EXHORTACIÓN APOSTÓLICA
FAMILIARIS CONSORTIO
DE SU SANTIDAD
JUAN PABLO II
AL EPISCOPADO,
AL CLERO Y A LOS FIELES
DE TODA LA IGLESIA
SOBRE LA MISIÓN
DE LA FAMILIA CRISTIANA
EN EL MUNDO ACTUAL
INTRODUCCIÓN
La Iglesia al servicio de la familia
1. La familia, en los tiempos modernos, ha sufrido quizá
como ninguna otra institución, la acometida de las
transformaciones amplias, profundas y rápidas de la sociedad
y de la cultura. Muchas familias viven esta situación
permaneciendo fieles a los valores que constituyen el
fundamento de la institución familiar. Otras se sienten
inciertas y desanimadas de cara a su cometido, e incluso en
estado de duda o de ignorancia respecto al significado
último y a la verdad de la vida conyugal y familiar. Otras,
en fin, a causa de diferentes situaciones de injusticia se
ven impedidas para realizar sus derechos fundamentales.
La Iglesia, consciente de que el matrimonio y la familia
constituyen uno de los bienes más preciosos de la humanidad,
quiere hacer sentir su voz y ofrecer su ayuda a todo aquel
que, conociendo ya el valor del matrimonio y de la familia,
trata de vivirlo fielmente; a todo aquel que, en medio de la
incertidumbre o de la ansiedad, busca la verdad y a todo
aquel que se ve injustamente impedido para vivir con
libertad el propio proyecto familiar. Sosteniendo a los
primeros, iluminando a los segundos y ayudando a los demás,
la Iglesia ofrece su servicio a todo hombre preocupado por
los destinos del matrimonio y de la familia
[1].
De manera especial se dirige a los jóvenes que están para
emprender su camino hacia el matrimonio y la familia, con el
fin de abrirles nuevos horizontes, ayudándoles a descubrir
la belleza y la grandeza de la vocación al amor y al
servicio de la vida.
El Sínodo de 1980 continuación de los Sínodos
anteriores
2. Una señal de este profundo interés de la Iglesia por
la familia ha sido el último Sínodo de los Obispos,
celebrado en Roma del 26 de septiembre al 25 de octubre de
1980. Fue continuación natural de los anteriores
[2].
En efecto, la familia cristiana es la primera comunidad
llamada a anunciar el Evangelio a la persona humana en
desarrollo y a conducirla a la plena madurez humana y
cristiana, mediante una progresiva educación y catequesis.
Es más, el reciente Sínodo conecta idealmente, en cierto
sentido, con el que abordó el tema del sacerdocio
ministerial y de la justicia en el mundo contemporáneo.
Efectivamente, en cuanto comunidad educativa, la familia
debe ayudar al hombre a discernir la propia vocación y a
poner todo el empeño necesario en orden a una mayor
justicia, formándolo desde el principio para unas relaciones
interpersonales ricas en justicia y amor.
Los Padres Sinodales, al concluir su Asamblea, me
presentaron una larga lista de propuestas, en las que
recogían los frutos de las reflexiones hechas durante las
intensas jornadas de trabajo, a la vez que me pedían, con
voto unánime, que me hiciera intérprete ante la humanidad de
la viva solicitud de la Iglesia en favor de la familia,
dando oportunas indicaciones para un renovado empeño
pastoral en este sector fundamental de la vida humana y
eclesial.
Al recoger tal deseo mediante la presente Exhortación,
como una actuación peculiar del ministerio apostólico que se
me ha encomendado, quiero expresar mi gratitud a todos los
miembros del Sínodo por la preciosa contribución en doctrina
y experiencia que han ofrecido, sobre todo con sus
«propositiones», cuyo texto he confiado al Pontificio
Consejo para la Familia, disponiendo que haga un estudio
profundo de las mismas, a fin de valorizar todos los
aspectos de las riquezas allí contenidas.
El bien precioso del matrimonio y de la familia
3. La Iglesia, iluminada por la fe, que le da a conocer
toda la verdad acerca del bien precioso del matrimonio y de
la familia y acerca de sus significados más profundos,
siente una vez más el deber de anunciar el Evangelio, esto
es, la «buena nueva», a todos indistintamente, en particular
a aquellos que son llamados al matrimonio y se preparan para
él, a todos los esposos y padres del mundo.
Está íntimamente convencida de que sólo con la aceptación
del Evangelio se realiza de manera plena toda esperanza
puesta legítimamente en el matrimonio y en la familia.
Queridos por Dios con la misma creación
[3],
matrimonio y familia están internamente ordenados a
realizarse en Cristo
[4]
y tienen necesidad de su gracia para ser curados de las
heridas del pecado
[5]
y ser devueltos «a su principio»
[6],
es decir, al conocimiento pleno y a la realización integral
del designio de Dios.
En un momento histórico en que la familia es objeto de
muchas fuerzas que tratan de destruirla o deformarla, la
Iglesia, consciente de que el bien de la sociedad y de sí
misma está profundamente vinculado al bien de la familia
[7],
siente de manera más viva y acuciante su misión de proclamar
a todos el designio de Dios sobre el matrimonio y la
familia, asegurando su plena vitalidad, así como su
promoción humana y cristiana, contribuyendo de este modo a
la renovación de la sociedad y del mismo Pueblo de Dios.
Necesidad de conocer la situación
4. Dado que los designios de Dios sobre el matrimonio y
la familia afectan al hombre y a la mujer en su concreta
existencia cotidiana, en determinadas situaciones sociales y
culturales, la Iglesia, para cumplir su servicio, debe
esforzarse por conocer el contexto dentro del cual
matrimonio y familia se realizan hoy
[8].
Este conocimiento constituye consiguientemente una
exigencia imprescindible de la tarea evangelizadora. En
efecto, es a las familias de nuestro tiempo a las que la
Iglesia debe llevar el inmutable y siempre nuevo Evangelio
de Jesucristo; y son a su vez las familias, implicadas en
las presentes condiciones del mundo, las que están llamadas
a acoger y a vivir el proyecto de Dios sobre ellas. Es más,
las exigencias y llamadas del Espíritu Santo resuenan
también en los acontecimientos mismos de la historia, y por
tanto la Iglesia puede ser guiada a una comprensión más
profunda del inagotable misterio del matrimonio y de la
familia, incluso por las situaciones, interrogantes, ansias
y esperanzas de los jóvenes, de los esposos y de los padres
de hoy
[9].
A esto hay que añadir una ulterior reflexión de especial
importancia en los tiempos actuales. No raras veces al
hombre y a la mujer de hoy día, que están en búsqueda
sincera y profunda de una respuesta a los problemas
cotidianos y graves de su vida matrimonial y familiar, se
les ofrecen perspectivas y propuestas seductoras, pero que
en diversa medida comprometen la verdad y la dignidad de la
persona humana. Se trata de un ofrecimiento sostenido con
frecuencia por una potente y capilar organización de los
medios de comunicación social que ponen sutilmente en
peligro la libertad y la capacidad de juzgar con
objetividad.
Muchos son conscientes de este peligro que corre la
persona humana y trabajan en favor de la verdad. La Iglesia,
con su discernimiento evangélico, se une a ellos, poniendo a
disposición su propio servicio a la verdad, libertad y
dignidad de todo hombre y mujer.
Discernimiento evangélico
5. El discernimiento hecho por la Iglesia se convierte en
el ofrecimiento de una orientación, a fin de que se salve y
realice la verdad y la dignidad plena del matrimonio y de la
familia.
Tal discernimiento se lleva a cabo con el sentido de la
fe
[10]
que es un don participado por el Espíritu Santo a todos los
fieles
[11].
Es por tanto obra de toda la Iglesia, según la diversidad de
los diferentes dones y carismas que junto y según la
responsabilidad propia de cada uno, cooperan para un más
hondo conocimiento y actuación de la Palabra de Dios. La
Iglesia, consiguientemente, no lleva a cabo el propio
discernimiento evangélico únicamente por medio de los
Pastores, quienes enseñan en nombre y con el poder de
Cristo, sino también por medio de los seglares: Cristo «los
constituye sus testigos y les dota del sentido de la fe y de
la gracia de la palabra (cfr. Act 2, 17-18; Ap
19, 10) para que la virtud del evangelio brille en la vida
diaria familiar y social»
[12].
Más aún, los seglares por razón de su vocación particular
tienen el cometido específico de interpretar a la luz de
Cristo la historia de este mundo, en cuanto que están
llamados a iluminar y ordenar todas las realidades
temporales según el designio de Dios Creador y Redentor.
El «sentido sobrenatural de la fe»
[13]
no consiste sin embargo única o necesariamente en el
consentimiento de los fieles. La Iglesia, siguiendo a
Cristo, busca la verdad que no siempre coincide con la
opinión de la mayoría. Escucha a la conciencia y no al
poder, en lo cual defiende a los pobres y despreciados. La
Iglesia puede recurrir también a la investigación
sociológica y estadística, cuando se revele útil para captar
el contexto histórico dentro del cual la acción pastoral
debe desarrollarse y para conocer mejor la verdad; no
obstante tal investigación por sí sola no debe considerarse,
sin más, expresión del sentido de la fe.
Dado que es cometido del ministerio apostólico asegurar
la permanencia de la Iglesia en la verdad de Cristo e
introducirla en ella cada vez más profundamente, los
Pastores deben promover el sentido de la fe en todos los
fieles, valorar y juzgar con autoridad la autenticidad de
sus expresiones, educar a los creyentes para un
discernimiento evangélico cada vez más maduro
[14].
Para hacer un auténtico discernimiento evangélico en las
diversas situaciones y culturas en que el hombre y la mujer
viven su matrimonio y su vida familiar, los esposos y padres
cristianos pueden y deben ofrecer su propia e insustituible
contribución. A este cometido les habilita su carisma y don
propio, el don del sacramento del matrimonio
[15].
Situación de la familia en el mundo de hoy
6. La situación en que se halla la familia presenta
aspectos positivos y aspectos negativos: signo, los unos, de
la salvación de Cristo operante en el mundo; signo, los
otros, del rechazo que el hombre opone al amor de Dios.
En efecto, por una parte existe una conciencia más viva
de la libertad personal y una mayor atención a la calidad de
las relaciones interpersonales en el matrimonio, a la
promoción de la dignidad de la mujer, a la procreación
responsable, a la educación de los hijos; se tiene además
conciencia de la necesidad de desarrollar relaciones entre
las familias, en orden a una ayuda recíproca espiritual y
material, al conocimiento de la misión eclesial propia de la
familia, a su responsabilidad en la construcción de una
sociedad más justa. Por otra parte no faltan, sin embargo,
signos de preocupante degradación de algunos valores
fundamentales: una equivocada concepción teórica y práctica
de la independencia de los cónyuges entre sí; las graves
ambigüedades acerca de la relación de autoridad entre padres
e hijos; las dificultades concretas que con frecuencia
experimenta la familia en la transmisión de los valores; el
número cada vez mayor de divorcios, la plaga del aborto, el
recurso cada vez más frecuente a la esterilización, la
instauración de una verdadera y propia mentalidad
anticoncepcional.
En la base de estos fenómenos negativos está muchas veces
una corrupción de la idea y de la experiencia de la
libertad, concebida no como la capacidad de realizar la
verdad del proyecto de Dios sobre el matrimonio y la
familia, sino como una fuerza autónoma de autoafirmación, no
raramente contra los demás, en orden al propio bienestar
egoísta.
Merece también nuestra atención el hecho de que en los
países del llamado Tercer Mundo a las familias les faltan
muchas veces bien sea los medios fundamentales para la
supervivencia como son el alimento, el trabajo, la vivienda,
las medicinas, bien sea las libertades más elementales. En
cambio, en los países más ricos, el excesivo bienestar y la
mentalidad consumista, paradójicamente unida a una cierta
angustia e incertidumbre ante el futuro, quitan a los
esposos la generosidad y la valentía para suscitar nuevas
vidas humanas; y así la vida en muchas ocasiones no se ve ya
como una bendición, sino como un peligro del que hay que
defenderse.
La situación histórica en que vive la familia se presenta
pues como un conjunto de luces y sombras.
Esto revela que la historia no es simplemente un progreso
necesario hacia lo mejor, sino más bien un acontecimiento de
libertad, más aún, un combate entre libertades que se oponen
entre sí, es decir, según la conocida expresión de san
Agustín, un conflicto entre dos amores: el amor de Dios
llevado hasta el desprecio de sí, y el amor de sí mismo
llevado hasta el desprecio de Dios
[16].
Se sigue de ahí que solamente la educación en el amor
enraizado en la fe puede conducir a adquirir la capacidad de
interpretar los «signos de los tiempos», que son la
expresión histórica de este doble amor.
Influjo de la situación en la conciencia de los
fieles
7. Viviendo en un mundo así, bajo las presiones derivadas
sobre todo de los medios de comunicación social, los fieles
no siempre han sabido ni saben mantenerse inmunes del
oscurecerse de los valores fundamentales y colocarse como
conciencia crítica de esta cultura familiar y como sujetos
activos de la construcción de un auténtico humanismo
familiar.
Entre los signos más preocupantes de este fenómeno, los
Padres Sinodales han señalado en particular la facilidad del
divorcio y del recurso a una nueva unión por parte de los
mismos fieles; la aceptación del matrimonio puramente civil,
en contradicción con la vocación de los bautizados a
«desposarse en el Señor»; la celebración del matrimonio
sacramento no movidos por una fe viva, sino por otros
motivos; el rechazo de las normas morales que guían y
promueven el ejercicio humano y cristiano de la sexualidad
dentro del matrimonio.
Nuestra época tiene necesidad de sabiduría
8. Se plantea así a toda la Iglesia el deber de una
reflexión y de un compromiso profundos, para que la nueva
cultura que está emergiendo sea íntimamente evangelizada, se
reconozcan los verdaderos valores, se defiendan los derechos
del hombre y de la mujer y se promueva la justicia en las
estructuras mismas de la sociedad. De este modo el «nuevo
humanismo» no apartará a los hombres de su relación con
Dios, sino que los conducirá a ella de manera más plena.
En la construcción de tal humanismo, la ciencia y sus
aplicaciones técnicas ofrecen nuevas e inmensas
posibilidades. Sin embargo, la ciencia, como consecuencia de
las opciones politicas que deciden su dirección de
investigación y sus aplicaciones, se usa a menudo contra su
significado original, la promoción de la persona humana. Se
hace pues necesario recuperar por parte de todos la
conciencia de la primacía de los valores morales, que son
los valores de la persona humana en cuanto tal. Volver a
comprender el sentido último de la vida y de sus valores
fundamentales es el gran e importante cometido que se impone
hoy día para la renovación de la sociedad. Sólo la
conciencia de la primacía de éstos permite un uso de las
inmensas posibilidades, puestas en manos del hombre por la
ciencia; un uso verdaderamente orientado como fin a la
promoción de la persona humana en toda su verdad, en su
libertad y dignidad. La ciencia está llamada a ser aliada de
la sabiduría.
Por tanto se pueden aplicar también a los problemas de la
familia las palabras del Concilio Vaticano II: «Nuestra
época, más que ninguna otra, tiene necesidad de esta
sabiduría para humanizar todos los nuevos descubrimientos de
la humanidad. El destino futuro del mundo corre peligro si
no se forman hombres más instruidos en esta sabiduría»
[17].
La educación de la conciencia moral que hace a todo
hombre capaz de juzgar y de discernir los modos adecuados
para realizarse según su verdad original, se convierte así
en una exigencia prioritaria e irrenunciable.
Es la alianza con la Sabiduría divina la que debe ser más
profundamente reconstituida en la cultura actual. De tal
Sabiduría todo hombre ha sido hecho partícipe por el mismo
gesto creador de Dios. Y es únicamente en la fidelidad a
esta alianza como las familias de hoy estarán en condiciones
de influir positivamente en la construcción de un mundo más
justo y fraterno.
Gradualidad y conversión
9. A la injusticia originada por el pecado —que ha
penetrado profundamente también en las estructuras del mundo
de hoy— y que con frecuencia pone obstáculos a la familia en
la plena realización de sí misma y de sus derechos
fundamentales, debemos oponernos todos con una conversión de
la mente y del corazón, siguiendo a Cristo Crucificado en la
renuncia al propio egoísmo: semejante conversión no podrá
dejar de ejercer una influencia beneficiosa y renovadora
incluso en las estructuras de la sociedad.
Se pide una conversión continua, permanente, que, aunque
exija el alejamiento interior de todo mal y la adhesión al
bien en su plenitud, se actúa sin embargo concretamente con
pasos que conducen cada vez más lejos. Se desarrolla así un
proceso dinámico, que avanza gradualmente con la progresiva
integración de los dones de Dios y de las exigencias de su
amor definitivo y absoluto en toda la vida personal y social
del hombre. Por esto es necesario un camino pedagógico de
crecimiento con el fin de que los fieles, las familias y los
pueblos, es más, la misma civilización, partiendo de lo que
han recibido ya del misterio de Cristo, sean conducidos
pacientemente más allá hasta llegar a un conocimiento más
rico y a una integración más plena de este misterio en su
vida.
Inculturación
10. Está en conformidad con la tradición constante de la
Iglesia el aceptar de las culturas de los pueblos, todo
aquello que está en condiciones de expresar mejor las
inagotables riquezas de Cristo
[18].
Sólo con el concurso de todas las culturas, tales riquezas
podrán manifestarse cada vez más claramente y la Iglesia
podrá caminar hacia un conocimiento cada día más completo y
profundo de la verdad, que le ha sido dada ya enteramente
por su Señor.
Teniendo presente el doble principio de la compatibilidad
con el Evangelio de las varias culturas a asumir y de la
comunión con la Iglesia Universal se deberá proseguir en el
estudio, en especial por parte de las Conferencias
Episcopales y de los Dicasterios competentes de la Curia
Romana, y en el empeño pastoral para que esta
«inculturación» de la fe cristiana se lleve a cabo cada vez
más ampliamente, también en el ámbito del matrimonio y de la
familia.
Es mediante la «inculturación» como se camina hacia la
reconstitución plena de la alianza con la Sabiduría de Dios
que es Cristo mismo. La Iglesia entera quedará enriquecida
también por aquellas culturas que, aun privadas de
tecnología, abundan en sabiduría humana y están vivificadas
por profundos valores morales.
Para que sea clara la meta y, consiguientemente, quede
indicado con seguridad el camino, el Sínodo justamente ha
considerado a fondo en primer lugar el proyecto original de
Dios acerca del matrimonio y de la familia: ha querido
«volver al principio», siguiendo las enseñanzas de Cristo
[19].
El hombre imagen de Dios Amor
11. Dios ha creado al hombre a su imagen y semejanza
[20]:
llamándolo a la existencia por amor, lo ha llamado al
mismo tiempo al amor.
Dios es amor
[21]
y vive en sí mismo un misterio de comunión personal de amor.
Creándola a su imagen y conservándola continuamente en el
ser, Dios inscribe en la humanidad del hombre y de la mujer
la vocación y consiguientemente la capacidad y la
responsabilidad del amor y de la comunión
[22].
El amor es por tanto la vocación fundamental e innata de
todo ser humano.
En cuanto espíritu encarnado, es decir, alma que se
expresa en el cuerpo informado por un espíritu inmortal, el
hombre está llamado al amor en esta su totalidad unificada.
El amor abarca también el cuerpo humano y el cuerpo se hace
partícipe del amor espiritual.
La Revelación cristiana conoce dos modos específicos de
realizar integralmente la vocación de la persona humana al
amor: el Matrimonio y la Virginidad. Tanto el uno como la
otra, en su forma propia, son una concretización de la
verdad más profunda del hombre, de su «ser imagen de Dios».
En consecuencia, la sexualidad, mediante la cual el
hombre y la mujer se dan uno a otro con los actos propios y
exclusivos de los esposos, no es algo puramente biológico,
sino que afecta al núcleo íntimo de la persona humana en
cuanto tal. Ella se realiza de modo verdaderamente humano,
solamente cuando es parte integral del amor con el que el
hombre y la mujer se comprometen totalmente entre sí hasta
la muerte. La donación física total sería un engaño si no
fuese signo y fruto de una donación en la que está presente
toda la persona, incluso en su dimensión temporal; si la
persona se reservase algo o la posibilidad de decidir de
otra manera en orden al futuro, ya no se donaría totalmente.
Esta totalidad, exigida por el amor conyugal, corresponde
también con las exigencias de una fecundidad responsable, la
cual, orientada a engendrar una persona humana, supera por
su naturaleza el orden puramente biológico y toca una serie
de valores personales, para cuyo crecimiento armonioso es
necesaria la contribución perdurable y concorde de los
padres.
El único «lugar» que hace posible esta donación total es
el matrimonio, es decir, el pacto de amor conyugal o
elección consciente y libre, con la que el hombre y la mujer
aceptan la comunidad íntima de vida y amor, querida por Dios
mismo
[23],
que sólo bajo esta luz manifiesta su verdadero significado.
La institución matrimonial no es una ingerencia indebida de
la sociedad o de la autoridad ni la imposición intrínseca de
una forma, sino exigencia interior del pacto de amor
conyugal que se confirma públicamente como único y
exclusivo, para que sea vivida así la plena fidelidad al
designio de Dios Creador. Esta fidelidad, lejos de rebajar
la libertad de la persona, la defiende contra el
subjetivismo y relativismo, y la hace partícipe de la
Sabiduría creadora.
Matrimonio y comunión entre Dios y los hombres
12. La comunión de amor entre Dios y los hombres,
contenido fundamental de la Revelación y de la experiencia
de fe de Israel, encuentra una significativa expresión en la
alianza esponsal que se establece entre el hombre y la
mujer.
Por esta razón, la palabra central de la Revelación,
«Dios ama a su pueblo», es pronunciada a través de las
palabras vivas y concretas con que el hombre y la mujer se
declaran su amor conyugal.
Su vínculo de amor se convierte en imagen y símbolo de la
Alianza que une a Dios con su pueblo
[24].
El mismo pecado que puede atentar contra el pacto conyugal
se convierte en imagen de la infidelidad del pueblo a su
Dios: la idolatría es prostitución
[25],
la infidelidad es adulterio, la desobediencia a la ley es
abandono del amor esponsal del Señor. Pero la infidelidad de
Israel no destruye la fidelidad eterna del Señor y por tanto
el amor siempre fiel de Dios se pone como ejemplo de las
relaciones de amor fiel que deben existir entre los esposos
[26].
Jesucristo, esposo de la Iglesia, y el sacramento
del matrimonio
13. La comunión entre Dios y los hombres halla su
cumplimiento definitivo en Cristo Jesús, el Esposo que ama y
se da como Salvador de la humanidad, uniéndola a sí como su
cuerpo.
Él revela la verdad original del matrimonio, la verdad
del «principio»
[27]
y, liberando al hombre de la dureza del corazón, lo hace
capaz de realizarla plenamente.
Esta revelación alcanza su plenitud definitiva en el don
de amor que el Verbo de Dios hace a la humanidad asumiendo
la naturaleza humana, y en el sacrificio que Jesucristo hace
de sí mismo en la cruz por su Esposa, la Iglesia. En este
sacrificio se desvela enteramente el designio que Dios ha
impreso en la humanidad del hombre y de la mujer desde su
creación
[28];
el matrimonio de los bautizados se convierte así en el
símbolo real de la nueva y eterna Alianza, sancionada con la
sangre de Cristo. El Espíritu que infunde el Señor renueva
el corazón y hace al hombre y a la mujer capaces de amarse
como Cristo nos amó. El amor conyugal alcanza de este modo
la plenitud a la que está ordenado interiormente, la caridad
conyugal, que es el modo propio y específico con que los
esposos participan y están llamados a vivir la misma caridad
de Cristo que se dona sobre la cruz.
En una página justamente famosa, Tertuliano ha expresado
acertadamente la grandeza y belleza de esta vida conyugal en
Cristo: «¿Cómo lograré exponer la felicidad de ese
matrimonio que la Iglesia favorece, que la ofrenda
eucarística refuerza, que la bendición sella, que los
ángeles anuncian y que el Padre ratifica? ... ¡Qué yugo el
de los dos fieles unidos en una sola esperanza, en un solo
propósito, en una sola observancia, en una sola servidumbre!
Ambos son hermanos y los dos sirven juntos; no hay división
ni en la carne ni en el espíritu. Al contrario, son
verdaderamente dos en una sola carne y donde la carne es
única, único es el espíritu»
[29].
La Iglesia, acogiendo y meditando fielmente la Palabra de
Dios, ha enseñado solemnemente y enseña que el matrimonio de
los bautizados es uno de los siete sacramentos de la Nueva
Alianza
[30].
En efecto, mediante el bautismo, el hombre y la mujer son
inseridos definitivamente en la Nueva y Eterna Alianza, en
la Alianza esponsal de Cristo con la Iglesia. Y debido a
esta inserción indestructible, la comunidad íntima de vida y
de amor conyugal, fundada por el Creador
[31],
es elevada y asumida en la caridad esponsal de Cristo,
sostenida y enriquecida por su fuerza redentora.
En virtud de la sacramentalidad de su matrimonio, los
esposos quedan vinculados uno a otro de la manera más
profundamente indisoluble. Su recíproca pertenencia es
representación real, mediante el signo sacramental, de la
misma relación de Cristo con la Iglesia.
Los esposos son por tanto el recuerdo permanente, para la
Iglesia, de lo que acaeció en la cruz; son el uno para el
otro y para los hijos, testigos de la salvación, de la que
el sacramento les hace partícipes. De este acontecimiento de
salvación el matrimonio, como todo sacramento, es memorial,
actualización y profecía; «en cuanto memorial, el sacramento
les da la gracia y el deber de recordar las obras grandes de
Dios, así como de dar testimonio de ellas ante los hijos; en
cuanto actualización les da la gracia y el deber de poner
por obra en el presente, el uno hacia el otro y hacia los
hijos, las exigencias de un amor que perdona y que redime;
en cuanto profecía les da la gracia y el deber de vivir y de
testimoniar la esperanza del futuro encuentro con Cristo»
[32].
Al igual que cada uno de los siete sacramentos, el
matrimonio es también un símbolo real del acontecimiento de
la salvación, pero de modo propio. «Los esposos participan
en cuanto esposos, los dos, como pareja, hasta tal punto que
el efecto primario e inmediato del matrimonio (res et
sacramentum) no es la gracia sobrenatural misma, sino el
vínculo conyugal cristiano, una comunión en dos típicamente
cristiana, porque representa el misterio de la Encarnación
de Cristo y su misterio de Alianza. El contenido de la
participación en la vida de Cristo es también específico: el
amor conyugal comporta una totalidad en la que entran todos
los elementos de la persona —reclamo del cuerpo y del
instinto, fuerza del sentimiento y de la afectividad,
aspiración del espíritu y de la voluntad—; mira a una unidad
profundamente personal que, más allá de la unión en una sola
carne, conduce a no hacer más que un solo corazón y una sola
alma; exige la indisolubilidad y fidelidad de la donación
reciproca definitiva y se abre a la fecundidad (cfr.
Humanae vitae, 9). En una palabra, se trata
de características normales de todo amor conyugal natural,
pero con un significado nuevo que no sólo las purifica y
consolida, sino que las eleva hasta el punto de hacer de
ellas la expresión de valores propiamente cristianos»
[33].
Los hijos, don preciosísimo del matrimonio
14. Según el designio de Dios, el matrimonio es el
fundamento de la comunidad más amplia de la familia, ya que
la institución misma del matrimonio y el amor conyugal están
ordenados a la procreación y educación de la prole, en la
que encuentran su coronación
[34].
En su realidad más profunda, el amor es esencialmente don
y el amor conyugal, a la vez que conduce a los esposos al
recíproco «conocimiento» que les hace «una sola carne»
[35],
no se agota dentro de la pareja, ya que los hace capaces de
la máxima donación posible, por la cual se convierten en
cooperadores de Dios en el don de la vida a una nueva
persona humana. De este modo los cónyuges, a la vez que se
dan entre sí, dan más allá de sí mismos la realidad del
hijo, reflejo viviente de su amor, signo permanente de la
unidad conyugal y síntesis viva e inseparable del padre y de
la madre.
Al hacerse padres, los esposos reciben de Dios el don de
una nueva responsabilidad. Su amor paterno está llamado a
ser para los hijos el signo visible del mismo amor de Dios,
«del que proviene toda paternidad en el cielo y en la
tierra»
[36].
Sin embargo, no se debe olvidar que incluso cuando la
procreación no es posible, no por esto pierde su valor la
vida conyugal. La esterilidad física, en efecto, puede dar
ocasión a los esposos para otros servicios importantes a la
vida de la persona humana, como por ejemplo la adopción, la
diversas formas de obras educativas, la ayuda a otras
familias, a los niños pobres o minusválidos.
La familia, comunión de personas
15. En el matrimonio y en la familia se constituye un
conjunto de relaciones interpersonales —relación conyugal,
paternidad-maternidad, filiación, fraternidad— mediante las
cuales toda persona humana queda introducida en la «familia
humana» y en la «familia de Dios», que es la Iglesia.
El matrimonio y la familia cristiana edifican la Iglesia;
en efecto, dentro de la familia la persona humana no sólo es
engendrada y progresivamente introducida, mediante la
educación, en la comunidad humana, sino que mediante la
regeneración por el bautismo y la educación en la fe, es
introducida también en la familia de Dios, que es la
Iglesia.
La familia humana, disgregada por el pecado, queda
reconstituida en su unidad por la fuerza redentora de la
muerte y resurrección de Cristo
[37].
El matrimonio cristiano, partícipe de la eficacia salvífica
de este acontecimiento, constituye el lugar natural dentro
del cual se lleva a cabo la inserción de la persona humana
en la gran familia de la Iglesia.
El mandato de crecer y multiplicarse, dado al principio
al hombre y a la mujer, alcanza de este modo su verdad y
realización plenas.
La Iglesia encuentra así en la familia, nacida del
sacramento, su cuna y el lugar donde puede actuar la propia
inserción en las generaciones humanas, y éstas, a su vez, en
la Iglesia.
Matrimonio y virginidad
16. La virginidad y el celibato por el Reino de Dios no
sólo no contradicen la dignidad del matrimonio, sino que la
presuponen y la confirman. El matrimonio y la virginidad son
dos modos de expresar y de vivir el único Misterio de la
Alianza de Dios con su pueblo. Cuando no se estima el
matrimonio, no puede existir tampoco la virginidad
consagrada; cuando la sexualidad humana no se considera un
gran valor donado por el Creador, pierde significado la
renuncia por el Reino de los cielos.
En efecto, dice acertadamente San Juan Crisóstomo: «Quien
condena el matrimonio, priva también la virginidad de su
gloria; en cambio, quien lo alaba, hace la virginidad más
admirable y luminosa. Lo que aparece un bien solamente en
comparación con un mal, no es un gran bien; pero lo que es
mejor aún que bienes por todos considerados tales, es
ciertamente un bien en grado superlativo»
[38].
En la virginidad el hombre está a la espera, incluso
corporalmente, de las bodas escatológicas de Cristo con la
Iglesia, dándose totalmente a la Iglesia con la esperanza de
que Cristo se dé a ésta en la plena verdad de la vida
eterna. La persona virgen anticipa así en su carne el mundo
nuevo de la resurrección futura
[39].
En virtud de este testimonio, la virginidad mantiene viva
en la Iglesia la conciencia del misterio del matrimonio y lo
defiende de toda reducción y empobrecimiento.
Haciendo libre de modo especial el corazón del hombre
[40],
«hasta encenderlo mayormente de caridad hacia Dios y hacia
todos los hombres»
[41],
la virginidad testimonia que el Reino de Dios y su justicia
son la perla preciosa que se debe preferir a cualquier otro
valor aunque sea grande, es más, que hay que buscarlo como
el único valor definitivo. Por esto, la Iglesia, durante
toda su historia, ha defendido siempre la superioridad de
este carisma frente al del matrimonio, por razón del vínculo
singular que tiene con el Reino de Dios
[42].
Aun habiendo renunciado a la fecundidad física, la
persona virgen se hace espiritualmente fecunda, padre y
madre de muchos, cooperando a la realización de la familia
según el designio de Dios.
Los esposos cristianos tienen pues el derecho de esperar
de las personas vírgenes el buen ejemplo y el testimonio de
la fidelidad a su vocación hasta la muerte. Así como para
los esposos la fidelidad se hace a veces difícil y exige
sacrificio, mortificación y renuncia de sí, así también
puede ocurrir a las personas vírgenes. La fidelidad de éstas
incluso ante eventuales pruebas, debe edificar la fidelidad
de aquéllos
[43].
Estas reflexiones sobre la virginidad pueden iluminar y
ayudar a aquellos que por motivos independientes de su
voluntad no han podido casarse y han aceptado posteriormente
su situación en espíritu de servicio.
¡Familia, sé lo que eres!
17. En el designio de Dios Creador y Redentor la familia
descubre no sólo su «identidad», lo que «es», sino también
su «misión», lo que puede y debe «hacer». El cometido, que
ella por vocación de Dios está llamada a desempeñar en la
historia, brota de su mismo ser y representa su desarrollo
dinámico y existencial. Toda familia descubre y encuentra en
sí misma la llamada imborrable, que define a la vez su
dignidad y su responsabilidad: familia, ¡«sé» lo que «eres»!
Remontarse al «principio» del gesto creador de Dios es
una necesidad para la familia, si quiere conocerse y
realizarse según la verdad interior no sólo de su ser, sino
también de su actuación histórica. Y dado que, según el
designio divino, está constituida como «íntima comunidad de
vida y de amor»
[44],
la familia tiene la misión de ser cada vez más lo que es, es
decir, comunidad de vida y amor, en una tensión que, al
igual que para toda realidad creada y redimida, hallará su
cumplimiento en el Reino de Dios. En una perspectiva que
además llega a las raíces mismas de la realidad, hay que
decir que la esencia y el cometido de la familia son
definidos en última instancia por el amor. Por esto la
familia recibe la misión de custodiar, revelar y
comunicar el amor, como reflejo vivo y participación
real del amor de Dios por la humanidad y del amor de Cristo
Señor por la Iglesia su esposa.
Todo cometido particular de la familia es la expresión y
la actuación concreta de tal misión fundamental. Es
necesario por tanto penetrar más a fondo en la singular
riqueza de la misión de la familia y sondear sus múltiples y
unitarios contenidos.
En este sentido, partiendo del amor y en constante
referencia a él, el reciente Sínodo ha puesto de relieve
cuatro cometidos generales de la familia:
1) formación de una comunidad de personas;
2) servicio a la vida;
3) participación en el desarrollo de la sociedad;
4) participación en la vida y misión de la Iglesia.
I - FORMACIÓN DE UNA COMUNIDAD DE PERSONAS
El amor, principio y fuerza de la comunión
18. La familia, fundada y vivificada por el amor, es una
comunidad de personas: del hombre y de la mujer esposos, de
los padres y de los hijos, de los parientes. Su primer
cometido es el de vivir fielmente la realidad de la comunión
con el empeño constante de desarrollar una auténtica
comunidad de personas.
El principio interior, la fuerza permanente y la meta
última de tal cometido es el amor: así como sin el amor la
familia no es una comunidad de personas, así también sin
el amor la familia no puede vivir, crecer y perfeccionarse
como comunidad de personas. Cuanto he escrito en la
encíclica
Redemptor hominis encuentra su originalidad y
aplicación privilegiada precisamente en la familia en cuanto
tal: «El hombre no puede vivir sin amor. Permanece para sí
mismo un ser incomprensible, su vida está privada de
sentido, si no le es revelado el amor, si no se encuentra
con el amor, si no lo experimenta y no lo hace propio, si no
participa en él vivamente»
[45].
El amor entre el hombre y la mujer en el matrimonio y, de
forma derivada y más amplia, el amor entre los miembros de
la misma familia —entre padres e hijos, entre hermanos y
hermanas, entre parientes y familiares— está animado e
impulsado por un dinamismo interior e incesante que conduce
la familia a una comunión cada vez más profunda e
intensa, fundamento y alma de la comunidad conyugal y
familiar.
Unidad indivisible de la comunión conyugal
19. La comunión primera es la que se instaura y se
desarrolla entre los cónyuges; en virtud del pacto de amor
conyugal, el hombre y la mujer «no son ya dos, sino una sola
carne»
[46]
y están llamados a crecer continuamente en su comunión a
través de la fidelidad cotidiana a la promesa matrimonial de
la recíproca donación total.
Esta comunión conyugal hunde sus raíces en el complemento
natural que existe entre el hombre y la mujer y se alimenta
mediante la voluntad personal de los esposos de compartir
todo su proyecto de vida, lo que tienen y lo que son; por
esto tal comunión es el fruto y el signo de una exigencia
profundamente humana. Pero, en Cristo Señor, Dios asume esta
exigencia humana, la confirma, la purifica y la eleva
conduciéndola a perfección con el sacramento del matrimonio:
el Espíritu Santo infundido en la celebración sacramental
ofrece a los esposos cristianos el don de una comunión nueva
de amor, que es imagen viva y real de la singularísima
unidad que hace de la Iglesia el indivisible Cuerpo místico
del Señor Jesús.
El don del Espíritu Santo es mandamiento de vida para los
esposos cristianos y al mismo tiempo impulso estimulante, a
fin de que cada día progresen hacia una unión cada vez más
rica entre ellos, a todos los niveles —del cuerpo, del
carácter, del corazón, de la inteligencia y voluntad, del
alma
[47]—,
revelando así a la Iglesia y al mundo la nueva comunión de
amor, donada por la gracia de Cristo.
Semejante comunión queda radicalmente contradicha por la
poligamia; ésta, en efecto, niega directamente el designio
de Dios tal como es revelado desde los orígenes, porque es
contraria a la igual dignidad personal del hombre y de la
mujer, que en el matrimonio se dan con un amor total y por
lo mismo único y exclusivo. Así lo dice el Concilio Vaticano
II: «La unidad matrimonial confirmada por el Señor aparece
de modo claro incluso por la igual dignidad personal del
hombre y de la mujer, que debe ser reconocida en el mutuo y
pleno amor»
[48].
Una comunión indisoluble
20. La comunión conyugal se caracteriza no sólo por su
unidad, sino también por su indisolubilidad: «Esta unión
íntima, en cuanto donación mutua de dos personas, lo mismo
que el bien de los hijos, exigen la plena fidelidad de los
cónyuges y reclaman su indisoluble unidad»
[49].
Es deber fundamental de la Iglesia reafirmar con fuerza
—como han hecho los Padres del Sínodo— la doctrina de la
indisolubilidad del matrimonio; a cuantos, en nuestros días,
consideran difícil o incluso imposible vincularse a una
persona por toda la vida y a cuantos son arrastrados por una
cultura que rechaza la indisolubilidad matrimonial y que se
mofa abiertamente del compromiso de los esposos a la
fidelidad, es necesario repetir el buen anuncio de la
perennidad del amor conyugal que tiene en Cristo su
fundamento y su fuerza
[50].
Enraizada en la donación personal y total de los cónyuges
y exigida por el bien de los hijos, la indisolubilidad del
matrimonio halla su verdad última en el designio que Dios ha
manifestado en su Revelación: Él quiere y da la
indisolubilidad del matrimonio como fruto, signo y exigencia
del amor absolutamente fiel que Dios tiene al hombre y que
el Señor Jesús vive hacia su Iglesia.
Cristo renueva el designio primitivo que el Creador ha
inscrito en el corazón del hombre y de la mujer, y en la
celebración del sacramento del matrimonio ofrece un «corazón
nuevo»: de este modo los cónyuges no sólo pueden superar la
«dureza de corazón»
[51],
sino que también y principalmente pueden compartir el amor
pleno y definitivo de Cristo, nueva y eterna Alianza hecha
carne. Así como el Señor Jesús es el «testigo fiel»
[52],
es el «sí» de las promesas de Dios
[53]
y consiguientemente la realización suprema de la fidelidad
incondicional con la que Dios ama a su pueblo, así también
los cónyuges cristianos están llamados a participar
realmente en la indisolubilidad irrevocable, que une a
Cristo con la Iglesia su esposa, amada por Él hasta el fin
[54].
El don del sacramento es al mismo tiempo vocación y
mandamiento para los esposos cristianos, para que
permanezcan siempre fieles entre sí, por encima de toda
prueba y dificultad, en generosa obediencia a la santa
voluntad del Señor: «lo que Dios ha unido, no lo separe el
hombre»
[55].
Dar testimonio del inestimable valor de la
indisolubilidad y fidelidad matrimonial es uno de los
deberes más preciosos y urgentes de las parejas cristianas
de nuestro tiempo. Por esto, junto con todos los Hermanos en
el Episcopado que han tomado parte en el Sínodo de los
Obispos, alabo y aliento a las numerosas parejas que, aun
encontrando no leves dificultades, conservan y desarrollan
el bien de la indisolubilidad; cumplen así, de manera útil y
valiente, el cometido a ellas confiado de ser un «signo» en
el mundo —un signo pequeño y precioso, a veces expuesto a
tentación, pero siempre renovado— de la incansable fidelidad
con que Dios y Jesucristo aman a todos los hombres y a cada
hombre. Pero es obligado también reconocer el valor del
testimonio de aquellos cónyuges que, aun habiendo sido
abandonados por el otro cónyuge, con la fuerza de la fe y de
la esperanza cristiana no han pasado a una nueva unión:
también estos dan un auténtico testimonio de fidelidad, de
la que el mundo tiene hoy gran necesidad. Por ello deben ser
animados y ayudados por los pastores y por los fieles de la
Iglesia.
La más amplia comunión de la familia
21. La comunión conyugal constituye el fundamento sobre
el cual se va edificando la más amplia comunión de la
familia, de los padres y de los hijos, de los hermanos y de
las hermanas entre sí, de los parientes y demás familiares.
Esta comunión radica en los vínculos naturales de la
carne y de la sangre y se desarrolla encontrando su
perfeccionamiento propiamente humano en el instaurarse y
madurar de vínculos todavía más profundos y ricos del
espíritu: el amor que anima las relaciones interpersonales
de los diversos miembros de la familia, constituye la fuerza
interior que plasma y vivifica la comunión y la comunidad
familiar.
La familia cristiana está llamada además a hacer la
experiencia de una nueva y original comunión, que confirma y
perfecciona la natural y humana. En realidad la gracia de
Cristo, «el Primogénito entre los hermanos»
[56],
es por su naturaleza y dinamismo interior una «gracia
fraterna como la llama santo Tomás de Aquino
[57].
El Espíritu Santo, infundido en la celebración de los
sacramentos, es la raíz viva y el alimento inagotable de la
comunión sobrenatural que acomuna y vincula a los creyentes
con Cristo y entre sí en la unidad de la Iglesia de Dios.
Una revelación y actuación específica de la comunión
eclesial está constituida por la familia cristiana que
también por esto puede y debe decirse «Iglesia doméstica»
[58].
Todos los miembros de la familia, cada uno según su
propio don, tienen la gracia y la responsabilidad de
construir, día a día, la comunión de las personas, haciendo
de la familia una «escuela de humanidad más completa y más
rica»
[59]:
es lo que sucede con el cuidado y el amor hacia los
pequeños, los enfermos y los ancianos; con el servicio
recíproco de todos los días, compartiendo los bienes,
alegrías y sufrimientos.
Un momento fundamental para construir tal comunión está
constituido por el intercambio educativo entre padres e
hijos
[60],
en que cada uno da y recibe. Mediante el amor, el respeto,
la obediencia a los padres, los hijos aportan su específica
e insustituible contribución a la edificación de una familia
auténticamente humana y cristiana
[61].
En esto se verán facilitados si los padres ejercen su
autoridad irrenunciable como un verdadero y propio
«ministerio», esto es, como un servicio ordenado al bien
humano y cristiano de los hijos, y ordenado en particular a
hacerles adquirir una libertad verdaderamente responsable, y
también si los padres mantienen viva la conciencia del «don»
que continuamente reciben de los hijos.
La comunión familiar puede ser conservada y perfeccionada
sólo con un gran espíritu de sacrificio. Exige, en efecto,
una pronta y generosa disponibilidad de todos y cada uno a
la comprensión, a la tolerancia, al perdón, a la
reconciliación. Ninguna familia ignora que el egoísmo, el
desacuerdo, las tensiones, los conflictos atacan con
violencia y a veces hieren mortalmente la propia comunión:
de aquí las múltiples y variadas formas de división en la
vida familiar. Pero al mismo tiempo, cada familia está
llamada por el Dios de la paz a hacer la experiencia gozosa
y renovadora de la «reconciliación», esto es, de la comunión
reconstruida, de la unidad nuevamente encontrada. En
particular la participación en el sacramento de la
reconciliación y en el banquete del único Cuerpo de Cristo
ofrece a la familia cristiana la gracia y la responsabilidad
de superar toda división y caminar hacia la plena verdad de
la comunión querida por Dios, respondiendo así al vivísimo
deseo del Señor: que todos «sean una sola cosa»
[62].
Derechos y obligaciones de la mujer
22. La familia, en cuanto es y debe ser siempre comunión
y comunidad de personas, encuentra en el amor la fuente y el
estímulo incesante para acoger, respetar y promover a cada
uno de sus miembros en la altísima dignidad de personas,
esto es, de imágenes vivientes de Dios. Como han afirmado
justamente los Padres Sinodales, el criterio moral de la
autenticidad de las relaciones conyugales y familiares
consiste en la promoción de la dignidad y vocación de cada
una de las personas, las cuales logran su plenitud mediante
el don sincero de sí mismas
[63].
En esta perspectiva, el Sínodo ha querido reservar una
atención privilegiada a la mujer, a sus derechos y deberes
en la familia y en la sociedad. En la misma perspectiva
deben considerarse también el hombre como esposo y padre, el
niño y los ancianos.
De la mujer hay que resaltar, ante todo, la igual
dignidad y responsabilidad respecto al hombre; tal igualdad
encuentra una forma singular de realización en la donación
de uno mismo al otro y de ambos a los hijos, donación propia
del matrimonio y de la familia. Lo que la misma razón humana
intuye y reconoce, es revelado en plenitud por la Palabra de
Dios; en efecto, la historia de la salvación es un
testimonio continuo y luminoso de la dignidad de la mujer.
Creando al hombre «varón y mujer»
[64],
Dios da la dignidad personal de igual modo al hombre y a la
mujer, enriqueciéndolos con los derechos inalienables y con
las responsabilidades que son propias de la persona humana.
Dios manifiesta también de la forma más elevada posible la
dignidad de la mujer asumiendo Él mismo la carne humana de
María Virgen, que la Iglesia honra como Madre de Dios,
llamándola la nueva Eva y proponiéndola como modelo de la
mujer redimida. El delicado respeto de Jesús hacia las
mujeres que llamó a su seguimiento y amistad, su aparición
la mañana de Pascua a una mujer antes que a los otros
discípulos, la misión confiada a las mujeres de llevar la
buena nueva de la Resurrección a los apóstoles, son signos
que confirman la estima especial del Señor Jesús hacia la
mujer. Dirá el Apóstol Pablo: «Todos, pues, sois hijos de
Dios por la fe en Cristo Jesús. No hay ya judío o griego, no
hay siervo o libre, no hay varón o hembra, porque todos sois
uno en Cristo Jesús»
[65].
Mujer y sociedad
23. Sin entrar ahora a tratar de los diferentes aspectos
del amplio y complejo tema de las relaciones mujer-sociedad,
sino limitándonos a algunos puntos esenciales, no se puede
dejar de observar cómo en el campo más específicamente
familiar una amplia y difundida tradición social y cultural
ha querido reservar a la mujer solamente la tarea de esposa
y madre, sin abrirla adecuadamente a las funciones públicas,
reservadas en general al hombre.
No hay duda de que la igual dignidad y responsabilidad
del hombre y de la mujer justifican plenamente el acceso de
la mujer a las funciones públicas. Por otra parte, la
verdadera promoción de la mujer exige también que sea
claramente reconocido el valor de su función materna y
familiar respecto a las demás funciones públicas y a las
otras profesiones. Por otra parte, tales funciones y
profesiones deben integrarse entre sí, si se quiere que la
evolución social y cultural sea verdadera y plenamente
humana.
Esto resultará más fácil si, como ha deseado el Sínodo,
una renovada «teología del trabajo» ilumina y profundiza el
significado del mismo en la vida cristiana y determina el
vínculo fundamental que existe entre el trabajo y la
familia, y por consiguiente el significado original e
insustituible del trabajo de la casa y la educación de los
hijos
[66].
Por ello la Iglesia puede y debe ayudar a la sociedad
actual, pidiendo incansablemente que el trabajo de la mujer
en casa sea reconocido por todos y estimado por su valor
insustituible. Esto tiene una importancia especial en la
acción educativa; en efecto, se elimina la raíz misma de la
posible discriminación entre los diversos trabajos y
profesiones cuando resulta claramente que todos y en todos
los sectores se empeñan con idéntico derecho e idéntica
responsabilidad. Aparecerá así más espléndida la imagen de
Dios en el hombre y en la mujer.
Si se debe reconocer también a las mujeres, como a los
hombres, el derecho de acceder a las diversas funciones
públicas, la sociedad debe sin embargo estructurarse de
manera tal que las esposas y madres no sean de hecho
obligadas a trabajar fuera de casa y que sus familias
puedan vivir y prosperar dignamente, aunque ellas se
dediquen totalmente a la propia familia.
Se debe superar además la mentalidad según la cual el
honor de la mujer deriva más del trabajo exterior que de la
actividad familiar. Pero esto exige que los hombres estimen
y amen verdaderamente a la mujer con todo el respeto de su
dignidad personal, y que la sociedad cree y desarrolle las
condiciones adecuadas para el trabajo doméstico.
La Iglesia, con el debido respeto por la diversa vocación
del hombre y de la mujer, debe promover en la medida de lo
posible en su misma vida su igualdad de derechos y de
dignidad; y esto por el bien de todos, de la familia, de la
sociedad y de la Iglesia.
Es evidente sin embargo que todo esto no significa para
la mujer la renuncia a su feminidad ni la imitación del
carácter masculino, sino la plenitud de la verdadera
humanidad femenina tal como debe expresarse en su
comportamiento, tanto en familia como fuera de ella, sin
descuidar por otra parte en este campo la variedad de
costumbres y culturas.
Ofensas a la dignidad de la mujer
24. Desgraciadamente el mensaje cristiano sobre la
dignidad de la mujer halla oposición en la persistente
mentalidad que considera al ser humano no como persona, sino
como cosa, como objeto de compraventa, al servicio del
interés egoísta y del solo placer; la primera víctima de tal
mentalidad es la mujer.
Esta mentalidad produce frutos muy amargos, como el
desprecio del hombre y de la mujer, la esclavitud, la
opresión de los débiles, la pornografía, la prostitución
—tanto más cuando es organizada— y todas las diferentes
discriminaciones que se encuentran en el ámbito de la
educación, de la profesión, de la retribución del trabajo,
etc.
Además, todavía hoy, en gran parte de nuestra sociedad
permanecen muchas formas de discriminación humillante que
afectan y ofenden gravemente algunos grupos particulares de
mujeres como, por ejemplo, las esposas que no tienen hijos,
las viudas, las separadas, las divorciadas, las madres
solteras.
Estas y otras discriminaciones han sido deploradas con
toda la fuerza posible por los Padres Sinodales. Por lo
tanto, pido que por parte de todos se desarrolle una acción
pastoral específica más enérgica e incisiva, a fin de que
estas situaciones sean vencidas definitivamente, de tal modo
que se alcance la plena estima de la imagen de Dios que se
refleja en todos los seres humanos sin excepción alguna.
El hombre esposo y padre
25. Dentro de la comunión-comunidad conyugal y familiar,
el hombre está llamado a vivir su don y su función de esposo
y padre.
Él ve en la esposa la realización del designio de Dios:
«No es bueno que el hombre esté solo. Voy a hacerle una
ayuda adecuada»
[67],
y hace suya la exclamación de Adán, el primer esposo: «Esta
vez sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne»
[68].
El auténtico amor conyugal supone y exige que el hombre
tenga profundo respeto por la igual dignidad de la mujer:
«No eres su amo —escribe san Ambrosio— sino su marido; no te
ha sido dada como esclava, sino como mujer... Devuélvele sus
atenciones hacia ti y sé para con ella agradecido por su
amor»
[69].
El hombre debe vivir con la esposa «un tipo muy especial de
amistad personal»
[70].
El cristiano además está llamado a desarrollar una actitud
de amor nuevo, manifestando hacia la propia mujer la caridad
delicada y fuerte que Cristo tiene a la Iglesia
[71].
El amor a la esposa madre y el amor a los hijos son para
el hombre el camino natural para la comprensión y la
realización de su paternidad. Sobre todo, donde las
condiciones sociales y culturales inducen fácilmente al
padre a un cierto desinterés respecto de la familia o bien a
una presencia menor en la acción educativa, es necesario
esforzarse para que se recupere socialmente la convicción de
que el puesto y la función del padre en y por la familia son
de una importancia única e insustituible
[72].
Como la experiencia enseña, la ausencia del padre provoca
desequilibrios psicológicos y morales, además de
dificultades notables en las relaciones familiares, como
también, en circunstancias opuestas, la presencia opresiva
del padre, especialmente donde todavía vige el fenómeno del
«machismo», o sea, la superioridad abusiva de las
prerrogativas masculinas que humillan a la mujer e inhiben
el desarrollo de sanas relaciones familiares.
Revelando y reviviendo en la tierra la misma paternidad
de Dios
[73],
el hombre está llamado a garantizar el desarrollo unitario
de todos los miembros de la familia. Realizará esta tarea
mediante una generosa responsabilidad por la vida concebida
junto al corazón de la madre, un compromiso educativo más
solícito y compartido con la propia esposa
[74],
un trabajo que no disgregue nunca la familia, sino que la
promueva en su cohesión y estabilidad, un testimonio de vida
cristiana adulta, que introduzca más eficazmente a los hijos
en la experiencia viva de Cristo y de la Iglesia.
Derechos del niño
26. En la familia, comunidad de personas, debe reservarse
una atención especialísima al niño, desarrollando una
profunda estima por su dignidad personal, así como un gran
respeto y un generoso servicio a sus derechos. Esto vale
respecto a todo niño, pero adquiere una urgencia singular
cuando el niño es pequeño y necesita de todo, está enfermo,
delicado o es minusválido.
Procurando y teniendo un cuidado tierno y profundo para
cada niño que viene a este mundo, la Iglesia cumple una
misión fundamental. En efecto, está llamada a revelar y a
proponer en la historia el ejemplo y el mandato de Cristo,
que ha querido poner al niño en el centro del Reino de Dios:
«Dejad que los niños vengan a mí, ... que de ellos es el
reino de los cielos»
[75].
Repito nuevamente lo que dije en la Asamblea General de
las Naciones Unidas, el 2 de octubre de 1979: «Deseo ...
expresar el gozo que para cada uno de nosotros constituyen
los niños, primavera de la vida, anticipo de la historia
futura de cada una de las patrias terrestres actuales.
Ningún país del mundo, ningún sistema político puede pensar
en el propio futuro, si no es a través de la imagen de estas
nuevas generaciones que tomarán de sus padres el múltiple
patrimonio de los valores, de los deberes y de las
aspiraciones de la nación a la que pertenecen, junto con el
de toda la familia humana. La solicitud por el niño, incluso
antes de su nacimiento, desde el primer momento de su
concepción y, a continuación, en los años de la infancia y
de la juventud es la verificación primaria y fundamental de
la relación del hombre con el hombre. Y por eso, ¿qué más se
podría desear a cada nación y a toda la humanidad, a todos
los niños del mundo, sino un futuro mejor en el que el
respeto de los Derechos del Hombre llegue a ser una realidad
plena en las dimensiones del 2000 que se acerca?»
[76].
La acogida, el amor, la estima, el servicio múltiple y
unitario —material, afectivo, educativo, espiritual— a cada
niño que viene a este mundo, deberá constituir siempre una
nota distintiva e irrenunciable de los cristianos,
especialmente de las familias cristianas; así los niños, a
la vez que crecen «en sabiduría, en estatura y en gracia
ante Dios y ante los hombres»
[77],
serán una preciosa ayuda para la edificación de la comunidad
familiar y para la misma santificación de los padres
[78].
Los ancianos en familia
27. Hay culturas que manifiestan una singular veneración
y un gran amor por el anciano; lejos de ser apartado de la
familia o de ser soportado como un peso inútil, el anciano
permanece inserido en la vida familiar, sigue tomando parte
activa y responsable —aun debiendo respetar la autonomía de
la nueva familia— y sobre todo desarrolla la preciosa misión
de testigo del pasado e inspirador de sabiduría para los
jóvenes y para el futuro.
Otras culturas, en cambio, especialmente como
consecuencia de un desordenado desarrollo industrial y
urbanístico, han llevado y siguen llevando a los ancianos a
formas inaceptables de marginación, que son fuente a la vez
de agudos sufrimientos para ellos mismos y de
empobrecimiento espiritual para tantas familias.
Es necesario que la acción pastoral de la Iglesia
estimule a todos a descubrir y a valorar los cometidos de
los ancianos en la comunidad civil y eclesial, y en
particular en la familia. En realidad, «la vida de los
ancianos ayuda a clarificar la escala de valores humanos;
hace ver la continuidad de las generaciones y demuestra
maravillosamente la interdependencia del Pueblo de Dios. Los
ancianos tienen además el carisma de romper las barreras
entre las generaciones antes de que se consoliden: ¡Cuántos
niños han hallado comprensión y amor en los ojos, palabras y
caricias de los ancianos! y ¡cuánta gente mayor no ha
subscrito con agrado las palabras inspiradas "la corona de
los ancianos son los hijos de sus hijos" (Prov 17,
6)!»
[79].
II - SERVICIO A LA VIDA
1) La transmisión de la vida.
Cooperadores del amor de Dios Creador
28. Dios, con la creación del hombre y de la mujer a su
imagen y semejanza, corona y lleva a perfección la obra de
sus manos; los llama a una especial participación en su amor
y al mismo tiempo en su poder de Creador y Padre, mediante
su cooperación libre y responsable en la transmisión del don
de la vida humana: «Y bendíjolos Dios y les dijo: " Sed
fecundos y multiplicaos y henchid la tierra y sometedla"»
[80].
Así el cometido fundamental de la familia es el servicio
a la vida, el realizar a lo largo de la historia la
bendición original del Creador, transmitiendo en la
generación la imagen divina de hombre a hombre
[81].
La fecundidad es el fruto y el signo del amor conyugal,
el testimonio vivo de la entrega plena y recíproca de los
esposos: «El cultivo auténtico del amor conyugal y toda la
estructura de la vida familiar que de él deriva, sin dejar
de lado los demás fines del matrimonio, tienden a capacitar
a los esposos para cooperar con fortaleza de espíritu con el
amor del Creador y del Salvador, quien por medio de ellos
aumenta y enriquece diariamente su propia familia»
[82].
La fecundidad del amor conyugal no se reduce sin embargo
a la sola procreación de los hijos, aunque sea entendida en
su dimensión específicamente humana: se amplía y se
enriquece con todos los frutos de vida moral, espiritual y
sobrenatural que el padre y la madre están llamados a dar a
los hijos y, por medio de ellos, a la Iglesia y al mundo.
La doctrina y la norma siempre antigua y siempre
nueva de la Iglesia
29. Precisamente porque el amor de los esposos es una
participación singular en el misterio de la vida y del amor
de Dios mismo, la Iglesia sabe que ha recibido la misión
especial de custodiar y proteger la altísima dignidad del
matrimonio y la gravísima responsabilidad de la transmisión
de la vida humana.
De este modo, siguiendo la tradición viva de la comunidad
eclesial a través de la historia, el reciente Concilio
Vaticano II y el magisterio de mi predecesor Pablo VI,
expresado sobre todo en la encíclica
Humanae vitae, han transmitido a nuestro
tiempo un anuncio verdaderamente profético, que reafirma y
propone de nuevo con claridad la doctrina y la norma siempre
antigua y siempre nueva de la Iglesia sobre el matrimonio y
sobre la transmisión de la vida humana.
Por esto, los Padres Sinodales, en su última asamblea
declararon textualmente: «Este Sagrado Sínodo, reunido en la
unidad de la fe con el sucesor de Pedro, mantiene firmemente
lo que ha sido propuesto en el Concilio Vaticano II (cfr.
Gaudium et spes, 50) y después en la
encíclica
Humanae vitae, y en concreto, que el amor
conyugal debe ser plenamente humano, exclusivo y abierto a
una nueva vida (Humanae
vitae, n. 11 y cfr. 9 y 12)»
[83].
La Iglesia en favor de la vida
30. La doctrina de la Iglesia se encuentra hoy en una
situación social y cultural que la hace a la vez más difícil
de comprender y más urgente e insustituible para promover el
verdadero bien del hombre y de la mujer.
En efecto, el progreso científico-técnico, que el hombre
contemporáneo acrecienta continuamente en su dominio sobre
la naturaleza, no desarrolla solamente la esperanza de crear
una humanidad nueva y mejor, sino también una angustia cada
vez más profunda ante el futuro. Algunos se preguntan si es
un bien vivir o si sería mejor no haber nacido; dudan de si
es lícito llamar a otros a la vida, los cuales quizás
maldecirán su existencia en un mundo cruel, cuyos terrores
no son ni siquiera previsibles. Otros piensan que son los
únicos destinatarios de las ventajas de la técnica y
excluyen a los demás, a los cuales imponen medios
anticonceptivos o métodos aún peores. Otros todavía,
cautivos como son de la mentalidad consumista y con la única
preocupación de un continuo aumento de bienes materiales,
acaban por no comprender, y por consiguiente rechazar la
riqueza espiritual de una nueva vida humana. La razón última
de estas mentalidades es la ausencia, en el corazón de los
hombres, de Dios cuyo amor sólo es más fuerte que todos los
posibles miedos del mundo y los puede vencer.
Ha nacido así una mentalidad contra la vida (anti-life
mentality), como se ve en muchas cuestiones actuales:
piénsese, por ejemplo, en un cierto pánico derivado de los
estudios de los ecólogos y futurólogos sobre la demografía,
que a veces exageran el peligro que representa el incremento
demográfico para la calidad de la vida.
Pero la Iglesia cree firmemente que la vida humana,
aunque débil y enferma, es siempre un don espléndido del
Dios de la bondad. Contra el pesimismo y el egoísmo, que
ofuscan el mundo, la Iglesia está en favor de la vida: y en
cada vida humana sabe descubrir el esplendor de aquel «Sí»,
de aquel «Amén» que es Cristo mismo
[84].
Al «no» que invade y aflige al mundo, contrapone este «Sí»
viviente, defendiendo de este modo al hombre y al mundo de
cuantos acechan y rebajan la vida.
La Iglesia está llamada a manifestar nuevamente a todos,
con un convencimiento más claro y firme, su voluntad de
promover con todo medio y defender contra toda insidia la
vida humana, en cualquier condición o fase de desarrollo en
que se encuentre.
Por esto la Iglesia condena, como ofensa grave a la
dignidad humana y a la justicia, todas aquellas actividades
de los gobiernos o de otras autoridades públicas, que tratan
de limitar de cualquier modo la libertad de los esposos en
la decisión sobre los hijos. Por consiguiente, hay que
condenar totalmente y rechazar con energía cualquier
violencia ejercida por tales autoridades en favor del
anticoncepcionismo e incluso de la esterilización y del
aborto procurado. Al mismo tiempo, hay que rechazar como
gravemente injusto el hecho de que, en las relaciones
internacionales, la ayuda económica concedida para la
promoción de los pueblos esté condicionada a programas de
anticoncepcionismo, esterilización y aborto procurado
[85].
Para que el plan divino sea realizado cada vez más
plenamente
31. La Iglesia es ciertamente consciente también de los
múltiples y complejos problemas que hoy, en muchos países,
afectan a los esposos en su cometido de transmitir
responsablemente la vida. Conoce también el grave problema
del incremento demográfico como se plantea en diversas
partes de mundo, con las implicaciones morales que comporta.
Ella cree, sin embargo, que una consideración profunda de
todos los aspectos de tales problemas ofrece una nueva y más
fuerte confirmación de la importancia de la doctrina
auténtica acerca de la regulación de la natalidad, propuesta
de nuevo en el Concilio Vaticano II y en la encíclica
Humanae vitae.
Por esto, junto con los Padres del Sínodo, siento el
deber de dirigir una acuciante invitación a los teólogos a
fin de que, uniendo sus fuerzas para colaborar con el
magisterio jerárquico, se comprometan a iluminar cada vez
mejor los fundamentos bíblicos, las motivaciones éticas y
las razones personalistas de esta doctrina. Así será
posible, en el contexto de una exposición orgánica, hacer
que la doctrina de la Iglesia en este importante capítulo
sea verdaderamente accesible a todos los hombres de buena
voluntad, facilitando su comprensión cada vez más luminosa y
profunda; de este modo el plan divino podrá ser realizado
cada vez más plenamente, para la salvación del hombre y
gloria del Creador.
A este respecto, el empeño concorde de los teólogos,
inspirado por la adhesión convencida al Magisterio, que es
la única guía auténtica del Pueblo de Dios, presenta una
urgencia especial también a causa de la relación íntima que
existe entre la doctrina católica sobre este punto y la
visión del hombre que propone la Iglesia. Dudas o errores en
el ámbito matrimonial o familiar llevan a una ofuscación
grave de la verdad integral sobre el hombre, en una
situación cultural que muy a menudo es confusa y
contradictoria. La aportación de iluminación y
profundización, que los teólogos están llamados a ofrecer en
el cumplimiento de su cometido específico, tiene un valor
incomparable y representa un servicio singular, altamente
meritorio, a la familia y a la humanidad.
En la visión integral del hombre y de su vocación
32. En el contexto de una cultura que deforma gravemente
o incluso pierde el verdadero significado de la sexualidad
humana, porque la desarraiga de su referencia a la persona,
la Iglesia siente más urgente e insustituible su misión de
presentar la sexualidad como valor y función de toda la
persona creada, varón y mujer, a imagen de Dios.
En esta perspectiva el Concilio Vaticano II afirmó
claramente que «cuando se trata de conjugar el amor conyugal
con la responsable transmisión de la vida, la índole moral
de la conducta no depende solamente de la sincera intención
y apreciación de los motivos, sino que debe determinarse con
criterios objetivos, tomados de la naturaleza de la
persona y de sus actos, criterios que mantienen íntegro
el sentido de la mutua entrega y de la humana procreación,
entretejidos con el amor verdadero; esto es imposible sin
cultivar sinceramente la virtud de la castidad conyugal»
[86].
Es precisamente partiendo de la «visión integral del
hombre y de su vocación, no sólo natural y terrena sino
también sobrenatural y eterna»
[87],
por lo que Pablo VI afirmó, que la doctrina de la Iglesia
«está fundada sobre la inseparable conexión que Dios ha
querido y que el hombre no puede romper por propia
iniciativa, entre los dos significados del acto conyugal: el
significado unitivo y el significado procreador»
[88].
Y concluyó recalcando que hay que excluir, como
intrínsecamente deshonesta, «toda acción que, o en previsión
del acto conyugal, o en su realización, o en el desarrollo
de sus consecuencias naturales, se proponga, como fin o como
medio, hacer imposible la procreación»
[89].
Cuando los esposos, mediante el recurso al
anticoncepcionismo, separan estos dos significados que Dios
Creador ha inscrito en el ser del hombre y de la mujer y en
el dinamismo de su comunión sexual, se comportan como
«árbitros» del designio divino y «manipulan» y envilecen la
sexualidad humana, y con ella la propia persona del cónyuge,
alterando su valor de donación «total». Así, al lenguaje
natural que expresa la recíproca donación total de los
esposos, el anticoncepcionismo impone un lenguaje
objetivamente contradictorio, es decir, el de no darse al
otro totalmente: se produce, no sólo el rechazo positivo de
la apertura a la vida, sino también una falsificación de la
verdad interior del amor conyugal, llamado a entregarse en
plenitud personal.
En cambio, cuando los esposos, mediante el recurso a
períodos de infecundidad, respetan la conexión inseparable
de los significados unitivo y procreador de la sexualidad
humana, se comportan como «ministros» del designio de Dios y
«se sirven» de la sexualidad según el dinamismo original de
la donación «total», sin manipulaciones ni alteraciones
[90].
A la luz de la misma experiencia de tantas parejas de
esposos y de los datos de las diversas ciencias humanas, la
reflexión teológica puede captar y está llamada a
profundizar la diferencia antropológica y al mismo tiempo
moral, que existe entre el anticoncepcionismo y el
recurso a los ritmos temporales. Se trata de una diferencia
bastante más amplia y profunda de lo que habitualmente se
cree, y que implica en resumidas cuentas dos concepciones de
la persona y de la sexualidad humana, irreconciliables entre
sí. La elección de los ritmos naturales comporta la
aceptación del tiempo de la persona, es decir de la mujer, y
con esto la aceptación también del diálogo, del respeto
recíproco, de la responsabilidad común, del dominio de sí
mismo. Aceptar el tiempo y el diálogo significa reconocer el
carácter espiritual y a la vez corporal de la comunión
conyugal, como también vivir el amor personal en su
exigencia de fidelidad. En este contexto la pareja
experimenta que la comunión conyugal es enriquecida por
aquellos valores de ternura y afectividad, que constituyen
el alma profunda de la sexualidad humana, incluso en su
dimensión física. De este modo la sexualidad es respetada y
promovida en su dimensión verdadera y plenamente humana, no
«usada» en cambio como un «objeto» que, rompiendo la unidad
personal de alma y cuerpo, contradice la misma creación de
Dios en la trama más profunda entre naturaleza y persona.
La Iglesia Maestra y Madre para los esposos en
dificultad
33. También en el campo de la moral conyugal la Iglesia
es y actúa como Maestra y Madre.
Como Maestra, no se cansa de proclamar la norma moral que
debe guiar la transmisión responsable de la vida. De tal
norma la Iglesia no es ciertamente ni la autora ni el
árbitro. En obediencia a la verdad que es Cristo, cuya
imagen se refleja en la naturaleza y en la dignidad de la
persona humana, la Iglesia interpreta la norma moral y la
propone a todos los hombres de buena voluntad, sin esconder
las exigencias de radicalidad y de perfección.
Como Madre, la Iglesia se hace cercana a muchas parejas
de esposos que se encuentran en dificultad sobre este
importante punto de la vida moral; conoce bien su situación,
a menudo muy ardua y a veces verdaderamente atormentada por
dificultades de todo tipo, no sólo individuales sino también
sociales; sabe que muchos esposos encuentran dificultades no
sólo para la realización concreta, sino también para la
misma comprensión de los valores inherentes a la norma
moral.
Pero la misma y única Iglesia es a la vez Maestra y
Madre. Por esto, la Iglesia no cesa nunca de invitar y
animar, a fin de que las eventuales dificultades conyugales
se resuelvan sin falsificar ni comprometer jamas la verdad.
En efecto, está convencida de que no puede haber verdadera
contradicción entre la ley divina de la transmisión de la
vida y la de favorecer el auténtico amor conyugal
[91].
Por esto, la pedagogía concreta de la Iglesia debe estar
siempre unida y nunca separada de su doctrina. Repito, por
tanto, con la misma persuasión de mi predecesor: «No
menoscabar en nada la saludable doctrina de Cristo es una
forma de caridad eminente hacia las almas»
[92].
Por otra parte, la auténtica pedagogía eclesial revela su
realismo y su sabiduría solamente desarrollando un
compromiso tenaz y valiente en crear y sostener todas
aquellas condiciones humanas —psicológicas, morales y
espirituales— que son indispensables para comprender y vivir
el valor y la norma moral.
No hay duda de que entre estas condiciones se deben
incluir la constancia y la paciencia, la humildad y la
fortaleza de ánimo, la confianza filial en Dios y en su
gracia, el recurso frecuente a la oración y a los
sacramentos de la Eucaristía y de la reconciliación
[93].
Confortados así, los esposos cristianos podrán mantener viva
la conciencia de la influencia singular que la gracia del
sacramento del matrimonio ejerce sobre todas las realidades
de la vida conyugal, y por consiguiente también sobre su
sexualidad: el don del Espíritu, acogido y correspondido por
los esposos, les ayuda a vivir la sexualidad humana según el
plan de Dios y como signo del amor unitivo y fecundo de
Cristo por su Iglesia.
Pero entre las condiciones necesarias está también el
conocimiento de la corporeidad y de sus ritmos de
fertilidad. En tal sentido conviene hacer lo posible para
que semejante conocimiento se haga accesible a todos los
esposos, y ante todo a las personas jóvenes, mediante una
información y una educación clara, oportuna y seria, por
parte de parejas, de médicos y de expertos. El conocimiento
debe desembocar además en la educación al autocontrol; de
ahí la absoluta necesidad de la virtud de la castidad y de
la educación permanente en ella. Según la visión cristiana,
la castidad no significa absolutamente rechazo ni
menosprecio de la sexualidad humana: significa más bien
energía espiritual que sabe defender el amor de los peligros
del egoísmo y de la agresividad, y sabe promoverlo hacia su
realización plena.
Pablo VI, con intuición profunda de sabiduría y amor, no
hizo más que escuchar la experiencia de tantas parejas de
esposos cuando en su encíclica escribió: «El dominio del
instinto, mediante la razón y la voluntad libre, impone sin
ningún género de duda una ascética, para que las
manifestaciones afectivas de la vida conyugal estén en
conformidad con el orden recto y particularmente para
observar la continencia periódica. Esta disciplina, propia
de la pureza de los esposos, lejos de perjudicar el amor
conyugal, le confiere un valor humano más sublime. Exige un
esfuerzo continuo, pero, en virtud de su influjo
beneficioso, los cónyuges desarrollan integralmente su
personalidad, enriqueciéndose de valores espirituales:
aportando a la vida familiar frutos de serenidad y de paz y
facilitando la solución de otros problemas; favoreciendo la
atención hacia el otro cónyuge; ayudando a superar el
egoísmo, enemigo del verdadero amor, y enraizando más su
sentido de responsabilidad. Los padres adquieren así la
capacidad de un influjo más profundo y eficaz para educar a
los hijos»
[94].
Itinerario moral de los esposos
34. Es siempre muy importante poseer una recta concepción
del orden moral, de sus valores y normas; la importancia
aumenta, cuanto más numerosas y graves se hacen las
dificultades para respetarlos.
El orden moral, precisamente porque revela y propone el
designio de Dios Creador, no puede ser algo mortificante
para el hombre ni algo impersonal; al contrario,
respondiendo a las exigencias más profundas del hombre
creado por Dios, se pone al servicio de su humanidad plena,
con el amor delicado y vinculante con que Dios mismo
inspira, sostiene y guía a cada criatura hacia su felicidad.
Pero el hombre, llamado a vivir responsablemente el
designio sabio y amoroso de Dios, es un ser histórico, que
se construye día a día con sus opciones numerosas y libres;
por esto él conoce, ama y realiza el bien moral según
diversas etapas de crecimiento.
También los esposos, en el ámbito de su vida moral, están
llamados a un continuo camino, sostenidos por el deseo
sincero y activo de conocer cada vez mejor los valores que
la ley divina tutela y promueve, y por la voluntad recta y
generosa de encarnarlos en sus opciones concretas.
Ellos, sin embargo, no pueden mirar la ley como un mero
ideal que se puede alcanzar en el futuro, sino que deben
considerarla como un mandato de Cristo Señor a superar con
valentía las dificultades. «Por ello la llamada "ley de
gradualidad" o camino gradual no puede identificarse con la
"gradualidad de la ley", como si hubiera varios grados o
formas de precepto en la ley divina para los diversos
hombres y situaciones. Todos los esposos, según el plan de
Dios, están llamados a la santidad en el matrimonio, y esta
excelsa vocación se realiza en la medida en que la persona
humana se encuentra en condiciones de responder al
mandamiento divino con ánimo sereno, confiando en la gracia
divina y en la propia voluntad»
[95].
En la misma línea, es propio de la pedagogía de la Iglesia
que los esposos reconozcan ante todo claramente la doctrina
de la
Humanae vitae como normativa para el
ejercicio de su sexualidad y se comprometan sinceramente a
poner las condiciones necesarias para observar tal norma.
Esta pedagogía, como ha puesto de relieve el Sínodo,
abarca toda la vida conyugal. Por esto la función de
transmitir la vida debe estar integrada en la misión global
de toda la vida cristiana, la cual sin la cruz no puede
llegar a la resurrección. En semejante contexto se comprende
cómo no se puede quitar de la vida familiar el sacrificio,
es más, se debe aceptar de corazón, a fin de que el amor
conyugal se haga más profundo y sea fuente de gozo íntimo.
Este camino exige reflexión, información, educación
idónea de los sacerdotes, religiosos y laicos que están
dedicados a la pastoral familiar; todos ellos podrán ayudar
a los esposos en su itinerario humano y espiritual, que
comporta la conciencia del pecado, el compromiso sincero a
observar la ley moral y el ministerio de la reconciliación.
Conviene también tener presente que en la intimidad conyugal
están implicadas las voluntades de dos personas, llamadas
sin embargo a una armonía de mentalidad y de comportamiento.
Esto exige no poca paciencia, simpatía y tiempo. Singular
importancia tiene en este campo la unidad de juicios morales
y pastorales de los sacerdotes: tal unidad debe ser buscada
y asegurada cuidadosamente, para que los fieles no tengan
que sufrir ansiedades de conciencia
[96].
El camino de los esposos será pues más fácil si, con
estima de la doctrina de la Iglesia y con confianza en la
gracia de Cristo, ayudados y acompañados por los pastores de
almas y por la comunidad eclesial entera, saben descubrir y
experimentar el valor de liberación y promoción del amor
auténtico, que el Evangelio ofrece y el mandamiento del
Señor propone.
Suscitar convicciones y ofrecer ayudas concretas
35. Ante el problema de una honesta regulación de la
natalidad, la comunidad eclesial, en el tiempo presente,
debe preocuparse por suscitar convicciones y ofrecer ayudas
concretas a quienes desean vivir la paternidad y la
maternidad de modo verdaderamente responsable.
En este campo, mientras la Iglesia se alegra de los
resultados alcanzados por las investigaciones científicas
para un conocimiento más preciso de los ritmos de fertilidad
femenina y alienta a una más decisiva y amplia extensión de
tales estudios, no puede menos de apelar, con renovado
vigor, a la responsabilidad de cuantos —médicos, expertos,
consejeros matrimoniales, educadores, parejas— pueden ayudar
efectivamente a los esposos a vivir su amor, respetando la
estructura y finalidades del acto conyugal que lo expresa.
Esto significa un compromiso más amplio, decisivo y
sistemático en hacer conocer, estimar y aplicar los métodos
naturales de regulación de la fertilidad
[97].
Un testimonio precioso puede y debe ser dado por aquellos
esposos que, mediante el compromiso común de la continencia
periódica, han llegado a una responsabilidad personal más
madura ante el amor y la vida. Como escribía Pablo VI, «a
ellos ha confiado el Señor la misión de hacer visible ante
los hombres la santidad y la suavidad de la ley que une el
amor mutuo de los esposos con su cooperación al amor de
Dios, autor de la vida humana»
[98].
2) La educación.
El derecho-deber educativo de los padres
36. La tarea educativa tiene sus raíces en la vocación
primordial de los esposos a participar en la obra creadora
de Dios; ellos, engendrando en el amor y por amor una nueva
persona, que tiene en sí la vocación al crecimiento y al
desarrollo, asumen por eso mismo la obligación de ayudarla
eficazmente a vivir una vida plenamente humana. Como ha
recordado el Concilio Vaticano II: «Puesto que los padres
han dado la vida a los hijos, tienen la gravísima obligación
de educar a la prole, y por tanto hay que reconocerlos como
los primeros y principales educadores de sus hijos. Este
deber de la educación familiar es de tanta transcendencia
que, cuando falta, difícilmente puede suplirse. Es, pues,
deber de los padres crear un ambiente de familia animado por
el amor, por la piedad hacia Dios y hacia los hombres, que
favorezca la educación íntegra personal y social de los
hijos. La familia es, por tanto, la primera escuela de las
virtudes sociales, que todas las sociedades necesitan»
[99].
El derecho-deber educativo de los padres se califica como
esencial, relacionado como está con la transmisión de
la vida humana; como original y primario, respecto al
deber educativo de los demás, por la unicidad de la relación
de amor que subsiste entre padres e hijos; como
insustituible e inalienable y que, por consiguiente, no
puede ser totalmente delegado o usurpado por otros.
Por encima de estas características, no puede olvidarse
que el elemento más radical, que determina el deber
educativo de los padres, es el amor paterno y materno
que encuentra en la acción educativa su realización, al
hacer pleno y perfecto el servicio a la vida. El amor de los
padres se transforma de fuente en alma, y por
consiguiente, en norma, que inspira y guía toda la
acción educativa concreta, enriqueciéndola con los valores
de dulzura, constancia, bondad, servicio, desinterés,
espíritu de sacrificio, que son el fruto más precioso del
amor.
Educar en los valores esenciales de la vida humana
37. Aun en medio de las dificultades, hoy a menudo
agravadas, de la acción educativa, los padres deben formar a
los hijos con confianza y valentía en los valores esenciales
de la vida humana. Los hijos deben crecer en una justa
libertad ante los bienes materiales, adoptando un estilo de
vida sencillo y austero, convencidos de que «el hombre vale
más por lo que es que por lo que tiene»
[100].
En una sociedad sacudida y disgregada por tensiones y
conflictos a causa del choque entre los diversos
individualismos y egoísmos, los hijos deben enriquecerse no
sólo con el sentido de la verdadera justicia, que lleva al
respeto de la dignidad personal de cada uno, sino también y
más aún del sentido del verdadero amor, como solicitud
sincera y servicio desinteresado hacia los demás,
especialmente a los más pobres y necesitados. La familia es
la primera y fundamental escuela de socialidad; como
comunidad de amor, encuentra en el don de sí misma la ley
que la rige y hace crecer. El don de sí, que inspira el amor
mutuo de los esposos, se pone como modelo y norma del don de
sí que debe haber en las relaciones entre hermanos y
hermanas, y entre las diversas generaciones que conviven en
la familia. La comunión y la participación vivida
cotidianamente en la casa, en los momentos de alegría y de
dificultad, representa la pedagogía más concreta y eficaz
para la inserción activa, responsable y fecunda de los hijos
en el horizonte más amplio de la sociedad.
La educación para el amor como don de sí mismo constituye
también la premisa indispensable para los padres, llamados a
ofrecer a los hijos una educación sexual clara y
delicada. Ante una cultura que «banaliza» en gran parte la
sexualidad humana, porque la interpreta y la vive de manera
reductiva y empobrecida, relacionándola únicamente con el
cuerpo y el placer egoísta, el servicio educativo de los
padres debe basarse sobre una cultura sexual que sea
verdadera y plenamente personal. En efecto, la sexualidad es
una riqueza de toda la persona —cuerpo, sentimiento y
espíritu— y manifiesta su significado íntimo al llevar la
persona hacia el don de sí misma en el amor.
La educación sexual, derecho y deber fundamental de los
padres, debe realizarse siempre bajo su dirección solícita,
tanto en casa como en los centros educativos elegidos y
controlados por ellos. En este sentido la Iglesia reafirma
la ley de la subsidiaridad, que la escuela tiene que
observar cuando coopera en la educación sexual, situándose
en el espíritu mismo que anima a los padres.
En este contexto es del todo irrenunciable la
educación para la castidad, como virtud que desarrolla
la auténtica madurez de la persona y la hace capaz de
respetar y promover el «significado esponsal» del cuerpo.
Más aún, los padres cristianos reserven una atención y
cuidado especial —discerniendo los signos de la llamada de
Dios— a la educación para la virginidad, como forma suprema
del don de uno mismo que constituye el sentido mismo de la
sexualidad humana.
Por los vínculos estrechos que hay entre la dimensión
sexual de la persona y sus valores éticos, esta educación
debe llevar a los hijos a conocer y estimar las normas
morales como garantía necesaria y preciosa para un
crecimiento personal y responsable en la sexualidad humana.
Por esto la Iglesia se opone firmemente a un sistema de
información sexual separado de los principios morales y tan
frecuentemente difundido, el cual no sería más que una
introducción a la experiencia del placer y un estímulo que
lleva a perder la serenidad, abriendo el camino al vicio
desde los años de la inocencia.
Misión educativa y sacramento del matrimonio
38. Para los padres cristianos la misión educativa,
basada como se ha dicho en su participación en la obra
creadora de Dios, tiene una fuente nueva y específica en el
sacramento del matrimonio, que los consagra a la educación
propiamente cristiana de los hijos, es decir, los llama a
participar de la misma autoridad y del mismo amor de Dios
Padre y de Cristo Pastor, así como del amor materno de la
Iglesia, y los enriquece en sabiduría, consejo, fortaleza y
en los otros dones del Espíritu Santo, para ayudar a los
hijos en su crecimiento humano y cristiano.
El deber educativo recibe del sacramento del matrimonio
la dignidad y la llamada a ser un verdadero y propio
«ministerio» de la Iglesia al servicio de la edificación de
sus miembros. Tal es la grandeza y el esplendor del
ministerio educativo de los padres cristianos, que santo
Tomás no duda en compararlo con el ministerio de los
sacerdotes: «Algunos propagan y conservan la vida espiritual
con un ministerio únicamente espiritual: es la tarea del
sacramento del orden; otros hacen esto respecto de la vida a
la vez corporal y espiritual, y esto se realiza con el
sacramento del matrimonio, en el que el hombre y la
mujer se unen para engendrar la prole y educarla en el culto
a Dios»
[101].
La conciencia viva y vigilante de la misión recibida con
el sacramento del matrimonio ayudará a los padres cristianos
a ponerse con gran serenidad y confianza al servizio
educativo de los hijos y, al mismo tiempo, a sentirse
responsables ante Dios que los llama y los envía a edificar
la Iglesia en los hijos. Así la familia de los bautizados,
convocada como iglesia doméstica por la Palabra y por el
Sacramento, llega a ser a la vez, como la gran Iglesia,
maestra y madre.
La primera experiencia de Iglesia
39. La misión de la educación exige que los padres
cristianos propongan a los hijos todos los contenidos que
son necesarios para la maduración gradual de su personalidad
desde un punto de vista cristiano y eclesial. Seguirán pues
las líneas educativas recordadas anteriormente, procurando
mostrar a los hijos a cuán profundos significados conducen
la fe y la caridad de Jesucristo. Además, la conciencia de
que el Señor confía a ellos el crecimiento de un hijo de
Dios, de un hermano de Cristo, de un templo del Espíritu
Santo, de un miembro de la Iglesia, alentará a los padres
cristianos en su tarea de afianzar en el alma de los hijos
el don de la gracia divina.
El Concilio Vaticano II precisa así el contenido de la
educación cristiana: «La cual no persigue solamente la
madurez propia de la persona humana... sino que busca, sobre
todo, que los bautizados se hagan más conscientes cada día
del don recibido de la fe, mientras se inician gradualmente
en el conocimiento del misterio de la salvación; aprendan a
adorar a Dios Padre en espíritu y en verdad (cf. Jn
4, 23), ante todo en la acción litúrgica, formándose para
vivir según el hombre nuevo en justicia y santidad de verdad
(Ef 4, 22-24), y así lleguen al hombre perfecto, en
la edad de la plenitud de Cristo (cf. Ef 4, 13), y
contribuyan al crecimiento del Cuerpo místico. Conscientes,
además, de su vocación, acostúmbrense a dar testimonio de la
esperanza que hay en ellos (cf. 1 Pe 3, 15) y a
ayudar a la configuración cristiana del mundo»
[102].(
También el Sínodo, siguiendo y desarrollando la línea
conciliar ha presentado la misión educativa de la familia
cristiana como un verdadero ministerio, por medio del cual
se transmite e irradia el Evangelio, hasta el punto de que
la misma vida de familia se hace itinerario de fe y, en
cierto modo, iniciación cristiana y escuela de los
seguidores de Cristo. En la familia consciente de tal don,
como escribió Pablo VI, «todos los miembros evangelizan y
son evangelizados»
[103].
En virtud del ministerio de la educación los padres,
mediante el testimonio de su vida, son los primeros
mensajeros del Evangelio ante los hijos. Es más, rezando con
los hijos, dedicándose con ellos a la lectura de la Palabra
de Dios e introduciéndolos en la intimidad del Cuerpo
—eucarístico y eclesial— de Cristo mediante la iniciación
cristiana, llegan a ser plenamente padres, es decir
engendradores no sólo de la vida corporal, sino también de
aquella que, mediante la renovación del Espíritu, brota de
la Cruz y Resurrección de Cristo.
A fin de que los padres cristianos puedan cumplir
dignamente su ministerio educativo, los Padres Sinodales han
manifestado el deseo de que se prepare un texto adecuado de
catecismo para las familias claro, breve y que pueda
ser fácilmente asimilado por todos. Las conferencias
episcopales han sido invitadas encarecidamente a
comprometerse en la realización de este catecismo.
Relaciones con otras fuerzas educativas
40. La familia es la primera, pero no la única y
exclusiva, comunidad educadora; la misma dimensión
comunitaria, civil y eclesial del hombre exige y conduce a
una acción más amplia y articulada, fruto de la colaboración
ordenada de las diversas fuerzas educativas. Estas son
necesarias, aunque cada una puede y debe intervenir con su
competencia y con su contribución propias
[104].
La tarea educativa de la familia cristiana tiene por esto
un puesto muy importante en la pastoral orgánica; esto
implica una nueva forma de colaboración entre los padres y
las comunidades cristianas, entre los diversos grupos
educativos y los pastores. En este sentido, la renovación de
la escuela católica debe prestar una atención especial tanto
a los padres de los alumnos como a la formación de una
perfecta comunidad educadora.
Debe asegurarse absolutamente el derecho de los padres a
la elección de una educación conforme con su fe religiosa.
El Estado y la Iglesia tienen la obligación de dar a las
familias todas las ayudas posibles, a fin de que puedan
ejercer adecuadamente sus funciones educativas. Por esto
tanto la Iglesia como el Estado deben crear y promover las
instituciones y actividades que las familias piden
justamente, y la ayuda deberá ser proporcionada a las
insuficiencias de las familias. Por tanto, todos aquellos
que en la sociedad dirigen las escuelas, no deben olvidar
nunca que los padres han sido constituidos por Dios mismo
como los primeros y principales educadores de los hijos, y
que su derecho es del todo inalienable.
Pero como complementario al derecho, se pone el grave
deber de los padres de comprometerse a fondo en una relación
cordial y efectiva con los profesores y directores de las
escuelas.
Si en las escuelas se enseñan ideologías contrarias a la
fe cristiana, la familia junto con otras familias, si es
posible mediante formas de asociación familiar, debe con
todas las fuerzas y con sabiduria ayudar a los jóvenes a no
alejarse de la fe. En este caso la familia tiene necesidad
de ayudas especiales por parte de los pastores de almas, los
cuales no deben olvidar que los padres tienen el derecho
inviolable de confiar sus hijos a la comunidad eclesial.
Un servicio múltiple a la vida
41. El amor conyugal fecundo se expresa en un servicio a
la vida que tiene muchas formas, de las cuales la generación
y la educación son las más inmediatas, propias e
insustituibles. En realidad, cada acto de verdadero amor al
hombre testimonia y perfecciona la fecundidad espiritual de
la familia, porque es obediencia al dinamismo interior y
profundo del amor, como donación de sí mismo a los demás.
En particular los esposos que viven la experiencia de la
esterilidad física, deberán orientarse hacia esta
perspectiva, rica para todos en valor y exigencias.
Las familias cristianas, que en la fe reconocen a todos
los hombres como hijos del Padre común de los cielos, irán
generosamente al encuentro de los hijos de otras familias,
sosteniéndoles y amándoles no como extraños, sino como
miembros de la única familia de los hijos de Dios. Los
padres cristianos podrán así ensanchar su amor más allá de
los vínculos de la carne y de la sangre, estrechando esos
lazos que se basan en el espíritu y que se desarrollan en el
servicio concreto a los hijos de otras familias, a menudo
necesitados incluso de lo más necesario.
Las familias cristianas se abran con mayor disponibilidad
a la adopción y acogida de aquellos hijos que están privados
de sus padres o abandonados por éstos. Mientras esos niños,
encontrando el calor afectivo de una familia, pueden
experimentar la cariñosa y solícita paternidad de Dios,
atestiguada por los padres cristianos, y así crecer con
serenidad y confianza en la vida, la familia entera se
enriquecerá con los valores espirituales de una fraternidad
más amplia.
La fecundidad de las familias debe llevar a su incesante
«creatividad», fruto maravilloso del Espíritu de Dios, que
abre el corazón para descubrir las nuevas necesidades y
sufrimientos de nuestra sociedad, y que infunde ánimo para
asumirlas y darles respuesta. En este marco se presenta a
las familias un vasto campo de acción; en efecto, todavía
más preocupante que el abandono de los niños es hoy el
fenómeno de la marginación social y cultural, que afecta
duramente a los ancianos, a los enfermos, a los
minusválidos, a los drogadictos, a los excarcelados, etc.
De este modo se ensancha enormemente el horizonte de la
paternidad y maternidad de las familias cristianas; un reto
para su amor espiritualmente fecundo viene de estas y tantas
otras urgencias de nuestro tiempo. Con las familias y por
medio de ellas, el Señor Jesús sigue teniendo «compasión» de
las multitudes.
III - PARTICIPACIÓN EN EL DESARROLLO DE LA SOCIEDAD
La familia, célula primera y vital de la sociedad
42. «El Creador del mundo estableció la sociedad conyugal
como origen y fundamento de la sociedad humana»; la familia
es por ello la «célula primera y vital de la sociedad»
[105].
La familia posee vínculos vitales y orgánicos con la
sociedad, porque constituye su fundamento y alimento
continuo mediante su función de servicio a la vida. En
efecto, de la familia nacen los ciudadanos, y éstos
encuentran en ella la primera escuela de esas virtudes
sociales, que son el alma de la vida y del desarrollo de la
sociedad misma.
Así la familia, en virtud de su naturaleza y vocación,
lejos de encerrarse en sí misma, se abre a las demás
familias y a la sociedad, asumiendo su función social.
La vida familiar como experiencia de comunión y
participación
43. La misma experiencia de comunión y participación, que
debe caracterizar la vida diaria de la familia, representa
su primera y fundamental aportación a la sociedad.
Las relaciones entre los miembros de la comunidad
familiar están inspiradas y guiadas por la ley de la
«gratuidad» que, respetando y favoreciendo en todos y cada
uno la dignidad personal como único título de valor, se hace
acogida cordial, encuentro y diálogo, disponibilidad
desinteresada, servicio generoso y solidaridad profunda.
Así la promoción de una auténtica y madura comunión de
personas en la familia se convierte en la primera e
insustituible escuela de socialidad, ejemplo y estímulo para
las relaciones comunitarias más amplias en un clima de
respeto, justicia, diálogo y amor.
De este modo, como han recordado los Padres Sinodales, la
familia constituye el lugar natural y el instrumento más
eficaz de humanización y de personalización de la sociedad:
colabora de manera original y profunda en la construcción
del mundo, haciendo posible una vida propiamente humana, en
particular custodiando y transmitiendo las virtudes y los
«valores». Como dice el Concilio Vaticano II, en la familia
«las distintas generaciones coinciden y se ayudan mutuamente
a lograr una mayor sabiduría y a armonizar los derechos de
las personas con las demás exigencias de la vida social»
[106].
Como consecuencia, de cara a una sociedad que corre el
peligro de ser cada vez más despersonalizada y masificada, y
por tanto inhumana y deshumanizadora, con los resultados
negativos de tantas formas de «evasión» —como son, por
ejemplo, el alcoholismo, la droga y el mismo terrorismo—, la
familia posee y comunica todavía hoy energías formidables
capaces de sacar al hombre del anonimato, de mantenerlo
consciente de su dignidad personal, de enriquecerlo con
profunda humanidad y de inserirlo activamente con su
unicidad e irrepetibilidad en el tejido de la sociedad.
Función social y política
44. La función social de la familia no puede ciertamente
reducirse a la acción procreadora y educativa, aunque
encuentra en ella su primera e insustituible forma de
expresión.
Las familias, tanto solas como asociadas, pueden y deben
por tanto dedicarse a muchas obras de servicio social,
especialmente en favor de los pobres y de todas aquellas
personas y situaciones, a las que no logra llegar la
organización de previsión y asistencia de las autoridades
públicas.
La aportación social de la familia tiene su originalidad,
que exige se la conozca mejor y se la apoye más
decididamente, sobre todo a medida que los hijos crecen,
implicando de hecho lo más posible a todos sus miembros
[107].
En especial hay que destacar la importancia cada vez
mayor que en nuestra sociedad asume la hospitalidad, en
todas sus formas, desde el abrir la puerta de la propia
casa, y más aún la del propio corazón, a las peticiones de
los hermanos, al compromiso concreto de asegurar a cada
familia su casa, como ambiente natural que la conserva y la
hace crecer. Sobre todo, la familia cristiana está llamada a
escuchar el consejo del Apóstol: «Sed solícitos en la
hospitalidad»
[108],
y por consiguiente en practicar la acogida del hermano
necesitado, imitando el ejemplo y compartiendo la caridad de
Cristo: «El que diere de beber a uno de estos pequeños sólo
un vaso de agua fresca porque es mi discípulo, en verdad os
digo que no perderá su recompensa»
[109].
La función social de las familias está llamada a
manifestarse también en la forma de intervención política,
es decir, las familias deben ser las primeras en procurar
que las leyes y las instituciones del Estado no sólo no
ofendan, sino que sostengan y defiendan positivamente los
derechos y los deberes de la familia. En este sentido las
familias deben crecer en la conciencia de ser
«protagonistas» de la llamada «política familiar», y
asumirse la responsabilidad de transformar la sociedad; de
otro modo las familias serán las primeras víctimas de
aquellos males que se han limitado a observar con
indiferencia. La llamada del Concilio Vaticano II a superar
la ética individualista vale también para la familia como
tal
[110].
La sociedad al servicio de la familia
45. La conexión íntima entre la familia y la sociedad, de
la misma manera que exige la apertura y la participación de
la familia en la sociedad y en su desarrollo, impone también
que la sociedad no deje de cumplir su deber fundamental de
respetar y promover la familia misma.
Ciertamente la familia y la sociedad tienen una función
complementaria en la defensa y en la promoción del bien de
todos los hombres y de cada hombre. Pero la sociedad, y más
específicamente el Estado, deben reconocer que la familia es
una «sociedad que goza de un derecho propio y primordial»
[111]
y por tanto, en sus relaciones con la familia, están
gravemente obligados a atenerse al principio de
subsidiaridad.
En virtud de este principio, el Estado no puede ni debe
substraer a las familias aquellas funciones que pueden
igualmente realizar bien, por sí solas o asociadas
libremente, sino favorecer positivamente y estimular lo más
posible la iniciativa responsable de las familias. Las
autoridades públicas, convencidas de que el bien de la
familia constituye un valor indispensable e irrenunciable de
la comunidad civil, deben hacer cuanto puedan para asegurar
a las familias todas aquellas ayudas —económicas, sociales,
educativas, políticas, culturales— que necesitan para
afrontar de modo humano todas sus responsabilidades.
Carta de los derechos de la familia
46. El ideal de una recíproca acción de apoyo y
desarrollo entre la familia y la sociedad choca a menudo, y
en medida bastante grave, con la realidad de su separación e
incluso de su contraposición.
En efecto, como el Sínodo ha denunciado continuamente, la
situación que muchas familias encuentran en diversos países
es muy problemática, si no incluso claramente negativa:
instituciones y leyes desconocen injustamente los derechos
inviolables de la familia y de la misma persona humana, y la
sociedad, en vez de ponerse al servicio de la familia, la
ataca con violencia en sus valores y en sus exigencias
fundamentales. De este modo la familia, que, según los
planes de Dios, es célula básica de la sociedad, sujeto de
derechos y deberes antes que el Estado y cualquier otra
comunidad, es víctima de la sociedad, de los retrasos y
lentitudes de sus intervenciones y más aún de sus
injusticias notorias.
Por esto la Iglesia defiende abierta y vigorosamente los
derechos de la familia contra las usurpaciones intolerables
de la sociedad y del Estado. En concreto, los Padres
Sinodales han recordado, entre otros, los siguientes
derechos de la familia:
a existir y progresar como familia, es decir, el derecho de todo hombre, especialmente aun siendo pobre, a fundar una familia, y a tener los recursos apropiados para mantenerla;
a ejercer su responsabilidad en el campo de la transmisión de la vida y a educar a los hijos;
a la intimidad de la vida conyugal y familiar;
a la estabilidad del vínculo y de la institución matrimonial;
a creer y profesar su propia fe, y a difundirla;
a educar a sus hijos de acuerdo con las propias tradiciones y valores religiosos y culturales, con los instrumentos, medios e instituciones necesarias;
a obtener la seguridad física, social, política y económica, especialmente de los pobres y enfermos;
el derecho a una vivienda adecuada, para una vida familiar digna;
el derecho de expresión y de representación ante las autoridades públicas, económicas, sociales, culturales y ante las inferiores, tanto por sí misma como por medio de asociaciones;
a crear asociaciones con otras familias e instituciones, para cumplir adecuada y esmeradamente su misión;
a proteger a los menores, mediante instituciones y leyes apropiadas, contra los medicamentos perjudiciales, la pornografía, el alcoholismo, etc.;
el derecho a un justo tiempo libre que favorezca, a la vez, los valores de la familia;
el derecho de los ancianos a una vida y a una muerte dignas;
el derecho a emigrar como familia, para buscar mejores condiciones de vida [112].
La Santa Sede, acogiendo la petición explícita del
Sínodo, se encargará de estudiar detenidamente estas
sugerencias, elaborando una «Carta de los derechos de la
familia», para presentarla a los ambientes y autoridades
interesadas.
Gracia y responsabilidad de la familia cristiana
47. La función social propia de cada familia compete, por
un título nuevo y original, a la familia cristiana, fundada
sobre el sacramento del matrimonio. Este sacramento,
asumiendo la realidad humana del amor conyugal en todas sus
implicaciones, capacita y compromete a los esposos y a los
padres cristianos a vivir su vocación de laicos, y por
consiguiente a «buscar el reino de Dios gestionando los
asuntos temporales y ordenándolos según Dios»
[113].
El cometido social y político forma parte de la misión
real o de servicio, en la que participan los esposos
cristianos en virtud del sacramento del matrimonio,
recibiendo a la vez un mandato al que no pueden sustraerse y
una gracia que los sostiene y los anima.
De este modo la familia cristiana está llamada a ofrecer
a todos el testimonio de una entrega generosa y
desinteresada a los problemas sociales, mediante la «opción
preferencial» por los pobres y los marginados. Por eso la
familia, avanzando en el seguimiento del Señor mediante un
amor especial hacia todos los pobres, debe preocuparse
especialmente de los que padecen hambre, de los indigentes,
de los ancianos, los enfermos, los drogadictos o los que
están sin familia.
Hacia un nuevo orden internacional
48. Ante la dimensión mundial que hoy caracteriza a los
diversos problemas sociales, la familia ve que se dilata de
una manera totalmente nueva su cometido ante el desarrollo
de la sociedad; se trata de cooperar también a establecer un
nuevo orden internacional, porque sólo con la solidaridad
mundial se pueden afrontar y resolver los enormes y
dramáticos problemas de la justicia en el mundo, de la
libertad de los pueblos y de la paz de la humanidad.
La comunión espiritual de las familias cristianas,
enraizadas en la fe y esperanza común y vivificadas por la
caridad, constituye una energía interior que origina,
difunde y desarrolla justicia, reconciliación, fraternidad y
paz entre los hombres. La familia cristiana, como «pequeña
Iglesia», está llamada, a semejanza de la «gran Iglesia», a
ser signo de unidad para el mundo y a ejercer de ese modo su
función profética, dando testimonio del Reino y de la paz de
Cristo, hacia el cual el mundo entero está en camino.
Las familias cristianas podrán realizar esto tanto por
medio de su acción educadora, es decir, ofreciendo a los
hijos un modelo de vida fundado sobre los valores de la
verdad, libertad, justicia y amor, bien sea con un
compromiso activo y responsable para el crecimiento
auténticamente humano de la sociedad y de sus instituciones,
bien con el apoyo, de diferentes modos, a las asociaciones
dedicadas específicamente a los problemas del orden
internacional.
IV - PARTICIPACIÓN EN LA VIDA Y MISIÓN DE LA IGLESIA
La familia en el misterio de la Iglesia
49. Entre los cometidos fundamentales de la familia
cristiana se halla el eclesial, es decir, que ella está
puesta al servicio de la edificación del Reino de Dios en la
historia, mediante la participación en la vida y misión de
la Iglesia.
Para comprender mejor los fundamentos, contenidos y
características de tal participación, hay que examinar a
fondo los múltiples y profundos vínculos que unen entre sí a
la Iglesia y a la familia cristiana, y que hacen de esta
última como una «Iglesia en miniatura» (Ecclesia
domestica)
[114]
de modo que sea, a su manera, una imagen viva y una
representación histórica del misterio mismo de la Iglesia.
Es ante todo la Iglesia Madre la que engendra, educa,
edifica la familia cristiana, poniendo en práctica para con
la misma la misión de salvación que ha recibido de su Señor.
Con el anuncio de la Palabra de Dios, la Iglesia revela a la
familia cristiana su verdadera identidad, lo que es y debe
ser según el plan del Señor; con la celebración de los
sacramentos, la Iglesia enriquece y corrobora a la familia
cristiana con la gracia de Cristo, en orden a su
santificación para la gloria del Padre; con la renovada
proclamación del mandamiento nuevo de la caridad, la Iglesia
anima y guía a la familia cristiana al servicio del amor,
para que imite y reviva el mismo amor de donación y
sacrificio que el Señor Jesús nutre hacia toda la humanidad.
Por su parte la familia cristiana está insertada de tal
forma en el misterio de la Iglesia que participa, a su
manera, en la misión de salvación que es propia de la
Iglesia. Los cónyuges y padres cristianos, en virtud del
sacramento, «poseen su propio don, dentro del Pueblo de
Dios, en su estado y forma de vida»
[115].
Por eso no sólo «reciben» el amor de Cristo, convirtiéndose
en comunidad «salvada», sino que están también llamados a
«transmitir» a los hermanos el mismo amor de Cristo,
haciéndose así comunidad «salvadora». De esta manera, a la
vez que es fruto y signo de la fecundidad sobrenatural de la
Iglesia, la familia cristiana se hace símbolo, testimonio y
participación de la maternidad de la Iglesia
[116].
Un cometido eclesial propio y original
50. La familia cristiana está llamada a tomar parte viva
y responsable en la misión de la Iglesia de manera propia y
original, es decir, poniendo a servicio de la Iglesia y de
la sociedad su propio ser y obrar, en cuanto comunidad
íntima de vida y de amor.
Si la familia cristiana es comunidad cuyos vínculos son
renovados por Cristo mediante la fe y los sacramentos, su
participación en la misión de la Iglesia debe realizarse
según una modalidad comunitaria; juntos, pues, los
cónyuges en cuanto pareja, y los padres e hijos en
cuanto familia, han de vivir su servicio a la Iglesia y
al mundo. Deben ser en la fe «un corazón y un alma sola»
[117],
mediante el común espíritu apostólico que los anima y la
colaboración que los empeña en las obras de servicio a la
comunidad eclesial y civil.
La familia cristiana edifica además el Reino de Dios en
la historia mediante esas mismas realidades cotidianas que
tocan y distinguen su condición de vida. Es por ello en el
amor conyugal y familiar —vivido en su extraordinaria
riqueza de valores y exigencias de totalidad, unicidad,
fidelidad y fecundidad
[118]—
donde se expresa y realiza la participación de la familia
cristiana en la misión profética, sacerdotal y real de
Jesucristo y de su Iglesia. El amor y la vida constituyen
por lo tanto el núcleo de la misión salvífica de la familia
cristiana en la Iglesia y para la Iglesia.
Lo recuerda el Concilio Vaticano II cuando dice: «La
familia hará partícipes a otras familias, generosamente, de
sus riquezas espirituales. Así es como la familia cristiana,
cuyo origen está en el matrimonio, que es imagen y
participación de la alianza de amor entre Cristo y la
Iglesia, manifestará a todos la presencia viva del Salvador
en el mundo y la auténtica naturaleza de la Iglesia, ya por
el amor, la generosa fecundidad, la unidad y fidelidad de
los esposos, ya por la cooperación amorosa de todos sus
miembros»
[119].
Puesto así el fundamento de la participación de la
familia cristiana en la misión eclesial, hay que poner de
manifiesto ahora su contenido en la triple unitaria
referencia a Jesucristo Profeta, Sacerdote y Rey,
presentando por ello la familia cristiana como 1) comunidad
creyente y evangelizadora, 2) comunidad en diálogo con Dios,
3) comunidad al servicio del hombre.
1) La familia cristiana, comunidad creyente y
evangelizadora
La fe, descubrimiento y admiración del plan de Dios
sobre la familia
51. Dado que participa de la vida y misión de la Iglesia,
la cual escucha religiosamente la Palabra de Dios y la
proclama con firme confianza
[120],
la familia cristiana vive su cometido profético acogiendo
y anunciando la Palabra de Dios. Se hace así, cada día
más, una comunidad creyente y evangelizadora.
También a los esposos y padres cristianos se exige la
obediencia a la fe
[121],
ya que son llamados a acoger la Palabra del Señor que les
revela la estupenda novedad —la Buena Nueva— de su vida
conyugal y familiar, que Cristo ha hecho santa y
santificadora. En efecto, solamente mediante la fe ellos
pueden descubrir y admirar con gozosa gratitud a qué
dignidad ha elevado Dios el matrimonio y la familia,
constituyéndolos en signo y lugar de la alianza de amor
entre Dios y los hombres, entre Jesucristo y la Iglesia
esposa suya. La misma preparación al matrimonio cristiano se
califica ya como un itinerario de fe. Es, en efecto, una
ocasión privilegiada para que los novios vuelvan a descubrir
y profundicen la fe recibida en el Bautismo y alimentada con
la educación cristiana. De esta manera reconocen y acogen
libremente la vocación a vivir el seguimiento de Cristo y el
servicio al Reino de Dios en el estado matrimonial.
El momento fundamental de la fe de los esposos está en la
celebración del sacramento del matrimonio, que en el fondo
de su naturaleza es la proclamación, dentro de la Iglesia,
de la Buena Nueva sobre el amor conyugal. Es la Palabra de
Dios que «revela» y «culmina» el proyecto sabio y amoroso
que Dios tiene sobre los esposos, llamados a la misteriosa y
real participación en el amor mismo de Dios hacia la
humanidad. Si la celebración sacramental del matrimonio es
en sí misma una proclamación de la Palabra de Dios en cuanto
son por título diverso protagonistas y celebrantes, debe ser
una «profesión de fe» hecha dentro y con la Iglesia,
comunidad de creyentes.
Esta profesión de fe ha de ser continuada en la vida de
los esposos y de la familia. En efecto, Dios que ha llamado
a los esposos «al» matrimonio, continúa a llamarlos «en el»
matrimonio
[122].
Dentro y a través de los hechos, los problemas, las
dificultades, los acontecimientos de la existencia de cada
día, Dios viene a ellos, revelando y proponiendo las
«exigencias» concretas de su participación en el amor de
Cristo por su Iglesia, de acuerdo con la particular
situación —familiar, social y eclesial— en la que se
encuentran. El descubrimiento y la obediencia al plan de
Dios deben hacerse «en conjunto» por parte de la comunidad
conyugal y familiar, a través de la misma experiencia humana
del amor vivido en el Espíritu de Cristo entre los esposos,
entre los padres y los hijos.
Para esto, también la pequeña Iglesia doméstica, como la
gran Iglesia, tiene necesidad de ser evangelizada continua e
intensamente. De ahí deriva su deber de educación permanente
en la fe.
Ministerio de evangelización de la familia
cristiana
52. En la medida en que la familia cristiana acoge el
Evangelio y madura en la fe, se hace comunidad
evangelizadora. Escuchemos de nuevo a Pablo VI: «La familia,
al igual que la Iglesia, debe ser un espacio donde el
Evangelio es transmitido y desde donde éste se irradia.
Dentro pues de una familia consciente de esta misión,
todos los miembros de la misma evangelizan y son
evangelizados. Los padres no sólo comunican a los hijos el
Evangelio, sino que pueden a su vez recibir de ellos este
mismo Evangelio profundamente vivido... Una familia así se
hace evangelizadora de otras muchas familias y del ambiente
en que ella vive»
[123].
Como ha repetido el Sínodo, recogiendo mi llamada lanzada
en Puebla, la futura evangelización depende en gran parte de
la Iglesia doméstica
[124].
Esta misión apostólica de la familia está enraizada en el
Bautismo y recibe con la gracia sacramental del matrimonio
una nueva fuerza para transmitir la fe, para santificar y
transformar la sociedad actual según el plan de Dios.
La familia cristiana, hoy sobre todo, tiene una especial
vocación a ser testigo de la alianza pascual de Cristo,
mediante la constante irradiación de la alegría del amor y
de la certeza de la esperanza, de la que debe dar razón: «La
familia cristiana proclama en voz alta tanto las presentes
virtudes del reino de Dios como la esperanza de la vida
bienaventurada»
[125].
La absoluta necesidad de la catequesis familiar surge con
singular fuerza en determinadas situaciones, que la Iglesia
constata por desgracia en diversos lugares: «En los lugares
donde una legislación antirreligiosa pretende incluso
impedir la educación en la fe, o donde ha cundido la
incredulidad o ha penetrado el secularismo hasta el punto de
resultar prácticamente imposible una verdadera creencia
religiosa, la Iglesia doméstica es el único ámbito donde los
niños y los jóvenes pueden recibir una auténtica catequesis»
[126].
Un servicio eclesial
53. El ministerio de evangelización de los padres
cristianos es original e insustituible y asume las
características típicas de la vida familiar, hecha, como
debería estar, de amor, sencillez, concreción y testimonio
cotidiano
[127].
La familia debe formar a los hijos para la vida, de
manera que cada uno cumpla en plenitud su cometido, de
acuerdo con la vocación recibida de Dios. Efectivamente, la
familia que está abierta a los valores transcendentes, que
sirve a los hermanos en la alegría, que cumple con generosa
fidelidad sus obligaciones y es consciente de su cotidiana
participación en el misterio de la cruz gloriosa de Cristo,
se convierte en el primero y mejor seminario de vocaciones a
la vida consagrada al Reino de Dios.
El ministerio de evangelización y catequesis de los
padres debe acompañar la vida de los hijos también durante
su adolescencia y juventud, cuando ellos, como sucede con
frecuencia, contestan o incluso rechazan la fe cristiana
recibida en los primeros años de su vida. Y así como en la
Iglesia no se puede separar la obra de evangelización del
sufrimiento del apóstol, así también en la familia cristiana
los padres deben afrontar con valentía y gran serenidad de
espíritu las dificultades que halla a veces en los mismos
hijos su ministerio de evangelización.
No hay que olvidar que el servicio llevado a cabo por los
cónyuges y padres cristianos en favor del Evangelio es
esencialmente un servicio eclesial, es decir, que se realiza
en el contexto de la Iglesia entera en cuanto comunidad
evangelizada y evangelizadora. En cuanto enraizado y
derivado de la única misión de la Iglesia y en cuanto
ordenado a la edificación del único Cuerpo de Cristo
[128],
el ministerio de evangelización y de catequesis de la
Iglesia doméstica ha de quedar en íntima comunión y ha de
armonizarse responsablemente con los otros servicios de
evangelización y de catequesis presentes y operantes en la
comunidad eclesial, tanto diocesana como parroquial.
Predicar el Evangelio a toda criatura
54. La universalidad sin fronteras es el horizonte propio
de la evangelización, animada interiormente por el afán
misionero, ya que es de hecho la respuesta a la explícita e
inequívoca consigna de Cristo: «Id por el mundo y predicad
el Evangelio a toda criatura»
[129].
También la fe y la misión evangelizadora de la familia
cristiana poseen esta dimensión misionera católica. El
sacramento del matrimonio que plantea con nueva fuerza el
deber arraigado en el bautismo y en la confirmación de
defender y difundir la fe
[130],
constituye a los cónyuges y padres cristianos en testigos de
Cristo «hasta los últimos confines de la tierra»
[131],
como verdaderos y propios misioneros» del amor y de la vida.
Una cierta forma de actividad misionera puede ser
desplegada ya en el interior de la familia. Esto sucede
cuando alguno de los componentes de la misma no tiene fe o
no la practica con coherencia. En este caso, los parientes
deben ofrecerles tal testimonio de vida que los estimule y
sostenga en el camino hacia la plena adhesión a Cristo
Salvador
[132].
Animada por el espíritu misionero en su propio interior,
la Iglesia doméstica está llamada a ser un signo luminoso de
la presencia de Cristo y de su amor incluso para los
«alejados», para las familias que no creen todavía y para
las familias cristianas que no viven coherentemente la fe
recibida. Está llamada «con su ejemplo y testimonio» a
iluminar «a los que buscan la verdad»
[133].
Así como ya al principio del cristianismo Aquila y
Priscila se presentaban como una pareja misionera
[134],
así también la Iglesia testimonia hoy su incesante novedad y
vigor con la presencia de cónyuges y familias cristianas
que, al menos durante un cierto período de tiempo, van a
tierras de misión a anunciar el Evangelio, sirviendo al
hombre por amor de Jesucristo.
Las familias cristianas dan una contribución particular a
la causa misionera de la Iglesia, cultivando la vocación
misionera en sus propios hijos e hijas
[135]
y, de manera más general, con una obra educadora que prepare
a sus hijos, desde la juventud «para conocer el amor de Dios
hacia todos los hombres»
[136].
2) La familia cristiana, comunidad en diálogo con Dios
El santuario doméstico de la Iglesia
55. El anuncio del Evangelio y su acogida mediante la fe
encuentran su plenitud en la celebración sacramental. La
Iglesia, comunidad creyente y evangelizadora, es también
pueblo sacerdotal, es decir, revestido de la dignidad y
partícipe de la potestad de Cristo, Sumo Sacerdote de la
nueva y eterna Alianza
[137].
También la familia cristiana está inserta en la Iglesia,
pueblo sacerdotal, mediante el sacramento del matrimonio, en
el cual está enraizada y de la que se alimenta, es
vivificada continuamente por el Señor y es llamada e
invitada al diálogo con Dios mediante la vida sacramental,
el ofrecimiento de la propia vida y oración.
Este es el cometido sacerdotal que la familia
cristiana puede y debe ejercer en íntima comunión con toda
la Iglesia, a través de las realidades cotidianas de la vida
conyugal y familiar. De esta manera la familia cristiana es
llamada a santificarse y a santificar a la comunidad
eclesial y al mundo.
El matrimonio, sacramento de mutua santificación y
acto de culto
56. Fuente y medio original de santificación propia para
los cónyuges y para la familia cristiana es el sacramento
del matrimonio, que presupone y especifica la gracia
santificadora del bautismo. En virtud del misterio de la
muerte y resurrección de Cristo, en el que el matrimonio
cristiano se sitúa de nuevo, el amor conyugal es purificado
y santificado: «El Señor se ha dignado sanar este amor,
perfeccionarlo y elevarlo con el don especial de la gracia y
la caridad»
[138].
El don de Jesucristo no se agota en la celebración del
sacramento del matrimonio, sino que acompaña a los cónyuges
a lo largo de toda su existencia. Lo recuerda explícitamente
el Concilio Vaticano II cuando dice que Jesucristo
«permanece con ellos para que los esposos, con su mutua
entrega, se amen con perpetua fidelidad, como Él mismo amó a
la Iglesia y se entregó por ella... Por ello los esposos
cristianos, para cumplir dignamente sus deberes de estado,
están fortificados y como consagrados por un sacramento
especial, con cuya virtud, al cumplir su misión conyugal y
familiar, imbuidos del espíritu de Cristo, que satura toda
su vida de fe, esperanza y caridad, llegan cada vez más a su
propia perfección y a su mutua santificación, y, por tanto,
conjuntamente, a la glorificación de Dios»
[139].
La vocación universal a la santidad está dirigida también
a los cónyuges y padres cristianos. Para ellos está
especificada por el sacramento celebrado y traducida
concretamente en las realidades propias de la existencia
conyugal y familiar
[140].
De ahí nacen la gracia y la exigencia de una auténtica y
profunda espiritualidad conyugal y familiar, que ha
de inspirarse en los motivos de la creación, de la alianza,
de la cruz, de la resurrección y del signo, de los que se ha
ocupado en más de una ocasión el Sínodo.
El matrimonio cristiano, como todos los sacramentos que
«están ordenados a la santificación de los hombres, a la
edificación del Cuerpo de Cristo y, en definitiva, a dar
culto a Dios»
[141],
es en sí mismo un acto litúrgico de glorificación de Dios en
Jesucristo y en la Iglesia. Celebrándolo, los cónyuges
cristianos profesan su gratitud a Dios por el bien sublime
que se les da de poder revivir en su existencia conyugal y
familiar el amor mismo de Dios por los hombres y del Señor
Jesús por la Iglesia, su esposa.
Y como del sacramento derivan para los cónyuges el don y
el deber de vivir cotidianamente la santificación recibida,
del mismo sacramento brotan también la gracia y el
compromiso moral de transformar toda su vida en un continuo
sacrificio espiritual
[142].
También a los esposos y padres cristianos, de modo especial
en esas realidades terrenas y temporales que los
caracterizan, se aplican las palabras del Concilio: «También
los laicos, como adoradores que en todo lugar actúan
santamente, consagran el mundo mismo a Dios»
[143].
Matrimonio y Eucaristía
57. El deber de santificación de la familia cristiana
tiene su primera raíz en el bautismo y su expresión máxima
en la Eucaristía, a la que está íntimamente unido el
matrimonio cristiano. El Concilio Vaticano II ha querido
poner de relieve la especial relación existente entre la
Eucaristía y el matrimonio, pidiendo que habitualmente éste
se celebre «dentro de la Misa»
[144].
Volver a encontrar y profundizar tal relación es del todo
necesario, si se quiere comprender y vivir con mayor
intensidad la gracia y las responsabilidades del matrimonio
y de la familia cristiana.
La Eucaristía es la fuente misma del matrimonio
cristiano. En efecto, el sacrificio eucarístico representa
la alianza de amor de Cristo con la Iglesia, en cuanto
sellada con la sangre de la cruz
[145].
Y en este sacrificio de la Nueva y Eterna Alianza los
cónyuges cristianos encuentran la raíz de la que brota, que
configura interiormente y vivifica desde dentro, su alianza
conyugal. En cuanto representación del sacrificio de amor de
Cristo por su Iglesia, la Eucaristía es manantial de
caridad. Y en el don eucarístico de la caridad la familia
cristiana halla el fundamento y el alma de su «comunión» y
de su «misión», ya que el Pan eucarístico hace de los
diversos miembros de la comunidad familiar un único cuerpo,
revelación y participación de la más amplia unidad de la
Iglesia; además, la participación en el Cuerpo «entregado» y
en la Sangre «derramada» de Cristo se hace fuente inagotable
del dinamismo misionero y apostólico de la familia
cristiana.
El sacramento de la conversión y reconciliación
58. Parte esencial y permanente del cometido de
santificación de la familia cristiana es la acogida de la
llamada evangélica a la conversión, dirigida a todos los
cristianos que no siempre permanecen fieles a la «novedad»
del bautismo que los ha hecho «santos». Tampoco la familia
es siempre coherente con la ley de la gracia y de la
santidad bautismal, proclamada nuevamente en el sacramento
del matrimonio.
El arrepentimiento y perdón mutuo dentro de la familia
cristiana que tanta parte tienen en la vida cotidiana,
hallan su momento sacramental específico en la Penitencia
cristiana. Respecto de los cónyuges cristianos, así escribía
Pablo VI en la encíclica
Humanae vitae: «Y si el pecado les
sorprendiese todavía, no se desanimen, sino que recurran con
humilde perseverancia a la misericordia de Dios, que se
concede en el Sacramento de la Penitencia»
[146].
La celebración de este sacramento adquiere un significado
particular para la vida familiar. En efecto, mientras
mediante la fe descubren cómo el pecado contradice no sólo
la alianza con Dios, sino también la alianza de los cónyuges
y la comunión de la familia, los esposos y todos los
miembros de la familia son alentados al encuentro con Dios
«rico en misericordia»
[147],
el cual, infundiendo su amor más fuerte que el pecado
[148],
reconstruye y perfecciona la alianza conyugal y la comunión
familiar.
La plegaria familiar
59. La Iglesia ora por la familia cristiana y la educa
para que viva en generosa coherencia con el don y el
cometido sacerdotal recibidos de Cristo Sumo Sacerdote. En
realidad, el sacerdocio bautismal de los fieles, vivido en
el matrimonio-sacramento, constituye para los cónyuges y
para la familia el fundamento de una vocación y de una
misión sacerdotal, mediante la cual su misma existencia
cotidiana se transforma en «sacrificio espiritual aceptable
a Dios por Jesucristo»
[149].
Esto sucede no sólo con la celebración de la Eucaristía y de
los otros sacramentos o con la ofrenda de sí mismos para
gloria de Dios, sino también con la vida de oración, con el
diálogo suplicante dirigido al Padre por medio de Jesucristo
en el Espíritu Santo.
La plegaria familiar tiene características propias. Es
una oración hecha en común, marido y mujer juntos, padres e
hijos juntos. La comunión en la plegaria es a la vez fruto y
exigencia de esa comunión que deriva de los sacramentos del
bautismo y del matrimonio. A los miembros de la familia
cristiana pueden aplicarse de modo particular las palabras
con las cuales el Señor Jesús promete su presencia: «Os digo
en verdad que si dos de vosotros conviniereis sobre la
tierra en pedir cualquier cosa, os lo otorgará mi Padre que
está en los cielos. Porque donde están dos o tres
congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos»
[150].
Esta plegaria tiene como contenido original la misma
vida de familia que en las diversas circunstancias es
interpretada como vocación de Dios y es actuada como
respuesta filial a su llamada: alegrías y dolores,
esperanzas y tristezas, nacimientos y cumpleaños,
aniversarios de la boda de los padres, partidas,
alejamientos y regresos, elecciones importantes y decisivas,
muerte de personas queridas, etc., señalan la intervención
del amor de Dios en la historia de la familia, como deben
también señalar el momento favorable de acción de gracias,
de imploración, de abandono confiado de la familia al Padre
común que está en los cielos. Además, la dignidad y
responsabilidades de la familia cristiana en cuanto Iglesia
doméstica solamente pueden ser vividas con la ayuda
incesante de Dios, que será concedida sin falta a cuantos la
pidan con humildad y confianza en la oración.
Maestros de oración
60. En virtud de su dignidad y misión, los padres
cristianos tienen el deber específico de educar a sus hijos
en la plegaria, de introducirlos progresivamente al
descubrimiento del misterio de Dios y del coloquio personal
con Él: «Sobre todo en la familia cristiana, enriquecida con
la gracia y los deberes del sacramento del matrimonio,
importa que los hijos aprendan desde los primeros años a
conocer y a adorar a Dios y a amar al prójimo según la fe
recibida en el bautismo»
[151].
Elemento fundamental e insustituible de la educación a la
oración es el ejemplo concreto, el testimonio vivo de los
padres; sólo orando junto con sus hijos, el padre y la
madre, mientras ejercen su propio sacerdocio real, calan
profundamente en el corazón de sus hijos, dejando huellas
que los posteriores acontecimientos de la vida no lograrán
borrar. Escuchemos de nuevo la llamada que Pablo VI ha
dirigido a las madres y a los padres: «Madres, ¿enseñáis a
vuestros niños las oraciones del cristiano? ¿Preparáis, de
acuerdo con los sacerdotes, a vuestros hijos para los
sacramentos de la primera edad: confesión, comunión,
confirmación? ¿Los acostumbráis, si están enfermos, a pensar
en Cristo que sufre? ¿A invocar la ayuda de la Virgen y de
los santos? ¿Rezáis el rosario en familia? Y vosotros,
padres, ¿sabéis rezar con vuestros hijos, con toda la
comunidad doméstica, al menos alguna vez? Vuestro ejemplo,
en la rectitud del pensamiento y de la acción, apoyado por
alguna oración común vale una lección de vida, vale un acto
de culto de un mérito singular; lleváis de este modo la paz
al interior de los muros domésticos: "Pax huic domui".
Recordad: así edificáis la Iglesia»
[152].
Plegaria litúrgica y privada
61. Hay una relación profunda y vital entre la oración de
la Iglesia y la de cada uno de los fieles, como ha
confirmado claramente el Concilio Vaticano II
[153].
Una finalidad importante de la plegaria de la Iglesia
doméstica es la de constituir para los hijos la introducción
natural a la oración litúrgica propia de toda la Iglesia, en
el sentido de preparar a ella y de extenderla al ámbito de
la vida personal, familiar y social. De aquí deriva la
necesidad de una progresiva participación de todos los
miembros de la familia cristiana en la Eucaristía, sobre
todo los domingos y días festivos, y en los otros
sacramentos, de modo particular en los de la iniciación
cristiana de los hijos. Las directrices conciliares han
abierto una nueva posibilidad a la familia cristiana, que ha
sido colocada entre los grupos a los que se recomienda la
celebración comunitaria del Oficio divino
[154].
Pondrán asimismo cuidado las familias cristianas en
celebrar, incluso en casa y de manera adecuada a sus
miembros, los tiempos y festividades del año litúrgico.
Para preparar y prolongar en casa el culto celebrado en
la iglesia, la familia cristiana recurre a la oración
privada, que presenta gran variedad de formas. Esta
variedad, mientras testimonia la riqueza extraordinaria con
la que el Espíritu anima la plegaria cristiana, se adapta a
las diversas exigencias y situaciones de vida de quien
recurre al Señor. Además de las oraciones de la mañana y de
la noche, hay que recomendar explícitamente —siguiendo
también las indicaciones de los Padres Sinodales— la lectura
y meditación de la Palabra de Dios, la preparación a los
sacramentos, la devoción y consagración al Corazón de Jesús,
las varias formas de culto a la Virgen Santísima, la
bendición de la mesa, las expresiones de la religiosidad
popular.
Dentro del respeto debido a la libertad de los hijos de
Dios, la Iglesia ha propuesto y continúa proponiendo a los
fieles algunas prácticas de piedad en las que pone una
particular solicitud e insistencia. Entre éstas es de
recordar el rezo del rosario: «Y ahora, en continuidad de
intención con nuestros Predecesores, queremos recomendar
vivamente el rezo del santo Rosario en familia ... no cabe
duda de que el Rosario a la Santísima Virgen debe ser
considerado como una de las más excelentes y eficaces
oraciones comunes que la familia cristiana está invitada a
rezar. Nos queremos pensar y deseamos vivamente que cuando
un encuentro familiar se convierta en tiempo de oración, el
Rosario sea su expresión frecuente y preferida»
[155].
Así la auténtica devoción mariana, que se expresa en la
unión sincera y en el generoso seguimiento de las actitudes
espirituales de la Virgen Santísima, constituye un medio
privilegiado para alimentar la comunión de amor de la
familia y para desarrollar la espiritualidad conyugal y
familiar. Ella, la Madre de Cristo y de la Iglesia, es en
efecto y de manera especial la Madre de las familias
cristianas, de las Iglesias domésticas.
Plegaria y vida
62. No hay que olvidar nunca que la oración es parte
constitutiva y esencial de la vida cristiana considerada en
su integridad y profundidad. Más aún, pertenece a nuestra
misma «humanidad» y es «la primera expresión de la verdad
interior del hombre, la primera condición de la auténtica
libertad del espíritu»
[156].
Por ello la plegaria no es una evasión que desvía del
compromiso cotidiano, sino que constituye el empuje más
fuerte para que la familia cristiana asuma y ponga en
práctica plenamente sus responsabilidades como célula
primera y fundamental de la sociedad humana. En ese sentido,
la efectiva participación en la vida y misión de la Iglesia
en el mundo es proporcional a la fidelidad e intensidad de
la oración con la que la familia cristiana se una a la Vid
fecunda, que es Cristo
[157].
De la unión vital con Cristo, alimentada por la liturgia,
de la ofrenda de sí mismo y de la oración deriva también la
fecundidad de la familia cristiana en su servicio específico
de promoción humana, que no puede menos de llevar a la
transformación del mundo
[158].
3 ) La familia cristiana, comunidad al servicio del
hombre
El nuevo mandamiento del amor
63. La Iglesia, pueblo profético, sacerdotal y real,
tiene la misión de llevar a todos los hombres a acoger con
fe la Palabra de Dios, a celebrarla y profesarla en los
sacramentos y en la plegaria, y finalmente a manifestarla en
la vida concreta según el don y el nuevo mandamiento del
amor.
La vida cristiana encuentra su ley no en un código
escrito, sino en la acción personal del Espíritu Santo que
anima y guía al cristiano, es decir, en «la ley del espíritu
de vida en Cristo Jesús»
[159]:
«el amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones por
virtud del Espíritu Santo, que nos ha sido dado»
[160].
Esto vale también para la pareja y para la familia
cristiana: su guía y norma es el Espíritu de Jesús,
difundido en los corazones con la celebración del sacramento
del matrimonio. En continuidad con el bautismo de agua y del
Espíritu, el matrimonio propone de nuevo la ley evangélica
del amor, y con el don del Espíritu la graba más
profundamente en el corazón de los cónyuges cristianos. Su
amor, purificado y salvado, es fruto del Espíritu que actúa
en el corazón de los creyentes y se pone a la vez como el
mandamiento fundamental de la vida moral que es una
exigencia de su libertad responsable.
La familia cristiana es así animada y guiada por la ley
nueva del Espíritu y en íntima comunión con la Iglesia,
pueblo real, es llamada a vivir su «servicio» de amor a Dios
y a los hermanos. Como Cristo ejerce su potestad real
poniéndose al servicio de los hombres
[161],
así también el cristiano encuentra el auténtico sentido de
su participación en la realeza de su Señor, compartiendo su
espíritu y su actitud de servicio al hombre: «Este poder lo
comunicó a sus discípulos, para que también ellos queden
constituidos en soberana libertad, y por su abnegación y
santa vida venzan en sí mismos el reino del pecado (cf.
Rom 6, 12). Más aún, para que sirviendo a Cristo también
en los demás, conduzcan con humildad y paciencia a sus
hermanos al Rey, cuyo servicio equivale a reinar. También
por medio de los fieles laicos el Señor desea dilatar su
reino: reino de verdad y de vida, reino de santidad y de
gracia, reino de justicia, de amor y de paz. Un reino en
el cual la misma creación será liberada de la servidumbre de
la corrupción para participar en la libertad de la gloria de
los hijos de Dios (cf. Rom 8, 21)»
[162].
Descubrir en cada hermano la imagen de Dios
64. Animada y sostenida por el mandamiento nuevo del
amor, la familia cristiana vive la acogida, el respeto, el
servicio a cada hombre, considerado siempre en su dignidad
de persona y de hijo de Dios.
Esto debe realizarse ante todo en el interior y en
beneficio de la pareja y la familia, mediante el cotidiano
empeño en promover una auténtica comunidad de personas,
fundada y alimentada por la comunión interior de amor. Ello
debe desarrollarse luego dentro del círculo más amplio de la
comunidad eclesial en el que la familia cristiana vive.
Gracias a la caridad de la familia, la Iglesia puede y debe
asumir una dimensión más doméstica, es decir, más familiar,
adoptando un estilo de relaciones más humano y fraterno.
La caridad va más allá de los propios hermanos en la fe,
ya que «cada hombre es mi hermano»; en cada uno, sobre todo
si es pobre, débil, si sufre o es tratado injustamente, la
caridad sabe descubrir el rostro de Cristo y un hermano a
amar y servir.
Para que el servicio al hombre sea vivido en la familia
de acuerdo con el estilo evangélico, hay que poner en
práctica con todo cuidado lo que enseña el Concilio Vaticano
II: «Para que este ejercicio de la caridad sea
verdaderamente irreprochable y aparezca como tal, es
necesario ver en el prójimo la imagen de Dios, según la cual
ha sido creado, y a Cristo Señor, a quien en realidad se
ofrece lo que al necesitado se da»
[163].
La familia cristiana, mientras con la caridad edifica la
Iglesia, se pone al servicio del hombre y del mundo,
actuando de verdad aquella «promoción humana», cuyo
contenido ha sido sintetizado en el Mensaje del Sínodo a las
familias: «Otro cometido de la familia es el de formar los
hombres al amor y practicar el amor en toda relación humana
con los demás, de tal modo que ella no se encierre en sí
misma, sino que permanezca abierta a la comunidad,
inspirándose en un sentido de justicia y de solicitud hacia
los otros, consciente de la propia responsabilidad hacia
toda la sociedad»
[164].
I - TIEMPOS DE LA PASTORAL FAMILIAR
La Iglesia acompaña a la familia cristiana en su
camino
65. Al igual que toda realidad viviente, también la
familia está llamada a desarrollarse y crecer. Después de la
preparación durante el noviazgo y la celebración sacramental
del matrimonio la pareja comienza el camino cotidiano hacia
la progresiva actuación de los valores y deberes del mismo
matrimonio.
A la luz de la fe y en virtud de la esperanza, la familia
cristiana participa, en comunión con la Iglesia, en la
experiencia de la peregrinación terrena hacia la plena
revelación y realización del Reino de Dios.
Por ello hay que subrayar una vez más la urgencia de la
intervención pastoral de la Iglesia en apoyo de la familia.
Hay que llevar a cabo toda clase de esfuerzos para que la
pastoral de la familia adquiera consistencia y se
desarrolle, dedicándose a un sector verdaderamente
prioritario, con la certeza de que la evangelización, en el
futuro, depende en gran parte de la Iglesia doméstica
[165].
La solicitud pastoral de la Iglesia no se limitará
solamente a las familias cristianas más cercanas, sino que,
ampliando los propios horizontes en la medida del Corazón de
Cristo, se mostrará más viva aún hacia el conjunto de las
familias en general y en particular hacia aquellas que se
hallan en situaciones difíciles o irregulares. Para todas
ellas la Iglesia tendrá palabras de verdad, de bondad, de
comprensión, de esperanza, de viva participación en sus
dificultades a veces dramáticas; ofrecerá a todos su ayuda
desinteresada, a fin de que puedan acercarse al modelo de
familia, que ha querido el Creador «desde el principio» y
que Cristo ha renovado con su gracia redentora.
La acción pastoral de la Iglesia debe ser progresiva,
incluso en el sentido de que debe seguir a la familia,
acompañándola paso a paso en las diversas etapas de su
formación y de su desarrollo.
Preparación
66. En nuestros días es más necesaria que nunca la
preparación de los jóvenes al matrimonio y a la vida
familiar. En algunos países siguen siendo las familias
mismas las que, según antiguas usanzas, transmiten a los
jóvenes los valores relativos a la vida matrimonial y
familiar mediante una progresiva obra de educación o
iniciación. Pero los cambios que han sobrevenido en casi
todas las sociedades modernas exigen que no sólo la familia,
sino también la sociedad y la Iglesia se comprometan en el
esfuerzo de preparar convenientemente a los jóvenes para las
reponsabilidades de su futuro. Muchos fenómenos negativos
que se lamentan hoy en la vida familiar derivan del hecho de
que, en las nuevas situaciones, los jóvenes no sólo pierden
de vista la justa jerarquía de valores, sino que, al no
poseer ya criterios seguros de comportamiento, no saben cómo
afrontar y resolver las nuevas dificultades. La experiencia
enseña en cambio que los jóvenes bien preparados para la
vida familiar, en general van mejor que los demás.
Esto vale más aún para el matrimonio cristiano, cuyo
influjo se extiende sobre la santidad de tantos hombres y
mujeres. Por esto, la Iglesia debe promover programas
mejores y más intensos de preparación al matrimonio, para
eliminar lo más posible las dificultades en que se debaten
tantos matrimonios, y más aún para favorecer positivamente
el nacimiento y maduración de matrimonios logrados.
La preparación al matrimonio ha de ser vista y actuada
como un proceso gradual y continuo. En efecto, comporta tres
momentos principales: una preparación remota, una próxima y
otra inmediata.
La preparación remota comienza desde la infancia,
en la juiciosa pedagogía familiar, orientada a conducir a
los niños a descubrirse a sí mismos como seres dotados de
una rica y compleja psicología y de una personalidad
particular con sus fuerzas y debilidades. Es el período en
que se imbuye la estima por todo auténtico valor humano,
tanto en las relaciones interpersonales como en las
sociales, con todo lo que significa para la formación del
carácter, para el dominio y recto uso de las propias
inclinaciones, para el modo de considerar y encontrar a las
personas del otro sexo, etc. Se exige, además, especialmente
para los cristianos, una sólida formación espiritual y
catequística, que sepa mostrar en el matrimonio una
verdadera vocación y misión, sin excluir la posibilidad del
don total de sí mismo a Dios en la vocación a la vida
sacerdotal o religiosa.
Sobre esta base se programará después, en plan amplio,
la preparación próxima, la cual comporta —desde la edad
oportuna y con una adecuada catequesis, como en un camino
catecumenal— una preparación más específica para los
sacramentos, como un nuevo descubrimiento. Esta nueva
catequesis de cuantos se preparan al matrimonio cristiano es
absolutamente necesaria, a fin de que el sacramento sea
celebrado y vivido con las debidas disposiciones morales y
espirituales. La formación religiosa de los jóvenes deberá
ser integrada, en el momento oportuno y según las diversas
exigencias concretas, por una preparación a la vida en
pareja que, presentando el matrimonio como una relación
interpersonal del hombre y de la mujer a desarrollarse
continuamente, estimule a profundizar en los problemas de la
sexualidad conyugal y de la paternidad responsable, con los
conocimientos médico-biológicos esenciales que están en
conexión con ella y los encamine a la familiaridad con
rectos métodos de educación de los hijos, favoreciendo la
adquisición de los elementos de base para una ordenada
conducción de la familia (trabajo estable, suficiente
disponibilidad financiera, sabia administración, nociones de
economía doméstica, etc.).
Finalmente, no se deberá descuidar la preparación al
apostolado familiar, a la fraternidad y colaboración con las
demás familias, a la inserción activa en grupos,
asociaciones, movimientos e iniciativas que tienen como
finalidad el bien humano y cristiano de la familia.
La preparación inmediata a la celebración del
sacramento del matrimonio debe tener lugar en los últimos
meses y semanas que preceden a las nupcias, como para dar un
nuevo significado, nuevo contenido y forma nueva al llamado
examen prematrimonial exigido por el derecho canónico. De
todos modos, siendo como es siempre necesaria, tal
preparación se impone con mayor urgencia para aquellos
prometidos que presenten aún carencias y dificultades en la
doctrina y en la práctica cristiana.
Entre los elementos a comunicar en este camino de fe,
análogo al catecumenado, debe haber también un conocimiento
serio del misterio de Cristo y de la Iglesia, de los
significados de gracia y responsabilidad del matrimonio
cristiano, así como la preparación para tomar parte activa y
consciente en los ritos de la liturgia nupcial.
A las distintas fases de la preparación matrimonial
—descritas anteriormente sólo a grandes rasgos indicativos—
deben sentirse comprometidas la familia cristiana y toda la
comunidad eclesial. Es deseable que las Conferencias
Episcopales, al igual que están interesadas en oportunas
iniciativas para ayudar a los futuros esposos a que sean más
conscientes de la seriedad de su elección y los pastores de
almas a que acepten las convenientes disposiciones, así
también procuren que se publique un directorio para la
pastoral de la familia. En él se deberán establecer ante
todo los elementos mínimos de contenido, de duración y de
método de los «cursos de preparación», equilibrando entre
ellos los diversos aspectos —doctrinales, pedagógicos,
legales y médicos— que interesan al matrimonio, y
estructurándolos de manera que cuantos se preparen al mismo,
además de una profundización intelectual, se sientan
animados a inserirse vitalmente en la comunidad eclesial.
Por más que no sea de menospreciar la necesidad y
obligatoriedad de la preparación inmediata al matrimonio —lo
cual sucedería si se dispensase fácilmente de ella— , sin
embargo tal preparación debe ser propuesta y actuada de
manera que su eventual omisión no sea un impedimento para la
celebración del matrimonio.
Celebración
67. El matrimonio cristiano exige por norma una
celebración litúrgica, que exprese de manera social y
comunitaria la naturaleza esencialmente eclesial y
sacramental del pacto conyugal entre los bautizados.
En cuanto gesto sacramental de santificación, la
celebración del matrimonio —inserida en la liturgia, culmen
de toda la acción de la Iglesia y fuente de su fuerza
santificadora—
[166]
debe ser de por sí válida, digna y fructuosa. Se abre aquí
un campo amplio para la solicitud pastoral, al objeto de
satisfacer ampliamente las exigencias derivadas de la
naturaleza del pacto conyugal elevado a sacramento y
observar además fielmente la disciplina de la Iglesia en lo
referente al libre consentimiento, los impedimentos, la
forma canónica y el rito mismo de la celebración. Este
último debe ser sencillo y digno, según las normas de las
competentes autoridades de la Iglesia, a las que corresponde
a su vez —según las circunstancias concretas de tiempo y de
lugar y en conformidad con las normas impartidas por la Sede
Apostólica
[167]
— asumir eventualmente en la celebración litúrgica aquellos
elementos propios de cada cultura que mejor se prestan a
expresar el profundo significado humano y religioso del
pacto conyugal, con tal de que no contengan algo menos
conveniente a la fe y a la moral cristiana.
En cuanto signo, la celebración litúrgica debe
llevarse a cabo de manera que constituya, incluso en su
desarrollo exterior, una proclamación de la Palabra de Dios
y una profesión de fe de la comunidad de los creyentes. El
empeño pastoral se expresará aquí con la preparación
inteligente y cuidadosa de la «liturgia de la Palabra» y con
la educación a la fe de los que participan en la
celebración, en primer lugar de los que se casan.
En cuanto gesto sacramental de la Iglesia, la
celebración litúrgica del matrimonio debe comprometer a la
comunidad cristiana, con la participación plena, activa y
responsable de todos los presentes, según el puesto e
incumbencia de cada uno: los esposos, el sacerdote, los
testigos, los padres, los amigos, los demás fieles, todos
los miembros de una asamblea que manifiesta y vive el
misterio de Cristo y de su Iglesia.
Para la celebración del matrimonio cristiano en el ámbito
de las culturas o tradiciones ancestrales, se sigan los
principios anteriormente enunciados.
Celebración del matrimonio y evangelización de los
bautizados no creyentes
68. Precisamente porque en la celebración del sacramento
se reserva una atención especial a las disposiciones morales
y espirituales de los contrayentes, en concreto a su fe, hay
que afrontar aquí una dificultad bastante frecuente, que
pueden encontrar los pastores de la Iglesia en el contexto
de nuestra sociedad secularizada.
En efecto, la fe de quien pide desposarse ante la Iglesia
puede tener grados diversos y es deber primario de los
pastores hacerla descubrir, nutrirla y hacerla madurar. Pero
ellos deben comprender también las razones que aconsejan a
la Iglesia admitir a la celebración a quien está
imperfectamente dispuesto.
El sacramento del matrimonio tiene esta peculiaridad
respecto a los otros: ser el sacramento de una realidad que
existe ya en la economía de la creación; ser el mismo pacto
conyugal instituido por el Creador «al principio». La
decisión pues del hombre y de la mujer de casarse según este
proyecto divino, esto es, la decisión de comprometer en su
respectivo consentimiento conyugal toda su vida en un amor
indisoluble y en una fidelidad incondicional, implica
realmente, aunque no sea de manera plenamente consciente,
una actitud de obediencia profunda a la voluntad de Dios,
que no puede darse sin su gracia. Ellos quedan ya por tanto
inseridos en un verdadero camino de salvación, que la
celebración del sacramento y la inmediata preparación a la
misma pueden completar y llevar a cabo, dada la rectitud de
su intención.
Es verdad, por otra parte, que en algunos territorios,
motivos de carácter más bien social que auténticamente
religioso impulsan a los novios a pedir casarse en la
iglesia. Esto no es de extrañar. En efecto, el matrimonio no
es un acontecimiento que afecte solamente a quien se casa.
Es por su misma naturaleza un hecho también social que
compromete a los esposos ante la sociedad. Desde siempre su
celebración ha sido una fiesta que une a familias y amigos.
De ahí pues que haya también motivos sociales, además de los
personales, en la petición de casarse en la iglesia.
Sin embargo, no se debe olvidar que estos novios, por
razón de su bautismo, están ya realmente inseridos en la
Alianza esponsal de Cristo con la Iglesia y que, dada su
recta intención, han aceptado el proyecto de Dios sobre el
matrimonio y consiguientemente —al menos de manera
implícita— acatan lo que la Iglesia tiene intención de hacer
cuando celebra el matrimonio. Por tanto, el solo hecho de
que en esta petición haya motivos también de carácter
social, no justifica un eventual rechazo por parte de los
pastores. Por lo demás, como ha enseñado el Concilio
Vaticano II, los sacramentos, con las palabras y los
elementos rituales nutren y robustecen la fe
[168];
la fe hacia la cual están ya orientados en virtud de su
rectitud de intención que la gracia de Cristo no deja de
favorecer y sostener.
Querer establecer ulteriores criterios de admisión a la
celebración eclesial del matrimonio, que debieran tener en
cuenta el grado de fe de los que están próximos a contraer
matrimonio, comporta además muchos riesgos. En primer lugar
el de pronunciar juicios infundados y discriminatorios; el
riesgo además de suscitar dudas sobre la validez del
matrimonio ya celebrado, con grave daño para la comunidad
cristiana y de nuevas inquietudes injustificadas para la
conciencia de los esposos; se caería en el peligro de
contestar o de poner en duda la sacramentalidad de muchos
matrimonios de hermanos separados de la plena comunión con
la Iglesia católica, contradiciendo así la tradición
eclesial.
Cuando por el contrario, a pesar de los esfuerzos hechos,
los contrayentes dan muestras de rechazar de manera
explícita y formal lo que la Iglesia realiza cuando celebra
el matrimonio de bautizados, el pastor de almas no puede
admitirlos a la celebración. Y, aunque no sea de buena gana,
tiene obligación de tomar nota de la situación y de hacer
comprender a los interesados que, en tales circunstancias,
no es la Iglesia sino ellos mismos quienes impiden la
celebración que a pesar de todo piden.
Una vez más se presenta en toda su urgencia la necesidad
de una evangelización y catequesis prematrimonial y
postmatrimonial puestas en práctica por toda la comunidad
cristiana, para que todo hombre y toda mujer que se casan,
celebren el sacramento del matrimonio no sólo válida sino
también fructuosamente.
Pastoral postmatrimonial
69. El cuidado pastoral de la familia normalmente
constituida significa concretamente el compromiso de todos
los elementos que componen la comunidad eclesial local en
ayudar a la pareja a descubrir y a vivir su nueva vocación y
misión. Para que la familia sea cada vez más una verdadera
comunidad de amor, es necesario que sus miembros sean
ayudados y formados en su responsabilidad frente a los
nuevos problemas que se presentan, en el servicio recíproco,
en la coparticipación activa a la vida de familia.
Esto vale sobre todo para las familias jóvenes, las
cuales, encontrándose en un contexto de nuevos valores y de
nuevas responsabilidades, están más expuestas, especialmente
en los primeros años de matrimonio, a eventuales
dificultades, como las creadas por la adaptación a la vida
en común o por el nacimiento de hijos. Los cónyuges jóvenes
sepan acoger cordialmente y valorar inteligentemente la
ayuda discreta, delicada y valiente de otras parejas que
desde hace tiempo tienen ya experiencia del matrimonio y de
la familia. De este modo, en seno a la comunidad eclesial
—gran familia formada por familias cristianas— se actuará un
mutuo intercambio de presencia y de ayuda entre todas las
familias, poniendo cada una al servicio de las demás la
propia experiencia humana, así como también los dones de fe
y de gracia. Animada por verdadero espíritu apostólico esta
ayuda de familia a familia constituirá una de las maneras
más sencillas, más eficaces y más al alcance de todos para
transfundir capilarmente aquellos valores cristianos, que
son el punto de partida y de llegada de toda cura pastoral.
De este modo las jóvenes familias no se limitarán sólo a
recibir, sino que a su vez, ayudadas así, serán fuente de
enriquecimiento para las otras familias, ya desde hace
tiempo constituidas, con su testimonio de vida y su
contribución activa.
En la acción pastoral hacia las familias jóvenes, la
Iglesia deberá reservar una atención específica con el fin
de educarlas a vivir responsablemente el amor conyugal en
relación con sus exigencias de comunión y de servicio a la
vida, así como a conciliar la intimidad de la vida de casa
con la acción común y generosa para edificación de la
Iglesia y la sociedad humana. Cuando, por el advenimiento de
los hijos, la pareja se convierte en familia, en sentido
pleno y específico, la Iglesia estará aún más cercana a los
padres para que acojan a sus hijos y los amen como don
recibido del Señor de la vida, asumiendo con alegría la
fatiga de servirlos en su crecimiento humano y cristiano.
II - ESTRUCTURAS DE LA PASTORAL FAMILIAR
La acción pastoral es siempre expresión dinámica de la
realidad de la Iglesia, comprometida en su misión de
salvación. También la pastoral familiar —forma particular y
específica de la pastoral— tiene como principio operativo
suyo y como protagonista responsable a la misma Iglesia, a
través de sus estructuras y agentes.
La comunidad eclesial y la parroquia en particular
70. La Iglesia, comunidad al mismo tiempo salvada y
salvadora, debe ser considerada aquí en su doble dimensión
universal y particular. Esta se expresa y se realiza en la
comunidad diocesana, dividida pastoralmente en comunidades
menores entre las que se distingue, por su peculiar
importancia, la parroquia.
La comunión con la Iglesia universal no rebaja, sino que
garantiza y promueve la consistencia y la originalidad de
las diversas Iglesias particulares; éstas permanecen como el
sujeto activo más inmediato y eficaz para la actuación de la
pastoral familiar. En este sentido cada Iglesia local y, en
concreto, cada comunidad parroquial debe tomar una
conciencia más viva de la gracia y de la responsabilidad que
recibe del Señor, en orden a la promoción de la pastoral
familiar. Los planes de pastoral orgánica, a cualquier
nivel, no deben prescindir nunca de tomar en consideración
la pastoral de la familia.
A la luz de esta responsabilidad hay que entender la
importancia de una adecuada preparación por parte de cuantos
se comprometan específicamente en este tipo de apostolado.
Los sacerdotes, religiosos y religiosas, desde la época de
su formación, sean orientados y formados de manera
progresiva y adecuada para sus respectivas tareas. Entre
otras iniciativas, me es grato subrayar la reciente creación
en Roma, en la Pontificia Universidad Lateranense, de un
Instituto Superior dedicado al estudio de los problemas de
la Familia. También en algunas diócesis se han fundado
Institutos de este tipo; los Obispos procuren que el mayor
número posible de sacerdotes, antes de asumir
responsabilidades parroquiales, frecuenten cursos
especializados; en otros lugares se tienen periódicamente
cursos de formación en Institutos Superiores de estudios
teológicos y pastorales. Estas iniciativas sean alentadas,
sostenidas, multiplicadas y estén abiertas, naturalmente,
también a los seglares, que con su labor profesional
(médica, legal, psicológica, social y educativa) prestan su
labor en ayuda a la familia.
La familia
71. Pero sobre todo hay que reconocer el puesto singular
que, en este campo, corresponde a lo esposos y a las
familias cristianas, en virtud de la gracia recibida en el
sacramento. Su misión debe ponerse al servicio de la
edificación de la Iglesia y de la construcción del Reino de
Dios en la historia. Esto es una exigencia de obediencia
dócil a Cristo Señor. Él, en efecto, en virtud del
matrimonio de los bautizados elevado a sacramento confiere a
los esposos cristianos una peculiar misión de apóstoles,
enviándolos como obreros a su viña, y, de manera especial, a
este campo de la familia.
En esta actividad ellos actúan en comunión y colaboración
con los restantes miembros de la Iglesia, que también
trabajan en favor de la familia, poniendo a disposición sus
dones y ministerios.
Este apostolado se desarrollará sobre todo dentro de la
propia familia, con el testimonio de la vida vivida conforme
a la ley divina en todos sus aspectos, con la formación
cristiana de los hijos, con la ayuda dada para su maduración
en la fe, con la educación en la castidad, con la
preparación a la vida, con la vigilancia para preservarles
de los peligros ideológicos y morales por los que a menudo
se ven amenazados, con su gradual y responsable inserción en
la comunidad eclesial y civil, con la asistencia y el
consejo en la elección de la vocación, con la mutua ayuda
entre los miembros de la familia para el común crecimiento
humano y cristiano, etc. El apostolado de la familia, por
otra parte, se irradiará con obras de caridad espiritual y
material hacia las demás familias, especialmente a las más
necesitadas de ayuda y apoyo, a los pobres, los enfermos,
los ancianos, los minusválidos, los huérfanos, las viudas,
los cónyuges abandonados, las madres solteras y aquellas que
en situaciones difíciles sienten la tentación de deshacerse
del fruto de su seno, etc.
Asociaciones de familias para las familias
72. Sin salir del ámbito de la Iglesia, sujeto
responsable de la pastoral familiar, hay que recordar las
diversas agrupaciones de fieles, en las que se manifiesta y
se vive de algún modo el misterio de la Iglesia de Cristo.
Por consiguiente, se han de reconocer y valorar —cada una
según las características, finalidades, incidencias y
métodos propios— las varias comunidades eclesiales, grupos y
movimientos comprometidos de distintas maneras, por títulos
y a niveles diversos, en la pastoral familiar.
Por este motivo el Sínodo ha reconocido expresamente la
aportación de tales asociaciones de espiritualidad, de
formación y de apostolado. Su cometido será el de suscitar
en los fieles un vivo sentido de solidaridad, favorecer una
conducta de vida inspirada en el Evangelio y en la fe de la
Iglesia, formar las conciencias según los valores cristianos
y no según los criterios de la opinión pública, estimular a
obras de caridad recíproca y hacia los demás con un espíritu
de apertura, que hace de las familias cristianas una
verdadera fuente de luz y un sano fermento para las demás.
Igualmente es deseable que, con un vivo sentido del bien
común, las familias cristianas se empeñen activamente, a
todos los niveles, incluso en asociaciones no eclesiales.
Algunas de estas asociaciones se proponen la preservación,
la transmisión y tutela de los sanos valores éticos y
culturales del respectivo pueblo, el desarrollo de la
persona humana, la protección médica, jurídica y social de
la maternidad y de la infancia, la justa promoción de la
mujer y la lucha frente a todo lo que va contra su dignidad,
el incremento de la mutua solidaridad, el conocimiento de
los problemas que tienen conexión con la regulación
responsable de la fecundidad, según los métodos naturales
conformes con la dignidad humana y la doctrina de la
Iglesia. Otras miran a la construcción de un mundo más justo
y más humano, a la promoción de leyes justas que favorezcan
el recto orden social en el pleno respeto de la dignidad y
de la legítima libertad del individuo y de la familia, a
nivel nacional e internacional, y a la colaboración con la
escuela y con las otras instituciones que completan la
educación de los hijos, etc.
III - AGENTES DE LA PASTORAL FAMILIAR
Además de la familia —objeto y sobre todo sujeto de la
pastoral familiar— hay que recordar también los otros
agentes principales en este campo concreto.
Obispos y presbíteros
73. El primer responsable de la pastoral familiar en la
diócesis es el obispo. Como Padre y Pastor debe prestar
particular solicitud a este sector, sin duda prioritario, de
la pastoral. A él debe dedicar interés, atención, tiempo,
personas, recursos; y sobre todo apoyo personal a las
familias y a cuantos, en las diversas estructuras
diocesanas, le ayudan en la pastoral de la familia.
Procurará particularmente que la propia diócesis sea cada
vez más una verdadera «familia diocesana», modelo y fuente
de esperanza para tantas familias que a ella pertenecen. La
creación del Pontificio Consejo para la Familia se ha de ver
en este contexto; es un signo de la importancia que yo
atribuyo a la pastoral de la familia en el mundo, para que
al mismo tiempo sea un instrumento eficaz a fin de ayudar a
promoverla a todos los niveles.
Los obispos se valen de modo particular de los
presbíteros, cuya tarea —como ha subrayado expresamente el
Sínodo— constituye una parte esencial del ministerio de la
Iglesia hacia el matrimonio y la familia. Lo mismo se diga
de aquellos diáconos a los que eventualmente se confíe el
cuidado de este sector pastoral.
Su responsabilidad se extiende no sólo a los problemas
morales y litúrgicos, sino también a los de carácter
personal y social. Ellos deben sostener a la familia en sus
dificultades y sufrimientos, acercándose a sus miembros,
ayudándoles a ver su vida a la luz del Evangelio. No es
superfluo anotar que de esta misión, si se ejerce con el
debido discernimiento y verdadero espíritu apostólico, el
ministro de la Iglesia saca nuevos estímulos y energías
espirituales aun para la propia vocación y para el ejercicio
mismo de su ministerio.
El sacerdote o el diácono preparados adecuada y
seriamente para este apostolado, deben comportarse
constantemente, con respecto a las familias, como padre,
hermano, pastor y maestro, ayudándolas con los recursos de
la gracia e iluminándolas con la luz de la verdad. Por lo
tanto, su enseñanza y sus consejos deben estar siempre en
plena consonancia con el Magisterio auténtico de la Iglesia
de modo que ayude al pueblo de Dios a formarse un recto
sentido de la fe, que ha de aplicarse luego en la vida
concreta. Esta fidelidad al Magisterio permitirá también a
los sacerdotes lograr una perfecta unidad de criterios con
el fin de evitar ansiedades de conciencia en los fieles.
Pastores y laicado participan dentro de la Iglesia en la
misión profética de Cristo: los laicos, testimoniando la fe
con las palabras y con la vida cristiana; los pastores,
discerniendo en tal testimonio lo que es expresión de fe
genuina y lo que no concuerda con ella; la familia, como
comunidad cristiana, con su peculiar participación y
testimonio de fe. Se abre así un diálogo entre los pastores
y las familias. Los teólogos y los expertos en problemas
familiares pueden ser de gran ayuda en este diálogo,
explicando exactamente el contenido del Magisterio de la
Iglesia y el de la experiencia de la vida de familia. De
esta manera se comprenden mejor las enseñanzas del
Magisterio y se facilita el camino para su progresivo
desarrollo. No obstante, es bueno recordar que la norma
próxima y obligatoria en doctrina de fe —incluso en los
problemas de la familia— es competencia del Magisterio
jerárquico. Relaciones claras entre los teólogos, los
expertos en problemas familiares y el Magisterio ayudan no
poco a la recta comprensión de la fe y a promover —dentro de
los límites de la misma— el legítimo pluralismo.
Religiosos y religiosas
74. La ayuda que los religiosos, religiosas y almas
consagradas en general, pueden dar al apostolado de la
familia encuentra su primera, fundamental y original
expresión precisamente en su consagración a Dios: «De este
modo evocan ellos ante todos los fieles aquel maravilloso
connubio, fundado por Dios y que ha de revelarse plenamente
en el siglo futuro, por el que la Iglesia tiene por esposo
único a Cristo»
[169].
Esa consagración los convierte en testigos de aquella
caridad universal que, por medio de la castidad abrazada por
el Reino de los cielos, les hace cada vez más disponibles
para dedicarse generosamente al servicio divino y a las
obras de apostolado.
De ahí deriva la posibilidad de que religiosos y
religiosas, miembros de Institutos seculares y de otros
Institutos de perfección, individualmente o asociados,
desarrollen su servicio a las familias, con especial
dedicación a los niños, especialmente a los abandonados, no
deseados, huérfanos, pobres o minusválidos; visitando a las
familias y preocupándose de los enfermos; cultivando
relaciones de respeto y de caridad con familias incompletas,
en dificultad o separadas; ofreciendo su propia colaboración
en la enseñanza y asesoramiento para la preparación de los
jóvenes al matrimonio, y en la ayuda que hay que dar a las
parejas para una procreación verdaderamente responsable;
abriendo la propia casa a una hospitalidad sencilla y
cordial, para que las familias puedan encontrar el sentido
de Dios, el gusto por la oración y el recogimiento, el
ejemplo concreto de una vida vivida en caridad y alegría
fraterna, como miembros de la gran familia de Dios.
Quisiera añadir una exhortación apremiante a los
responsables de los Institutos de vida consagrada, para que
consideren —dentro del respeto sustancial al propio carisma
original— el apostolado dirigido a las familias como una de
las tareas prioritarias, requeridas más urgentemente por la
situación actual.
Laicos especializados
75. No poca ayuda pueden prestar a las familias los
laicos especializados (médicos, juristas, psicólogos,
asistentes sociales, consejeros, etc.) que, tanto
individualmente como por medio de diversas asociaciones e
iniciativas, ofrecen su obra de iluminación, de consejo, de
orientación y apoyo. A ellos pueden aplicarse las
exhortaciones que dirigí a la Confederación de los
Consultores familiares de inspiración cristiana: «El
vuestro es un compromiso que bien merece la calificación de
misión, por lo noble que son las finalidades que persigue, y
determinantes para el bien de la sociedad y de la misma
comunidad cristiana los resultados que derivan de ellas...
Todo lo que consigáis hacer en apoyo de la familia está
destinado a tener una eficacia que, sobrepasando su ámbito,
alcanza también otras personas e incide sobre la sociedad.
El futuro del mundo y de la Iglesia pasa a través de la
familia»
[170].
Destinatarios y agentes de la comunicación social
76. Una palabra aparte se ha de reservar a esta categoría
tan importante en la vida moderna. Es sabido que los
instrumentos de comunicación social «inciden a menudo
profundamente, tanto bajo el aspecto afectivo e intelectual
como bajo el aspecto moral y religioso, en el ánimo de
cuantos los usan», especialmente si son jóvenes
[171].
Tales medios pueden ejercer un influjo benéfico en la vida y
las costumbres de la familia y en la educación de los hijos,
pero al mismo tiempo esconden también «insidias y peligros
no insignificantes»
[172],
y podrían convertirse en vehículo —a veces hábil y
sistemáticamente manipulado, como desgraciadamente acontece
en diversos países del mundo— de ideologías disgregadoras y
de visiones deformadas de la vida, de la familia, de la
religión, de la moralidad y que no respetan la verdadera
dignidad y el destino del hombre.
Peligro tanto más real, cuanto «el modo de vivir,
especialmente en las naciones más industrializadas, lleva
muy a menudo a que las familias se descarguen de sus
responsabilidades educativas, encontrando en la facilidad de
evasión (representada en casa especialmente por la
televisión y ciertas publicaciones) el modo de tener
ocupados tiempo y actividad de los niños y muchachos»
[173].
De ahí «el deber ... de proteger especialmente a los niños y
muchachos de las "agresiones" que sufren también por parte
de los mass-media», procurando que el uso de éstos en
familia sea regulado cuidadosamente. Con la misma diligencia
la familia debería buscar para sus propios hijos también
otras diversiones más sanas, más útiles y formativas física,
moral y espiritualmente «para potenciar y valorizar el
tiempo libre de los adolescentes y orientar sus energías»
[174].
Puesto que además los instrumentos de comunicación social
—así como la escuela y el ambiente— inciden a menudo de
manera notable en la formación de los hijos, los padres, en
cuanto receptores, deben hacerse parte activa en el uso
moderado, crítico, vigilante y prudente de tales medios,
calculando el influjo que ejercen sobre los hijos; y deben
dar una orientación que permita «educar la conciencia de los
hijos para emitir juicios serenos y objetivos, que después
la guíen en la elección y en el rechazo de los programas
propuestos»
[175].
Con idéntico empeño los padres tratarán de influir en la
elección y preparación de los mismos programas,
manteniéndose —con oportunas iniciativas— en contacto con
los responsables de las diversas fases de la producción y de
la transmisión, para asegurarse que no sean abusivamente
olvidados o expresamente conculcados aquellos valores
humanos fundamentales que forman parte del verdadero bien
común de la sociedad, sino que, por el contrario, se
difundan programas aptos para presentar en su justa luz los
problemas de la familia y su adecuada solución. A este
respecto, mi predecesor Pablo VI escribía: «Los productores
deben conocer y respetar las exigencias de la familia, y
esto requiere a veces, por parte de ellos, una verdadera
valentía, y siempre un alto sentido de responsabilidad.
Ellos, en efecto, están obligados a evitar todo lo que pueda
dañar a la familia en su existencia, en su estabilidad, en
su equilibrio y en su felicidad. Toda ofensa a los valores
fundamentales de la familia —se trate de erotismo o de
violencia, de apología del divorcio o de actitudes
antisociales por parte de los jóvenes— es una ofensa al
verdadero bien del hombre»
[176].
Yo mismo, en ocasión semejante, ponía de relieve que las
familias «deben poder contar en no pequeña medida con la
buena voluntad, rectitud y sentido de responsabilidad de los
profesionales de los mass-media: editores,
escritores, productores, directores, dramaturgos,
informadores, comentaristas y actores»
[177].
Por consiguiente, es justo que también por parte de la
Iglesia se siga dedicando toda atención a estas categorías
de personas, animando y sosteniendo al mismo tiempo a
aquellos católicos que se sienten llamados y tienen
cualidades para trabajar en estos delicados sectores.
IV. - LA PASTORAL FAMILIAR EN LOS CASOS DIFÍCILES
Circunstancias particulares
77. Es necesario un empeño pastoral todavía más generoso,
inteligente y prudente, a ejemplo del Buen Pastor, hacia
aquellas familias que —a menudo e independientemente de la
propia voluntad, o apremiados por otras exigencias de
distinta naturaleza— tienen que afrontar situaciones
objetivamente difíciles.
A este respecto hay que llamar especialmente la atención
sobre algunas categorías particulares de personas, que
tienen mayor necesidad no sólo de asistencia, sino de una
acción más incisiva ante la opinión pública y sobre todo
ante las estructuras culturales, profundas de sus
dificultades.
Estas son, por ejemplo, las familias de los emigrantes
por motivos laborales; las familias de cuantos están
obligados a largas ausencias, como los militares, los
navegantes, los viajeros de cualquier tipo; las familias de
los presos, de los prófugos y de los exiliados; las familias
que en las grandes ciudades viven prácticamente marginadas;
las que no tienen casa; las incompletas o con uno solo de
los padres; las familias con hijos minusválidos o drogados;
las familias de alcoholizados; las desarraigadas de su
ambiente cultural y social o en peligro de perderlo; las
discriminadas por motivos políticos o por otras razones; las
familias ideológicamente divididas; las que no consiguen
tener fácilmente un contacto con la parroquia; las que
sufren violencia o tratos injustos a causa de la propia fe;
las formadas por esposos menores de edad; los ancianos,
obligados no raramente a vivir en soledad o sin adecuados
medios de subsistencia.
Las familias de emigrantes, especialmente
tratándose de obreros y campesinos, deben tener la
posibilidad de encontrar siempre en la Iglesia su patria.
Esta es una tarea connatural a la Iglesia, dado que es signo
de unidad en la diversidad. En cuanto sea posible estén
asistidos por sacerdotes de su mismo rito, cultura e idioma.
Corresponde igualmente a la Iglesia hacer una llamada a la
conciencia pública y a cuantos tienen autoridad en la vida
social, económica y política, para que los obreros
encuentren trabajo en su propia región y patria, sean
retribuidos con un justo salario, las familias vuelvan a
reunirse lo antes posible, sea tenida en consideración su
identidad cultural, sean tratadas igual que las otras, y a
sus hijos se les dé la oportunidad de la formación
profesional y del ejercicio de la profesión, así como de la
posesión de la tierra necesaria para trabajar y vivir.
Un problema difícil es el de las familias ideológicamente
divididas. En estos casos se requiere una particular
atención pastoral. Sobre todo hay que mantener con
discreción un contacto personal con estas familias. Los
creyentes deben ser fortalecidos en la fe y sostenidos en la
vida cristiana. Aunque la parte fiel al catolicismo no puede
ceder, no obstante, hay que mantener siempre vivo el diálogo
con la otra parte. Deben multiplicarse las manifestaciones
de amor y respeto, con la viva esperanza de mantener firme
la unidad. Mucho depende también de las relaciones entre
padres e hijos. Las ideologías extrañas a la fe pueden
estimular a los miembros creyentes de la familia a crecer en
la fe y en el testimonio de amor.
Otros momentos difíciles en los que la familia tiene
necesidad de la ayuda de la comunidad eclesial y de sus
pastores pueden ser: la adolescencia inquieta, contestadora
y a veces problematizada de los hijos; su matrimonio que les
separa de la familia de origen; la incomprensión o la falta
de amor por parte de las personas más queridas; el abandono
por parte del cónyuge o su pérdida, que abre la dolorosa
experiencia de la viudez, de la muerte de un familiar, que
mutila y transforma en profundidad el núcleo original de la
familia.
Igualmente no puede ser descuidado por la Iglesia el
período de la ancianidad, con todos sus contenidos positivos
y negativos: la posible profundización del amor conyugal
cada vez más purificado y ennoblecido por una larga e
ininterrumpida fidelidad; la disponibilidad a poner en favor
de los demás, de forma nueva, la bondad y la cordura
acumulada y las energías que quedan; la dura soledad, a
menudo más psicológica y afectiva que física, por el
eventual abandono o por una insuficiente atención por parte
de los hijos y de los parientes; el sufrimiento a causa de
enfermedad, por el progresivo decaimiento de las fuerzas,
por la humillación de tener que depender de otros, por la
amargura de sentirse como un peso para los suyos, por el
acercarse de los últimos momentos de la vida. Son éstas las
ocasiones en las que —como han sugerido los Padres
Sinodales— más fácilmente se pueden hacer comprender y vivir
los aspectos elevados de la espiritualidad matrimonial y
familiar, que se inspiran en el valor de la cruz y
resurrección de Cristo, fuente de santificación y de
profunda alegría en la vida diaria, en la perspectiva de las
grandes realidades escatológicas de la vita eterna.
En estas diversas situaciones no se descuide jamás la
oración, fuente de luz y de fuerza, y alimento de la
esperanza cristiana.
Matrimonios mixtos
78. El número creciente de matrimonios entre católicos y
otros bautizados requiere también una peculiar atención
pastoral a la luz de las orientaciones y normas contenidas
en los recientes documentos de la Santa Sede y en los
elaborados por las Conferencias Episcopales, para facilitar
su aplicación concreta en las diversas situaciones.
Las parejas que viven en matrimonio mixto presentan
peculiares exigencias que pueden reducirse a tres apartados
principales.
Hay que considerar ante todo las obligaciones de la parte
católica que derivan de la fe, en lo concerniente al libre
ejercicio de la misma y a la consecuente obligación de
procurar, según las propias posibilidades, bautizar y educar
los hijos en la fe católica
[178].
Hay que tener presentes las particulares dificultades
inherentes a las relaciones entre marido y mujer, en lo
referente al respeto de la libertad religiosa; ésta puede
ser violada tanto por presiones indebidas para lograr el
cambio de las convicciones religiosas de la otra parte, como
por impedimentos puestos a la manifestación libre de las
mismas en la práctica religiosa.
En lo referente a la forma litúrgica y canónica del
matrimonio, los Ordinarios pueden hacer uso ampliamente de
sus facultades por varios motivos.
Al tratar de estas exigencias especiales hay que poner
atención en estos puntos:
en la preparación concreta a este tipo de matrimonio, debe realizarse todo esfuerzo razonable para hacer comprender la doctrina católica sobre las cualidades y exigencias del matrimonio, así como para asegurarse de que en el futuro no se verifiquen las presiones y los obstáculos, de los que antes se ha hablado.
es de suma importancia que, con el apoyo de la comunidad, la parte católica sea fortalecida en su fe y ayudada positivamente a madurar en la comprensión y en la práctica de la misma, de manera que llegue a ser verdadero testigo creíble dentro de la familia, a través de la vida misma y de la calidad del amor demostrado al otro cónyuge y a los hijos.
Los matrimonios entre católicos y otros bautizados
presentan aun en su particular fisonomía numerosos elementos
que es necesario valorar y desarrollar, tanto por su valor
intrínseco, como por la aportación que pueden dar al
movimiento ecuménico. Esto es verdad sobre todo cuando los
dos cónyuges son fieles a sus deberes religiosos. El
bautismo común y el dinamismo de la gracia procuran a los
esposos, en estos matrimonios, la base y las motivaciones
para compartir su unidad en la esfera de los valores morales
y espirituales.
A tal fin, aun para poner en evidencia la importancia
ecuménica de este matrimonio mixto, vivido plenamente en la
fe por los dos cónyuges cristianos, se debe buscar —aunque
esto no sea siempre fácil— una colaboración cordial entre el
ministro católico y el no católico, desde el tiempo de la
preparación al matrimonio y a la boda.
Respecto a la participación del cónyuge no católico en la
comunión eucarística, obsérvense las normas impartidas por
el Secretariado para la Unión de los Cristianos
[179].
En varias partes del mundo se asiste hoy al aumento del
número de matrimonios entre católicos y no bautizados. En
muchos de ellos, el cónyuge no bautizado profesa otra
religión, y sus convicciones deben ser tratadas con respeto,
de acuerdo con los principios de la Declaración Nostra
aetate del Concilio Ecuménico Vaticano II sobre las
relaciones con las religiones no cristianas; en no pocos
otros casos, especialmente en las sociedades secularizadas,
la persona no bautizada no profesa religión alguna. Para
estos matrimonios es necesario que las Conferencias
Episcopales y cada uno de los obispos tomen adecuadas
medidas pastorales, encaminadas a garantizar la defensa de
la fe del cónyuge católico y la tutela del libre ejercicio
de la misma, sobre todo en lo que se refiere al deber de
hacer todo lo posible para que los hijos sean bautizados y
educados católicamente. El cónyuge católico debe además ser
ayudado con todos los medios en su obligación de dar, dentro
de la familia, un testimonio genuino de fe y vida católica.
Acción pastoral frente a algunas situaciones
irregulares
79. En su solicitud por tutelar la familia en toda su
dimensión, no sólo la religiosa, el Sínodo no ha dejado de
considerar atentamente algunas situaciones irregulares,
desde el punto de vista religioso y con frecuencia también
civil, que —con las actuales y rápidas transformaciones
culturales— se van difundiendo por desgracia también entre
los católicos con no leve daño de la misma institución
familiar y de la sociedad, de la que ella es la célula
fundamental.
a) Matrimonio a prueba
80. Una primera situación irregular es la del llamado
«matrimonio a prueba» o experimental, que muchos quieren hoy
justificar, atribuyéndole un cierto valor. La misma razón
humana insinúa ya su no aceptabilidad, indicando que es poco
convincente que se haga un «experimento» tratándose de
personas humanas, cuya dignidad exige que sean siempre y
únicamente término de un amor de donación, sin límite alguno
ni de tiempo ni de otras circunstancias.
La Iglesia por su parte no puede admitir tal tipo de
unión por motivos ulteriores y originales derivados de la
fe. En efecto, por una parte el don del cuerpo en la
relación sexual es el símbolo real de la donación de toda la
persona; por lo demás, en la situación actual tal donación
no puede realizarse con plena verdad sin el concurso del
amor de caridad dado por Cristo. Por otra parte, el
matrimonio entre dos bautizados es el símbolo real de la
unión de Cristo con la Iglesia, una unión no temporal o «ad
experimentum», sino fiel eternamente; por tanto, entre dos
bautizados no puede haber más que un matrimonio indisoluble.
Esta situación no puede ser superada de ordinario, si la
persona humana no ha sido educada —ya desde la infancia, con
la ayuda de la gracia de Cristo y no por temor— a dominar la
concupiscencia naciente e instaurar con los demás relaciones
de amor genuino. Esto no se consigue sin una verdadera
educación en el amor auténtico y en el recto uso de la
sexualidad, de tal manera que introduzca a la persona humana
—en todas sus dimensiones, y por consiguiente también en lo
que se refiere al propio cuerpo— en la plenitud del misterio
de Cristo.
Será muy útil preguntarse acerca de las causas de este
fenómeno, incluidos los aspectos psicológicos, para
encontrar una adecuada solución.
b) Uniones libres de hecho
81. Se trata de uniones sin algún vínculo institucional
públicamente reconocido, ni civil ni religioso. Este
fenómeno, cada vez más frecuente, ha de llamar la atención
de los pastores de almas, ya que en el mismo puede haber
elementos varios, actuando sobre los cuales será quizá
posible limitar sus consecuencias.
En efecto, algunos se consideran como obligados por
difíciles situaciones —económicas, culturales y religiosas—
en cuanto que, contrayendo matrimonio regular, quedarían
expuestos a daños, a la pérdida de ventajas económicas, a
discriminaciones, etc. En otros, por el contrario, se
encuentra una actitud de desprecio, contestación o rechazo
de la sociedad, de la institución familiar, de la
organización socio-política o de la mera búsqueda del
placer. Otros, finalmente, son empujados por la extrema
ignorancia y pobreza, a veces por condicionamientos debidos
a situaciones de verdadera injusticia, o también por una
cierta inmadurez psicológica que les hace sentir la
incertidumbre o el temor de atarse con un vínculo estable y
definitivo. En algunos países las costumbres tradicionales
prevén el matrimonio verdadero y propio solamente después de
un período de cohabitación y después del nacimiento del
primer hijo.
Cada uno de estos elementos pone a la Iglesia serios
problemas pastorales, por las graves consecuencias
religiosas y morales que de ellos derivan (pérdida del
sentido religioso del matrimonio visto a la luz de la
Alianza de Dios con su pueblo, privación de la gracia del
sacramento, grave escándalo), así como también por las
consecuencias sociales (destrucción del concepto de familia,
atenuación del sentido de fidelidad incluso hacia la
sociedad, posibles traumas psicológicos en los hijos y
afirmación del egoísmo).
Los pastores y la comunidad eclesial se preocuparán por
conocer tales situaciones y sus causas concretas, caso por
caso; se acercarán a los que conviven, con discreción y
respeto; se empeñarán en una acción de iluminación paciente,
de corrección caritativa y de testimonio familiar cristiano
que pueda allanarles el camino hacia la regularización de su
situación. Pero, sobre todo, adelántense enseñándoles a
cultivar el sentido de la fidelidad en la educación moral y
religiosa de los jóvenes; instruyéndoles sobre las
condiciones y estructuras que favorecen tal fidelidad, sin
la cual no se da verdadera libertad; ayudándoles a madurar
espiritualmente y haciéndoles comprender la rica realidad
humana y sobrenatural del matrimonio-sacramento.
El pueblo de Dios se esfuerce también ante las
autoridades públicas para que —resistiendo a las tendencias
disgregadoras de la misma sociedad y nocivas para la
dignidad, seguridad y bienestar de los ciudadanos— procuren
que la opinión pública no sea llevada a menospreciar la
importancia institucional del matrimonio y de la familia. Y
dado que en muchas regiones, a causa de la extrema pobreza
derivada de unas estructuras socio-económicas injustas o
inadecuadas, los jóvenes no están en condiciones de casarse
como conviene, la sociedad y las autoridades públicas
favorezcan el matrimonio legítimo a través de una serie de
intervenciones sociales y políticas, garantizando el salario
familiar, emanando disposiciones para una vivienda apta a la
vida familiar y creando posibilidades adecuadas de trabajo y
de vida.
c) Católicos unidos con mero matrimonio civil
82. Es cada vez más frecuente el caso de católicos que,
por motivos ideológicos y prácticos, prefieren contraer sólo
matrimonio civil, rechazando o, por lo menos, diferiendo el
religioso. Su situación no puede equipararse sin más a la de
los que conviven sin vínculo alguno, ya que hay en ellos al
menos un cierto compromiso a un estado de vida concreto y
quizá estable, aunque a veces no es extraña a esta situación
la perspectiva de un eventual divorcio. Buscando el
reconocimiento público del vínculo por parte del Estado,
tales parejas demuestran una disposición a asumir, junto con
las ventajas, también las obligaciones. A pesar de todo,
tampoco esta situación es aceptable para la Iglesia. La
acción pastoral tratará de hacer comprender la necesidad de
coherencia entre la elección de vida y la fe que se profesa,
e intentará hacer lo posible para convencer a estas personas
a regular su propia situación a la luz de los principios
cristianos. Aun tratándoles con gran caridad e
interesándoles en la vida de las respectivas comunidades,
los pastores de la Iglesia no podrán admitirles al uso de
los sacramentos.
d) Separados y divorciados no casados de nuevo
83. Motivos diversos, como incomprensiones recíprocas,
incapacidad de abrise a las relaciones interpersonales,
etc., pueden conducir dolorosamente el matrimonio válido a
una ruptura con frecuencia irreparable. Obviamente la
separación debe considerarse como un remedio extremo,
después de que cualquier intento razonable haya sido inútil.
La soledad y otras dificultades son a veces patrimonio
del cónyuge separado, especialmente si es inocente. En este
caso la comunidad eclesial debe particularmente sostenerlo,
procurarle estima, solidaridad, comprensión y ayuda
concreta, de manera que le sea posible conservar la
fidelidad, incluso en la difícil situación en la que se
encuentra; ayudarle a cultivar la exigencia del perdón,
propio del amor cristiano y la disponibilidad a reanudar
eventualmente la vida conyugal anterior.
Parecido es el caso del cónyuge que ha tenido que sufrir
el divorcio, pero que —conociendo bien la indisolubilidad
del vínculo matrimonial válido— no se deja implicar en una
nueva unión, empeñándose en cambio en el cumplimiento
prioritario de sus deberes familiares y de las
responsabilidades de la vida cristiana. En tal caso su
ejemplo de fidelidad y de coherencia cristiana asume un
particular valor de testimonio frente al mundo y a la
Iglesia, haciendo todavía más necesaria, por parte de ésta,
una acción continua de amor y de ayuda, sin que exista
obstáculo alguno para la admisión a los sacramentos.
e) Divorciados casados de nuevo
84. La experiencia diaria enseña, por desgracia, que
quien ha recurrido al divorcio tiene normalmente la
intención de pasar a una nueva unión, obviamente sin el rito
religioso católico. Tratándose de una plaga que, como otras,
invade cada vez más ampliamente incluso los ambientes
católicos, el problema debe afrontarse con atención
improrrogable. Los Padres Sinodales lo han estudiado
expresamente. La Iglesia, en efecto, instituida para
conducir a la salvación a todos los hombres, sobre todo a
los bautizados, no puede abandonar a sí mismos a quienes
—unidos ya con el vínculo matrimonial sacramental— han
intentado pasar a nuevas nupcias. Por lo tanto procurará
infatigablemente poner a su disposición los medios de
salvación.
Los pastores, por amor a la verdad, están obligados a
discernir bien las situaciones. En efecto, hay diferencia
entre los que sinceramente se han esforzado por salvar el
primer matrimonio y han sido abandonados del todo
injustamente, y los que por culpa grave han destruido un
matrimonio canónicamente válido. Finalmente están los que
han contraído una segunda unión en vista a la educación de
los hijos, y a veces están subjetivamente seguros en
conciencia de que el precedente matrimonio, irreparablemente
destruido, no había sido nunca válido.
En unión con el Sínodo exhorto vivamente a los pastores y
a toda la comunidad de los fieles para que ayuden a los
divorciados, procurando con solícita caridad que no se
consideren separados de la Iglesia, pudiendo y aun debiendo,
en cuanto bautizados, participar en su vida. Se les exhorte
a escuchar la Palabra de Dios, a frecuentar el sacrificio de
la Misa, a perseverar en la oración, a incrementar las obras
de caridad y las iniciativas de la comunidad en favor de la
justicia, a educar a los hijos en la fe cristiana, a
cultivar el espíritu y las obras de penitencia para implorar
de este modo, día a día, la gracia de Dios. La Iglesia rece
por ellos, los anime, se presente como madre misericordiosa
y así los sostenga en la fe y en la esperanza.
La Iglesia, no obstante, fundándose en la Sagrada
Escritura reafirma su práxis de no admitir a la comunión
eucarística a los divorciados que se casan otra vez. Son
ellos los que no pueden ser admitidos, dado que su estado y
situación de vida contradicen objetivamente la unión de amor
entre Cristo y la Iglesia, significada y actualizada en la
Eucaristía. Hay además otro motivo pastoral: si se
admitieran estas personas a la Eucaristía, los fieles serían
inducidos a error y confusión acerca de la doctrina de la
Iglesia sobre la indisolubilidad del matrimonio.
La reconciliación en el sacramento de la penitencia —que
les abriría el camino al sacramento eucarístico— puede darse
únicamente a los que, arrepentidos de haber violado el signo
de la Alianza y de la fidelidad a Cristo, están sinceramente
dispuestos a una forma de vida que no contradiga la
indisolubilidad del matrimonio. Esto lleva consigo
concretamente que cuando el hombre y la mujer, por motivos
serios, —como, por ejemplo, la educación de los hijos— no
pueden cumplir la obligación de la separación, «asumen el
compromiso de vivir en plena continencia, o sea de
abstenerse de los actos propios de los esposos»
[180].
Del mismo modo el respeto debido al sacramento del
matrimonio, a los mismos esposos y sus familiares, así como
a la comunidad de los fieles, prohíbe a todo pastor —por
cualquier motivo o pretexto incluso pastoral— efectuar
ceremonias de cualquier tipo para los divorciados que
vuelven a casarse. En efecto, tales ceremonias podrían dar
la impresión de que se celebran nuevas nupcias
sacramentalmente válidas y como consecuencia inducirían a
error sobre la indisolubilidad del matrimonio válidamente
contraído.
Actuando de este modo, la Iglesia profesa la propia
fidelidad a Cristo y a su verdad; al mismo tiempo se
comporta con espíritu materno hacia estos hijos suyos,
especialmente hacia aquellos que inculpablemente han sido
abandonados por su cónyuge legítimo.
La Iglesia está firmemente convencida de que también
quienes se han alejado del mandato del Señor y viven en tal
situación pueden obtener de Dios la gracia de la conversión
y de la salvación si perseveran en la oración, en la
penitencia y en la caridad.
Los privados de familia
85. Deseo añadir una palabra en favor de una categoría de
personas que, por la situación concreta en la que viven —a
menudo no por voluntad deliberada— considero especialmente
cercanas al Corazón de Cristo, dignas del afecto y solicitud
activa de la Iglesia, así como de los pastores.
Hay en el mundo muchas personas que desgraciadamente no
tienen en absoluto lo que con propiedad se llama una
familia. Grandes sectores de la humanidad viven en
condiciones de enorme pobreza, donde la promiscuidad, la
falta de vivienda, la irregularidad de relaciones y la grave
carencia de cultura no permiten poder hablar de verdadera
familia. Hay otras personas que por motivos diversos se han
quedado solas en el mundo. Sin embargo para todas ellas
existe una «buena nueva de la familia».
Teniendo presentes a los que viven en extrema pobreza, he
hablado ya de la necesidad urgente de trabajar con valentía
para encontrar soluciones, también a nivel político, que
permitan ayudarles a superar esta condición inhumana de
postración. Es un deber que incumbe solidariamente a toda la
sociedad, pero de manera especial a las autoridades, por
razón de sus cargos y consecuentes responsabilidades, así
como a las familias que deben demostrar gran comprensión y
voluntad de ayuda.
A los que no tienen una familia natural, hay que abrirles
todavía más las puertas de la gran familia que es la
Iglesia, la cual se concreta a su vez en la familia
diocesana y parroquial, en las comunidades eclesiales de
base o en los movimientos apostólicos. Nadie se sienta sin
familia en este mundo: la Iglesia es casa y familia para
todos, especialmente para cuantos están fatigados y cargados
[181].
86. A vosotros esposos, a vosotros padres y madres de
familia.
A vosotros, jóvenes, que sois el futuro y la esperanza de
la Iglesia y del mundo, y seréis los responsables de la
familia en el tercer milenio que se acerca.
A vosotros, venerables y queridos hermanos en el
Episcopado y en el sacerdocio, queridos hijos religiosos y
religiosas, almas consagradas al Señor, que testimoniáis a
los esposos la realidad última del amor de Dios.
A vosotros, hombres de sentimientos rectos, que por
diversas motivaciones os preocupáis por el futuro de la
familia, se dirige con anhelante solicitud mi pensamiento al
final de esta Exhortación Apostólica.
¡El futuro de la humanidad se fragua en la familia!
Por consiguiente es indispensable y urgente que todo
hombre de buena voluntad se esfuerce por salvar y promover
los valores y exigencias de la familia.
A este respecto, siento el deber de pedir un empeño
particular a los hijos de la Iglesia. Ellos, que mediante la
fe conocen plenamente el designio maravilloso de Dios,
tienen una razón de más para tomar con todo interés la
realidad de la familia en este tiempo de prueba y de gracia.
Deben amar de manera particular a la familia. Se trata de
una consigna concreta y exigente.
Amar a la familia significa saber estimar sus valores y
posibilidades, promoviéndolos siempre. Amar a la familia
significa individuar los peligros y males que la amenazan,
para poder superarlos. Amar a la familia significa
esforzarse por crear un ambiente que favorezca su
desarrollo. Finalmente, una forma eminente de amor es dar a
la familia cristiana de hoy, con frecuencia tentada por el
desánimo y angustiada por las dificultades crecientes,
razones de confianza en sí misma, en las propias riquezas de
naturaleza y gracia, en la misión que Dios le ha confiado:
«Es necesario que las familias de nuestro tiempo vuelvan a
remontarse más alto. Es necesario que sigan a Cristo»
[182].
Corresponde también a los cristianos el deber de
anunciar con alegría y convicción la «buena nueva» sobre la
familia, que tiene absoluta necesidad de escuchar
siempre de nuevo y de entender cada vez mejor las palabras
auténticas que le revelan su identidad, sus recursos
interiores, la importancia de su misión en la Ciudad de los
hombres y en la de Dios.
La Iglesia conoce el camino por el que la familia puede
llegar al fondo de su más íntima verdad. Este camino, que la
Iglesia ha aprendido en la escuela de Cristo y en el de la
historia, —interpretada a la luz del Espíritu— no lo impone,
sino que siente en sí la exigencia apremiante de proponerla
a todos sin temor, es más, con gran confianza y esperanza,
aun sabiendo que la «buena nueva» conoce el lenguaje de la
Cruz. Porque es a través de ella como la familia puede
llegar a la plenitud de su ser y a la perfección del amor.
Finalmente deseo invitar a todos los cristianos a
colaborar, cordial y valientemente con todos los hombres de
buena voluntad, que viven su responsabilidad al servicio
de la familia. Cuantos se consagran a su bien dentro de la
Iglesia, en su nombre o inspirados por ella, ya sean
individuos o grupos, movimientos o asociaciones, encuentran
frecuentemente a su lado personas e instituciones diversas
que trabajan por el mismo ideal. Con fidelidad a los valores
del Evangelio y del hombre, y con respeto a un legítimo
pluralismo de iniciativas, esta colaboración podrá favorecer
una promoción más rápida e integral de la familia.
Ahora, al concluir este mensaje pastoral, que quiere
llamar la atención de todos sobre el cometido pesado pero
atractivo de la familia cristiana, deseo invocar la
protección de la Sagrada Familia de Nazaret.
Por misterioso designio de Dios, en ella vivió escondido
largos años el Hijo de Dios: es, pues, el prototipo y
ejemplo de todas las familias cristianas. Aquella familia,
única en el mundo, que transcurrió una existencia anónima y
silenciosa en un pequeño pueblo de Palestina; que fue
probada por la pobreza, la persecución y el exilio; que
glorificó a Dios de manera incomparablemente alta y pura, no
dejará de ayudar a las familias cristianas, más aún, a todas
las familias del mundo, para que sean fieles a sus deberes
cotidianos, para que sepan soportar las ansias y
tribulaciones de la vida, abriéndose generosamente a las
necesidades de los demás y cumpliendo gozosamente los planes
de Dios sobre ellas.
Que San José, «hombre justo», trabajador incansable,
custodio integérrimo de los tesoros a él confiados, las
guarde, proteja e ilumine siempre.
Que la Virgen María, como es Madre de la Iglesia, sea
también Madre de la «Iglesia doméstica», y, gracias a su
ayuda materna, cada familia cristiana pueda llegar a ser
verdaderamente una «pequeña Iglesia», en la que se refleje y
reviva el misterio de la Iglesia de Cristo. Sea ella,
Esclava del Señor, ejemplo de acogida humilde y generosa de
la voluntad de Dios; sea ella, Madre Dolorosa a los pies de
la Cruz, la que alivie los sufrimientos y enjugue las
lágrimas de cuantos sufren por las dificultades de sus
familias.
Que Cristo Señor, Rey del universo, Rey de las familias,
esté presente como en Caná, en cada hogar cristiano para dar
luz, alegría, serenidad y fortaleza. A Él, en el día solemne
dedicado a su Realeza, pido que cada familia sepa dar
generosamente su aportación original para la venida de su
Reino al mundo, «Reino de verdad y de vida, Reino de
santidad y de gracia, Reino de justicia, de amor y de paz»
[183]
hacia el cual está caminando la historia.
A Cristo, a María y a José encomiendo cada familia. En
sus manos y en su corazón pongo esta Exhortación: que ellos
os la ofrezcan a vosotros, venerables Hermanos y amadísimos
hijos, y abran vuestros corazones a la luz que el Evangelio
irradia sobre cada familia.
Asegurándoos mi constante recuerdo en la plegaria,
imparto de corazón a todos y cada uno, la Bendición
Apostólica, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu
Santo.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 22 de
noviembre, solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, del
año 1981, cuarto de mi Pontificado.
NOTAS
[1]. Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual
Gaudium et spes, 52.
[2] Cfr. Juan Pablo II,
Homilía para la apertura del VI Sínodo de los Obispos, 2 (26 de septiembre de 1980): AAS 72 (1980), 1008.
[3] Cfr. Gén 1-2.
[4] Cfr. Ef 5.
[5] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual
Gaudium et spes, 47; Juan Pablo II, Carta
Appropinquat iam, 1 (15 de agosto de 1980): AAS
72 (1980), 791.
[6] Cfr. Mt 19, 4.
[7] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual
Gaudium et spes, 47.
[8] Cfr. Juan Pablo II,
Discurso al Consejo de la Secretaría General del Sínodo de los Obispos (23 de febrero de 1980): Insegnamenti di Giovanni Paolo II, III, 1 (1980), 472-476.
[9] Cfr. Conc. Ecum Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual
Gaudium et spes, 4.
[10] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogmática sobre la Iglesia
Lumen gentium, 12.
[11] Cfr. 1 Jn 2, 20.
[12] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogmática sobre la Iglesia
Lumen gentium, 35.
[13] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogmática sobre la Iglesia
Lumen gentium, 12; Sagrada Congregación para
la Doctrina de la Fe, Declaración
Mysterium Ecclesiae, 2: AAS 65 (1973), 398-400.
[14] Cfr. Conc. Ecum Vat. II, Const. dogmática sobre la Iglesia
Lumen gentium, 12; Const. dogmática sobre la divina revelación
Dei Verbum, 10.
[15] Cfr. Juan Pablo II,
Homilía para la apertura del VI Sínodo de los Obispos 3 (26 de septiembre del 1980): AAS 72 (1980), 1008.
[16] Cfr. S. Agustín, De Civitate Dei, XIV, 28: CSEL 40 II, 56 s.
[17] Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual
Gaudium et spes, 15.
[18] Cfr. Ef 3, 8, Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual
Gaudium et spes, 44; Decr. sobre la actividad misionera de la Iglesia
Ad gentes, 15 y 22.
[19] Cfr. Mt 19, 4 ss.
[20] Cfr. Gén 1, 26 s.
[21] 1 Jn 4, 8.
[22] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual
Gaudium et spes, 12.
[23] Ibid., 48.
[24] Cfr. por ej. Os, 2, 21; Jer 3, 6-13; Is 54.
[25] Cfr Ez 16, 25.
[26] Cfr. Os 3.
[27] Cfr. Gén 2, 24; Mt 19, 5.
[28] Cfr. Ef 5, 32 s.
[29] Tertuliano, Ad uxorem, II, VIII, 6-8: CCL, I, 393.
[30] Cfr. Conc. Ecum. Trident., Sessio XXIV, can. 1: I. D. Mansi, Sacrorum Conciliorum Nova et Amplissima Collectio, 33, 149 s.
[31] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual
Gaudium et spes, 48.
[32] Juan Pablo II,
Discurso a los Delegados del «Centre de Liaison des Equipes de Recherche», 3 (3 de noviembre de 1979):
Insegnamenti di Giovanni Paolo II, II, 2 (1979), 1032.
[33] Ibid., 4: 1. c., p. 1032.
[34] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual
Gaudium et spes, 50.
[35] Cfr. Gén 2, 24.
[36] Ef 3, 15.
[37] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual
Gaudium et spes, 78.
[38] S. Juan Crisóstomo, La Virginidad, X: PG 48, 540.
[39] Cfr. Mt 22, 30.
[40] Cfr 1 Cor 7, 32 s.
[41] Conc. Ecum. Vat. II, Decr. sobre la adecuada renovación de la vida religiosa
Perfectae caritatis, 12.
[42] Cfr. Pío XII, Cart. Enc. Sacra virginitas, II: AAS 46 (1954), 174 ss.
[43] Cfr. Juan Pablo II, Carta
Novo incipiente, 9 (8 de abril de 1979): AAS 71 (1979), 410 s.
[44] Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual
Gaudium et spes, 48.
[45] Juan Pablo II, Cart. Enc.
Redemptor hominis, 10: AAS 71 (1979) 274.
[46] Mt 19, 6; cfr. Gén 2, 24.
[47] Cfr. Juan Pablo II,
Homilía durante la misa para las familias, 4 (Kinshasa, 3 de mayo de 1980): AAS 72 (1980), 426 s.
[48] Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual
Gaudium et spes, 49; cfr. Juan Pablo II,
Homilía durante la misa para las familias, 4 (Kinshasa, 3 de mayo de 1980): l.c.
[49] Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual
Gaudium et spes, 48.
[50] Cfr. Ef 5, 25.
[51] Cfr. Mt 19, 8.
[52] Ap 3, 14.
[53] Cfr. 2 Cor 1, 20.
[54] Cfr. Jn 13, 1.
[55] Mt 19, 6.
[56] Rom 8, 29.
[57] Summa Theologiae, IIa-IIae, 14, 2, ad 4.
[58]. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogmática sobre la Iglesia
Lumen gentium, 11, cfr. Decr. sobre el apostolado de los seglares
Apostolicam actuositatem, 11.
[59] Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual
Gaudium et spes, 52.
[60] Cfr. Ef 6, 1-4; Col 3, 20 s.
[61] Cfr. Conc. Ecum. Vat, II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual
Gaudium et spes, 48.
[62] Jn 17, 21.
[63] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual
Gaudium et spes, 24.
[64] Gén 1, 27.
[65] Gál 3, 26.28.
[66] Cfr. Juan Pablo II, Cart. Enc.
Laborem exercens, 19 AAS73 (1981), 625.
[67] Gén 2, 18.
[68] Ibid., 2, 23.
[69] S. Ambrosio, Exameron, V, 7, 19: CSEL 32, I, 154.
[70] Pablo VI, Cart. Enc.
Humanae vitae, 9: AAS 60 (1968), 486.
[71] Cfr. Ef 5, 25.
[72] Cfr. Juan Pablo II,
Homilía a los fieles de Terni, 3-5 (19 de marzo de 1981): AAS 73 (1981), 268-271.
[73] Cfr. Ef 3, 15.
[74] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual
Gaudium et spes, 52.
[75] Lc 18, 16; cfr. Mt 19, 14; Mc 10, 14.
[76] Juan Pablo II,
Discurso a la Asamblea General de las Naciones Unidas, 21 (2 de octubre del 1979): AAS 71(1979), 1159.
[77] Lc 2, 52.
[78] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual
Gaudium et spes, 48.
[79] Juan Pablo II,
Discurso a los participantes en el «International Forum on Active Aging», 5 (5 de septiembre de 1980)
Insegnamenti di Giovanni Paolo II, III, 2 (1980), 539.
[80] Gén 1, 28.
[81] Cfr. Ibid. 5, 1-3.
[82] Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual
Gaudium et spes, 50.
[83] Propositio 22. La conclusión del n. 11 de la Encíclica
Humanae vitae afirma: «La Iglesia, al exigir que los hombres observen las normas de la ley natural interpretada por su constante doctrina, enseña que cualquier
acto matrimonial debe quedar abierto a la transmisión de la vida» («ut quilibet matrimonii usus ad vitam humanam procreandam per se destinatus permaneat »): AAS
60 (1968), 488.
[84] Cfr. 2 Cor 1, 19; Ap 3, 14.
[85] Cfr.
Mensaje del VI Sínodo de los Obispos a las Familias cristianas en el mundo contemporáneo, 5 (24 de octubre del 1980): L'Osservatore Romano en lengua española
(2 de noviembre del 1980).
[86] Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual
Gaudium et spes, 51.
[87] Cart. Enc.
Humanae vitae, 7: AAS 60 (1968), 485.
[88] Ibid., 12: l.c., 488 s.
[89] Ibid., 14: l.c., 489.
[90] Ibid., 13: l.c., 489.
[91] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual
Gaudium et spes, 51.
[92] Pablo VI, Cart. Enc.
Humanae vitae, 29: AAS 60 (1968), 501.
[93] Cfr. Ibid., 25: l.c., 498 s.
[94] Ibid., 21: l.c., 496.
[95] Juan Pablo II,
Homilía para la clausura del VI Sínodo de los Obispos, 8 (25 de octubre de 1980): AAS 72 (1980), 1083.
[96] Cfr. Pablo VI, Cart. Enc.
Humanae vitae, 28: AAS 60 (1968), 501.
[97] Cfr. Juan Pablo II,
Discurso a los Delegados del «Centre de Liaison des Equipes de Recherche», 9 (3 de noviembre de 1979): Insegnamenti di Giovanni Paolo II, II, 2 (1979),
1035, cfr. también Discurso a los Participantes en el Congreso Internacional de la Familia de Africa y de Europa, 1 s. (15 de enero de 1981): L'Osservatore
Romano en lengua española, 1 de febrero de 1981.
[98] Cart Enc.
Humanae vitae, 25: AAS 60 (1968), 499.
[99] Decl. sobre la educación cristiana de la juventud
Gravissimum educationis, 3.
[100] Conc Ecum. Vat II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual
Gaudium et spes, 35.
[101] Santo Tomás de Aquino, Summa contra gentiles, IV, 58.
[102] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decl. sobre la educación cristiana de la juventud
Gravissimum educationis, 2.
[103] Exhort. Ap.
Evangelii nuntiandi, 71: AAS 68 (1976), 60 s.
[104] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decl. sobre la educación cristiana de la juventud
Gravissimum educationis, 3.
[105] Conc. Ecum. Vat. II, Decr. sobre el apostolado de los seglares
Apostolicam actuositatem, 11.
[106] Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual
Gaudium et spes, 52.
[107] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. sobre el apostolado de los seglares
Apostolicam actuositatem, 11.
[108] Rom 12, 13.
[109] Mt 10, 42.
[110] Cfr. Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual
Gaudium et spes, 30.
[111] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decl. sobre la libertad religiosa
Dignitatis humanae, 5.
[112] Cfr. Propositio 42.
[113] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogmática sobre la Iglesia
Lumen gentium, 31.
[114] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogmática sobre la Iglesia
Lumen gentium, 11; Decr. sobre el apostolado de los seglares
Apostolicam actuositatem, 11; Juan Pablo II,
Homilía para la apertura del VI Sínodo de los Obispos,
3 (26 de septiembre de 1980): AAS 72 (1980), 1008.
[115] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogmática sobre la Iglesia
Lumen gentium, 11.
[116] Cfr. Ibid., 41.
[117] Act 4, 32
[118] Cfr. Pablo VI, Cart. Enc.
Humanae vitae, 9: AAS 60 (1968), 486 s.
[119] Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual
Gaudium et spes, 48.
[120] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogmática sobre la divina revelación
Dei Verbum, 1.
[121]. Cfr. Rom 16, 26.
[122] Cfr. Pablo VI, Cart. Enc.
Humanae vitae, 25: AAS 60 (1968), 498.
[123] Exhort. Ap.
Evangelii nuntiandi, 71: AAS 68 (1976), 60 s.
[124] Cfr.
Discurso a la III Asamblea General de los Obispos de América Latina, IV a) (28 de enero de 1979): AAS 71 (1979), 204.
[125] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogmática sobre la Iglesia
Lumen gentium, 35.
[126] Juan Pablo II, Exhort. Ap.
Catechesi tradendae, 68: AAS 71 (1979), 1334.
[127] Cfr. Ibid., 36: l.c., 1308.
[128] Cfr. 1 Cor 12, 4-6; Ef 4, 12 s.
[129] Mc 16, 15.
[130] Cfr. Conc Ecum. Vat. II, Const. dogmática sobre la Iglesia
Lumen gentium, 11.
[131] Act 1, 8.
[132] Cfr. 1 Pe 3, 1 s.
[133] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogmática sobre la Iglesia
Lumen gentium, 35; Decr. sobre el apostolado de los seglares
Apostolicam actuositatem, 11.
[134] Cfr. Act 18; Rom 16, 3 s.
[135] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. sobre la actividad misionera de la Iglesia
Ad gentes, 39.
[136] Conc. Ecum. Vat. II, Decr. sobre el apostolado de los seglares
Apostolicam actuositatem, 30.
[137] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogmática sobre la Iglesia
Lumen gentium, 10.
[138] Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual
Gaudium et spes, 49.
[139] Ibid., 48.
[140] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogmática sobre la Iglesia
Lumen gentium, 41.
[141] Conc. Ecum. Vat. lI, Const. sobre la sagrada liturgia
Sacrosanctum Concilium, 59.
[142] Cfr. 1 Pe 2, 5; Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogmática sobre la Iglesia
Lumen gentium, 34.
[143] Conc Ecum. Vat. II, Const. dogmática sobre la Iglesia
Lumen gentium, 34.
[144] Const. sobre la sagrada liturgia
Sacrosanctum Concilium, 78.
[145] Cfr. Jn 19, 34.
[146] N. 25: AAS 60 (1968), 499.
[147] Ef 2, 4.
[148] Cfr. Juan Pablo II, Cart. Encíclica
Dives in misericordia, 13: AAS 72 (1980), 1218 s.
[149] 1 Pe 2, 5.
[150] Mt 18, 19 s.
[151] Conc. Ecum. Vat. II, Decl. sobre la educación cristiana de la juventud
Gravissimum educationis, 3; cfr. Juan Pablo II, Exhort. Ap.
Catechesi tradendae, 36: AAS 71 (1979), 1308.
[152] Discurso en la Audiencia general (11 de agosto de 1976): Insegnamenti di Paolo VI, XIV (1976), 640.
[153] Cfr. Const. sobre la sagrada liturgia
Sacrosanctum Concilium, 12.
[154] Cfr. Institutio Generalis de Liturgia Horarum, 27.
[155] Pablo VI, Exhort. Ap.
Marialis cultus, 52-54: AAS 66 (1974), 160 s.
[156] Juan Pablo II,
Discurso en el Santuario de la Mentorella (29 de octubre de 1978): Insegnamenti di Giovanni Paolo II, I (1978), 78 s.
[157] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. sobre el apostolado de los seglares
Apostolicam actuositatem, 4.
[158] Cfr. Juan Pablo I,
Discurso a los Obispos de la XII Región Pastoral de los Estados Unidos de América (21 de septiembre de 1978):AAS
70 (1978), 767.
[159] Rom 8, 2.
[160] Ibid., 5, 5.
[161] Cfr. Mc 10, 45.
[162] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogmática sobre la Iglesia
Lumen gentium, 36.
[163] Decr. sobre el apostolado de los seglares
Apostolicam actuositatem, 8.
[164] Cfr.
Mensaje del VI Sínodo de los Obispos a las Familias cristianas en el mundo contemporáneo, 12: L'Osservatore Romano en lengua española (26 de octubre de 1980).
[165] Cfr. Juan Pablo II,
Discurso a la III Asamblea General de los Obispos de América Latina, IVa) (28 de enero de 1979): AAS 71 (1979), 204.
[166] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. sobre la sagrada liturgia
Sacrosanctum Concilium, 10.
[167] Cfr. Ordo celebrandi matrimonium, 17.
[168] Cfr. Conc. Ecum Vat. II, Const. sobre la sagrada liturgia
Sacrosanctum Concilium, 59.
[169] Conc. Ecum. Vat. II, Decr. sobre la adecuada renovación de la vida religiosa
Perfectae caritatis, 12.
[170] N. 3-4 (29 de noviembre del 1980): Insegnamenti di Giovanni Paolo II, III, 2 (1980), 1453 s.
[171] Pablo VI,
Mensaje para la III Jornada de las Comunicaciones Sociales (7 de abril de 1969): AAS 61 (1969), 455.
[172] Juan Pablo II,
Mensaje para la XIV Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales (1 de mayo del 1980): Insegnamenti di Giovanni Paolo II, III, I (1980), 1042.
[173] Juan Pablo II,
Mensaje para la XV Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales, 5: L'Osservatore Romano en lengua española, 31 de mayo de 1981.
[174] Ibid.
[175] Pablo VI,
Mensaje para la III Jornada de las Comunicaciones Sociales: AAS 61 (1969), 456.
[176] Ibid.
[177]
Mensaje para la XIV Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, III, 1 (1980), 1044.
[178] Cfr. Pablo VI, Motu Proprio Matrimonia mixta, 4-5: AAS62 (1970), 257 ss. Juan Pablo II, Discurso a los participantes en la reunión plenaria del
Secretariado para la Unión de los Cristianos (13 noviembre de 1981): L'Osservatore Romano (14 de noviembre de 1981).
[179] Instr. In quibus rerum circumstantiis (15 de junio de 1972): AAS 64 (1972), 518-525; Nota del 17 de octubre de 1973: AAS 65 (1973), 616-619.
[180] Juan Pablo II,
Homilía para la clausura del VI Sínodo de los Obispos, 7 (25 de octubre de 1980): AAS 72 (1980), 1082.
[181] Cfr. Mt 11, 28.
[182] Juan Pablo II, Carta
Appropinquat iam, 1 (15 de agosto de 1980): AAS 72 (1980), 791.
[183] Prefacio de la Misa de la Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo.