JUAN PABLO II
¡Queridos niños!
Nace Jesús
Dentro de pocos días celebraremos la
Navidad, fiesta vivida intensamente por todos los niños en
cada familia. Este año lo será aún más porque es el Año
de la Familia. Antes de que éste termine, deseo
dirigirme a vosotros, niños del mundo entero, para compartir
juntos la alegría de esta entrañable conmemoración.
La Navidad es la fiesta de un Niño,
de un recién nacido. ¡Por esto es vuestra fiesta! Vosotros
la esperáis con impaciencia y la preparáis con alegría,
contando los días y casi las horas que faltan para la
Nochebuena de Belén.
Parece que os estoy viendo: preparando en
casa, en la parroquia, en cada rincón del mundo el
nacimiento, reconstruyendo el clima y el ambiente en que
nació el Salvador. ¡Es cierto! En el período navideño el
establo con el pesebre ocupa un lugar central en la Iglesia.
Y todos se apresuran a acercarse en peregrinación
espiritual, como los pastores la noche del nacimiento de
Jesús. Más tarde los Magos vendrán desde el lejano Oriente,
siguiendo la estrella, hasta el lugar donde estaba el
Redentor del universo.
También vosotros, en los días de Navidad,
visitáis los nacimientos y os paráis a mirar al Niño puesto
entre pajas. Os fijáis en su Madre y en san José, el
custodio del Redentor. Contemplando la Sagrada Familia,
pensáis en vuestra familia, en la que habéis venido al
mundo. Pensáis en vuestra madre, que os dio a luz, y en
vuestro padre. Ellos se preocupan de mantener la familia y
de vuestra educación. En efecto, la misión de los padres no
consiste sólo en tener hijos, sino también en educarlos
desde su nacimiento.
Queridos niños, os escribo acordándome de
cuando, hace muchos años, yo era un niño como vosotros.
Entonces yo vivía también la atmósfera serena de la Navidad,
y al ver brillar la estrella de Belén corría al nacimiento
con mis amigos para recordar lo que sucedió en Palestina
hace 2000 años. Los niños manifestábamos nuestra alegría
ante todo con cantos. ¡Qué bellos y emotivos son los
villancicos, que en la tradición de cada pueblo se cantan en
torno al nacimiento! ¡Qué profundos sentimientos contienen
y, sobre todo, cuánta alegría y ternura expresan hacia el
divino Niño venido al mundo en la Nochebuena! También los
días que siguen al nacimiento de Jesús son días de fiesta:
así, ocho días más tarde, se recuerda que, según la
tradición del Antiguo Testamento, se dio un nombre al Niño:
llamándole Jesús.
Después de cuarenta días, se
conmemora su presentación en el Templo, como sucedía con
todos los hijos primogénitos de Israel. En aquella ocasión
tuvo lugar un encuentro extraordinario: el viejo Simeón se
acercó a María, que había ido al Templo con el Niño, lo tomó
en brazos y pronunció estas palabras proféticas: «Ahora,
Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya
en paz, porque han visto mis ojos tu salvación, la que has
preparado a la vista de todos los pueblos, luz para iluminar
a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel» (Lc 2,
29-32). Después, dirigiéndose a María, su Madre, añadió: «
Este está puesto para caída y elevación de muchos en Israel,
y para ser señal de contradicción ―¡y a ti misma una espada
te atravesará el alma!― a fin de que queden al descubierto
las intenciones de muchos corazones» (Lc 2, 34-35).
Así pues, ya en los primeros días de la vida de Jesús
resuena el anuncio de la Pasión, a la que un día se asociará
también la Madre, María: el Viernes Santo ella estará en
silencio junto a la Cruz del Hijo. Por otra parte, no
pasarán muchos días después del nacimiento para que el
pequeño Jesús se vea expuesto a un grave peligro: el cruel
rey Herodes ordenará matar a los niños menores de dos años,
y por esto se verá obligado a huir con sus padres a Egipto.
Seguro que vosotros conocéis muy bien estos
acontecimientos relacionados con el nacimiento de Jesús. Os
los cuentan vuestros padres, sacerdotes, profesores y
catequistas, y cada año los revivís espiritualmente durante
las fiestas de Navidad, junto con toda la Iglesia: por eso
conocéis los aspectos trágicos de la infancia de Jesús.
¡Queridos amigos! En lo sucedido al Niño de
Belén podéis reconocer la suerte de los niños de todo el
mundo. Si es cierto que un niño es la alegría no sólo de
sus padres, sino también de la Iglesia y de toda la
sociedad, es cierto igualmente que en nuestros días muchos
niños, por desgracia, sufren o son amenazados en varias
partes del mundo: padecen hambre y miseria, mueren a causa
de las enfermedades y de la desnutrición, perecen víctimas
de la guerra, son abandonados por sus padres y condenados a
vivir sin hogar, privados del calor de una familia propia,
soportan muchas formas de violencia y de abuso por parte de
los adultos. ¿Cómo es posible permanecer indiferente ante al
sufrimiento de tantos niños, sobre todo cuando es causado de
algún modo por los adultos?
Jesús da la Verdad
El Niño, que en Navidad contemplamos en el
pesebre, con el paso del tiempo fue creciendo. A los doce
años, como sabéis, subió por primera vez, junto con
María y José, de Nazaret a Jerusalén con motivo de la fiesta
de la Pascua. Allí, mezclado entre la multitud de
peregrinos, se separó de sus padres y, con otros chicos, se
puso a escuchar a los doctores del Templo, como en una «
clase de catecismo». En efecto, las fiestas eran ocasiones
adecuadas para transmitir la fe a los muchachos de la edad,
más o menos, de Jesús. Pero sucedió que, en esta reunión, el
extraordinario Adolescente venido de Nazaret no sólo hizo
preguntas muy inteligentes, sino que él mismo comenzó a dar
respuestas profundas a quienes le estaban enseñando. Sus
preguntas y sobre todo sus respuestas asombraron a los
doctores del Templo. Era la misma admiración que, en lo
sucesivo, suscitaría la predicación pública de Jesús: el
episodio del Templo de Jerusalén no es otra cosa que el
comienzo y casi el preanuncio de lo que sucedería algunos
años más tarde.
Queridos chicos y chicas, coetáneos del
Jesús de doce años, ¿no vienen a vuestra mente, en este
momento, las clases de religión que se dan en la
parroquia y en la escuela, clases a las que estáis invitados
a participar? Quisiera, pues, haceros algunas preguntas:
¿cuál es vuestra actitud ante las clases de religión? ¿Os
sentís comprometidos como Jesús en el Templo cuando tenía
doce años? ¿Asistís a ellas con frecuencia en la escuela o
en la parroquia? ¿Os ayudan en esto vuestros padres?
Jesús a los doce años quedó tan cautivado
por aquella catequesis en el Templo de Jerusalén que, en
cierto modo, se olvidó hasta de sus padres. María y José,
regresando con otros peregrinos a Nazaret, se dieron cuenta
muy pronto de su ausencia. La búsqueda fue larga. Volvieron
sobre sus pasos y sólo al tercer día lograron encontrarlo en
Jerusalén, en el Templo. «Hijo, ¿por qué nos has hecho
esto? Mira, tu padre y yo, angustiados, te andábamos
buscando» (Lc 2, 48). ¡Qué misteriosa es la
respuesta de Jesús y cómo hace pensar! «¿Por qué me
buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi
Padre?» (Lc 2, 49). Era una respuesta difícil de
aceptar. El evangelista Lucas añade simplemente que María «
conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón»
(2, 51). En efecto, era una respuesta que se comprendería
sólo más tarde, cuando Jesús, ya adulto, comenzó a predicar,
afirmando que por su Padre celestial estaba dispuesto a
afrontar todo sufrimiento e incluso la muerte en cruz.
Jesús volvió de Jerusalén a Nazaret con
María y José, donde vivió sujeto a ellos (cf. Lc 2,
51). Sobre este período, antes de iniciar la predicación
pública, el Evangelio señala sólo que «progresaba en
sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los
hombres» (Lc 2, 52).
Queridos chicos, en el Niño que contempláis
en el nacimiento podéis ver ya al muchacho de doce años que
dialoga con los doctores en el Templo de Jerusalén. El es el
mismo hombre adulto que más tarde, con treinta años,
comenzará a anunciar la palabra de Dios, llamará a los doce
Apóstoles, será seguido por multitudes sedientas de verdad.
A cada paso confirmará su maravillosa enseñanza con signos
de su potencia divina: devolverá la vista a los ciegos,
curará a los enfermos e incluso resucitará a los muertos.
Entre ellos estarán la joven hija de Jairo y el hijo de la
viuda de Naim, devuelto vivo a su apenada madre.
Es justamente así: este Niño, ahora recién
nacido, cuando sea grande, como Maestro de la Verdad divina,
mostrará un afecto extraordinario por los niños. Dirá
a los Apóstoles: «Dejad que los niños vengan a mí, no se lo
impidáis», y añadirá: «Porque de los que son como éstos es
el Reino de Dios» (Mc 10, 14). Otra vez, estando los
Apóstoles discutiendo sobre quién era el más grande, pondrá
en medio de ellos a un niño y dirá: «Si no cambiáis y os
hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los
cielos» (Mt 18, 3). En aquella ocasión pronunciará
también palabras severísimas de advertencia: «Al que
escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le
vale que le cuelguen al cuello una de esas piedras de molino
que mueven los asnos, y le hundan en lo profundo del mar» (Mt
18, 6).
¡Qué importante es el niño para Jesús!
Se podría afirmar desde luego que el Evangelio está
profundamente impregnado de la verdad sobre el niño.
Incluso podría ser leído en su conjunto como el «Evangelio
del niño».
En efecto, ¿qué quiere decir: «Si no
cambiáis y os hacéis como los niños, no entraréis en el
Reino de los cielos»? ¿Acaso no pone Jesús al niño como
modelo incluso para los adultos? En el niño hay algo que
nunca puede faltar a quien quiere entrar en el Reino de los
cielos. Al cielo van los que son sencillos como los niños,
los que como ellos están llenos de entrega confiada y son
ricos de bondad y puros. Sólo éstos pueden encontrar en Dios
un Padre y llegar a ser, a su vez, gracias a Jesús, hijos de
Dios.
¿No es éste el mensaje principal de la
Navidad? Leemos en san Juan: «Y la Palabra se hizo carne y
puso su morada entre nosotros» (1, 14); y además: «A todos
los que le recibieron les dio poder de hacerse hijos de
Dios» (1, 12). ¡Hijos de Dios! Vosotros, queridos
niños, sois hijos e hijas de vuestros padres. Ahora bien,
Dios quiere que todos seamos hijos adoptivos suyos mediante
la gracia. Aquí está la fuente verdadera de la alegría de la
Navidad, de la que os escribo ya al término del Año de la
Familia. Alegraos por este «Evangelio de la filiación
divina». Que, en este gozo, las próximas fiestas
navideñas produzcan abundantes frutos, en el Año de la
Familia.
Jesús se da a sí mismo
Queridos amigos, la Primera Comunión
es sin duda alguna un encuentro inolvidable con Jesús, un
día que se recuerda siempre como uno de los más hermosos de
la vida. La Eucaristía, instituida por Cristo la víspera de
su pasión durante la Ultima Cena, es un sacramento de la
Nueva Alianza, más aún, el más importante de los
sacramentos. En ella el Señor se hace alimento de las almas
bajo las especies del pan y del vino. Los niños la reciben
solemnemente la primera vez ―en la Primera Comunión― y se
les invita a recibirla después cuantas más veces mejor para
seguir en amistad íntima con Jesús.
Para acercarse a la Sagrada Comunión, como
sabéis, se debe haber recibido el Bautismo: este es
el primer sacramento y el más necesario para la salvación.
¡Es un gran acontecimiento el Bautismo! En los primeros
siglos de la Iglesia, cuando los que recibían el Bautismo
eran sobre todo los adultos, el rito se concluía con la
participación en la Eucaristía, y tenía la misma solemnidad
que hoy acompaña a la Primera Comunión. Más adelante, al
empezar a administrar el Bautismo principalmente a los
recién nacidos ―es también el caso de muchos de vosotros,
queridos niños, que por tanto no podéis recordar el día de
vuestro Bautismo― la fiesta más solemne se trasladó al
momento de la Primera Comunión. Cada muchacho y cada
muchacha de familia católica conoce bien esta costumbre: la
Primera Comunión se vive como una gran fiesta familiar.
En este día se acercan generalmente a la Eucaristía,
junto con el festejado, los padres, los hermanos y hermanas,
los demás familiares, los padrinos y, a veces también, los
profesores y educadores.
El día de la Primera Comunión es además
una gran fiesta en la parroquia. Recuerdo como si fuese
hoy mismo cuando, junto con otros muchachos de mi edad,
recibí por primera vez la Eucaristía en la Iglesia
parroquial de mi pueblo. Es costumbre hacer fotos familiares
de este acontecimiento para así no olvidarlo. Por lo
general, las personas conservan estas fotografías durante
toda su vida. Con el paso de los años, al hojearlas, se
revive la atmósfera de aquellos momentos; se vuelve a la
pureza y a la alegría experimentadas en el encuentro con
Jesús, que se hizo por amor Redentor del hombre.
¡Cuántos niños en la historia de la Iglesia
han encontrado en la Eucaristía una fuente de fuerza
espiritual, a veces incluso heroica! ¿Cómo no recordar,
por ejemplo, los niños y niñas santos, que
vivieron en los primeros siglos y que aún hoy son conocidos
y venerados en toda la Iglesia? Santa Inés, que vivió en
Roma; santa Agueda, martirizada en Sicilia; san Tarsicio, un
muchacho llamado con razón el mártir de la Eucaristía,
porque prefirió morir antes que entregar a Jesús
sacramentado, a quien llevaba consigo.
Y así, a lo largo de los siglos hasta
nuestros días, no han faltado niños y muchachos entre los
santos y beatos de la Iglesia. Al igual que Jesús
muestra en el Evangelio una confianza particular en los
niños, así María, la Madre de Jesús, ha dirigido siempre, en
el curso de la historia, su atención maternal a los
pequeños. Pensad en santa Bernardita de Lourdes, en los
niños de La Salette y, ya en este siglo, en Lucía, Francisco
y Jacinta de Fátima.
Os hablaba antes del «Evangelio del niño»,
¿acaso no ha encontrado éste en nuestra época una expresión
particular en la espiritualidad de santa Teresa del Niño
Jesús? Es propiamente así: Jesús y su Madre eligen con
frecuencia a los niños para confiarles tareas de gran
importancia para la vida de la Iglesia y de la humanidad. He
citado sólo a algunos universalmente conocidos, pero
¡cuántos otros hay menos célebres! Parece que el Redentor de
la humanidad comparte con ellos la solicitud por los
demás: por los padres, por los compañeros y compañeras.
El siempre atiende su oración. ¡Qué enorme fuerza tiene
la oración de un niño! Llega a ser un modelo para los
mismos adultos: rezar con confianza sencilla y total
quiere decir rezar como los niños saben hacerlo.
Llego ahora a un punto importante de esta
Carta: al terminar el Año de la Familia, queridos amigos
pequeños, deseo encomendar a vuestra oración los problemas
de vuestra familia y de todas las familias del mundo. Y no
sólo esto, tengo también otras intenciones que confiaros.
El Papa espera mucho de vuestras oraciones. Debemos
rezar juntos y mucho para que la humanidad, formada por
varios miles de millones de seres humanos, sea cada vez más
la familia de Dios, y pueda vivir en paz. He recordado al
principio los terribles sufrimientos que tantos niños han
padecido en este siglo, y los que continúan sufriendo muchos
de ellos también en este momento. Cuántos mueren en estos
días víctimas del odio que se extiende por varias partes de
la tierra: por ejemplo en los Balcanes y en diversos países
de África. Meditando precisamente sobre estos hechos, que
llenan de dolor nuestros corazones, he decidido pediros a
vosotros, queridos niños y muchachos, que os encarguéis de
la oración por la paz. Lo sabéis bien: el amor y
la concordia construyen la paz, el odio y la violencia la
destruyen. Vosotros detestáis instintivamente el odio y
tendéis hacia el amor: por esto el Papa está seguro de que
no rechazaréis su petición, sino que os uniréis a su oración
por la paz en el mundo con la misma fuerza con que rezáis
por la paz y la concordia en vuestras familias.
¡Alabad el nombre del Señor!
Permitidme, queridos chicos y chicas, que al
final de esta Carta recuerde unas palabras de un salmo que
siempre me han emocionado: ¡Laudate pueri Dominum!
¡Alabad niños al Señor, alabad el nombre del Señor. Bendito
sea el nombre del Señor, ahora y por siempre. De la salida
del sol hasta su ocaso, sea loado el nombre del Señor! (cf.
Sal 113112, 1-3). Mientras medito las palabras de
este salmo, pasan delante de mi vista los rostros de los
niños de todo el mundo: de oriente a occidente, de norte
a sur. A vosotros, mis pequeños amigos, sin distinción de
lengua, raza o nacionalidad, os digo: ¡Alabad el nombre
del Señor!
Puesto que el hombre debe alabar a Dios ante
todo con su vida, no olvidéis lo que Jesús muchacho dijo a
su Madre y a José en el Templo de Jerusalén: «¿No sabíais
que yo debía estar en la casa de mi Padre?» (Lc 2,
49). El hombre alaba al Señor siguiendo la llamada de su
propia vocación. Dios llama a cada hombre, y su voz se
deja sentir ya en el alma del niño: llama a vivir en el
matrimonio o a ser sacerdote; llama a la vida consagrada o
tal vez al trabajo en las misiones... ¿Quién sabe? Rezad,
queridos muchachos y muchachas, para descubrir cuál es
vuestra vocación, para después seguirla generosamente.
¡Alabad el nombre del Señor! Los
niños de todos los continentes, en la noche de Belén, miran
con fe al Niño recién nacido y viven la gran alegría de la
Navidad. Cantando en sus lenguas, alaban el nombre del
Señor. De este modo se difunde por toda la tierra la
sugestiva melodía de la Navidad. Son palabras tiernas y
conmovedoras que resuenan en todas las lenguas humanas; es
como un canto festivo que se eleva por toda la tierra y se
une al de los Ángeles, mensajeros de la gloria de Dios,
sobre el portal de Belén: «Gloria a Dios en las alturas y
en la tierra paz a los hombres en quienes El se complace» (Lc
2, 14). El Hijo predilecto de Dios se presenta entre
nosotros como un recién nacido; en torno a El los niños de
todas las Naciones de la tierra sienten sobre sí mismos la
mirada amorosa del Padre celestial y se alegran porque Dios
los ama. El hombre no puede vivir sin amor. Está llamado a
amar a Dios y al prójimo, pero para amar verdaderamente debe
tener la certeza de que Dios lo quiere.
¡Dios os ama, queridos muchachos!
Quiero deciros esto al terminar el Año de la Familia y con
ocasión de estas fiestas navideñas que son particularmente
vuestras.
Os deseo unas fiestas gozosas y serenas;
espero que en ellas viváis una experiencia más intensa del
amor de vuestros padres, de los hermanos y hermanas, y de
los demás miembros de vuestra familia. Que este amor se
extienda después a toda vuestra comunidad, mejor aún, a todo
el mundo, gracias a vosotros, queridos muchachos y niños.
Así el amor llegará a quienes más lo necesitan, en especial
a los que sufren y a los abandonados. ¿Qué alegría es mayor
que el amor? ¿Qué alegría es más grande que la que tú,
Jesús, pones en el corazón de los hombres, y particularmente
de los niños, en Navidad?
¡Levanta tu mano, divino Niño,
y bendice a estos pequeños amigos tuyos,
bendice a los niños de toda la tierra!
Vaticano, 13 de diciembre de 1994.