de la
revelación sea más profunda, el mismo Espíritu Santo perfecciona constantemente la fe por medio de sus dones» (Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.
Dei Verbum, sobre la divina revelación, 5).
[24]Cf. H. Schlier, Meditationen über den Johanneischen Begriff der Wahrheit, en Besinnung auf
das Neue Testament. Exegetische Aufsätze und Vorträge 2, Freiburg, Basel, Wien 1959, 272.
[25] Cf. S. Th. III, q. 55, a. 2, ad 1.
[26] Sermo 229/L, 2: PLS 2, 576: «Tangere autem corde, hoc est credere».
[27] Cf. Carta enc.
Fides et ratio (14 septiembre 1998): ASS (1999), 61-62.
[28] Cf. Confessiones, VIII, 12, 29: PL 32, 762.
[29] De Trinitate, XV, 11, 20: PL 42, 1071: «Verbum quod intus lucet».
[30] Cf. De civitate Dei, XXII, 30, 5: PL 41, 804.
[31] Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Decl.
Dominus Iesus (6 agosto 2000), 15: AAS 92 (2000), 756.
[32] Demonstratio apostolicae praedicationis, 24:SC 406, 117.
[33] Cf. Buenaventura, Breviloquium, Prol.: Opera Omnia, V, Quaracchi 1891, p. 201; In I Sent., proem., q. 1, resp.: Opera Omnia, I, Quaracchi 1891, p. 7; Tomás de Aquino, S. Th. I, q. 1.
[34] Cf. De Baptismo, 20, 5: CCL I, 295.
[35] Const. dogm.
Dei Verbum, sobre la divina revelación, 8.
[36] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const.
Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, 59.
[37] Cf. Epistula Barnabae, 11, 5: SC 172, 162.
[38] Cf. De nuptiis et concupiscentia, I, 4, 5:PL 44,413: «Habent quippe intentionem generandi regenerandos,
ut qui ex eis saeculi filii nascuntur in Dei filios renascantur».
[39] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.
Dei Verbum, sobre la divina revelación, 8.
[40] In nativitate Domini sermo 4, 6: SC 22, 110.
[41] Cf. Ireneo, Adversus haereses, I, 10, 2: SC 264, 160.
[42] Cf. ibíd., II, 27, 1: SC 294, 264.
[43] Cf. Agustín, De sancta virginitate, 48, 48:PL 40, 424-425: «Servatur et in fide inviolata quaedam castitas
virginalis, qua Ecclesia uni viro virgo casta cooptatur».
[44] Cf. An Essay on the Development of Christian Doctrine, Uniform Edition: Longmans, Green and Company, London, 1868-1881, 185-189.
[45] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.
Dei Verbum, sobre la divina revelación, 10.
[46] Orígenes, Contra Celsum, IV, 75: SC 136, 372.
[47] Ibíd., 85: SC 136, 394.
[48] «Choruses from The Rock», en The Collected Poems and Plays 1909-1950, New York 1980, 106.
[49] Cf. Dialogus cum Tryphone Iudaeo, 100, 5: PG 6, 710.
[50] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.
Lumen gentium, sobre la Iglesia, 58.