Santiago de Querétaro, Qro., 1° de Noviembre de 2006
CARTA PASTORAL N° 9/ 2006/
DEL SR. OBISPO DON MARIO DE GASPERÍN GASPERÍN, OBISPO DE QUERÉTARO
TESTIGOS DE LA ESPERANZA
EL HOMBRE, CAMINO DE LA IGLESIA
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Hermanos presbíteros
Hermanos y hermanas consagrados
Hermanos y hermanas en la santa fe católica
INTRODUCCIÓN
Coordenadas pastorales
1. Después de haber celebrado el Año de la Pastoral Social según marca
nuestro Plan Diocesano, y de haber tenido diversos encuentros y sesiones
de estudio relativas a la Doctrina Social de la Iglesia, y habiendo
escuchado las aportaciones y propuestas de numerosos fieles laicos durante
mi Visita Pastoral a las parroquias, y posteriormente retomadas en el
documento titulado “El Compromiso Social de los Fieles Laicos”, que sirvió
para la reflexión común en la XVII Asamblea Diocesana, me ha parecido
necesario escribir esta Carta Pastoral para reafirmar y aclarar algunos
conceptos que utiliza el Magisterio eclesiástico en el campo de lo social
y estimular a los fieles laicos a asumir más plenamente sus
responsabilidades en la vida pública. En efecto, este ramo de la pastoral
suele ser el más descuidado no sólo por las exigencias que lleva consigo,
sino por la atmósfera enrarecida en que ha vivido la comunidad católica en
el último siglo y por la falta de claridad en los conceptos y en los
contenidos de la doctrina social cristiana. Vivimos, tanto al interior
como sobre todo al exterior de la Iglesia, una especie de “comedia de
equivocaciones”, en razón del significado distinto y hasta contrario que
se suele dar a términos y expresiones como bien común, laico, laicidad,
laicismo, política, política partidista, a la noción misma de Estado laico
y de democracia. Una situación así no facilita el diálogo ni el mutuo
entendimiento.
Raíz de la crisis actual
2. Esta confusión se ha generado durante más de un siglo de
adoctrinamiento de corte liberal, alimentado por diversas corrientes
filosóficas que han imperado entre nosotros y que tienen como base el
positivismo científico que invadió también el campo del derecho y de la
moral y cuyo fruto obligado es la dictadura del relativismo y la vuelta al
paganismo. La Iglesia, por su parte, ha clarificado su doctrina y, sobre
todo, ha ofrecido respuestas actualizadas a los retos que presentan las
nuevas realidades en el campo de las ciencias humanas y de lo social. Por
esta razón, y estimulado por el planteamiento del Papa Benedicto XVI en su
encíclica “Dios es Amor”, he procurado descubrir en la primera parte de
esta Carta Pastoral las mismas raíces del sistema positivista y liberal
que nos rige en lo político, en lo económico y en lo social, sobre todo en
su expresión más radical del liberalismo intransigente, como le llama la
Nota doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la
conducta de los católicos en la vida pública (No. 6), de la Congregación
para la Doctrina de la Fe del 22 de Noviembre de 2002. En efecto, el
planteamiento originalísimo del Santo Padre en su primera encíclica, nos
viene a desvelar las causas de la actual crisis religiosa y cultural,
donde lo cristiano es visto por el hombre contemporáneo no sólo con recelo
sino como su enemigo, con la trágica consecuencia de la vuelta al más puro
paganismo.
La enseñanza social de la Iglesia
3. En la segunda parte de la Carta presento una reflexión sobre la
relación que guarda la Doctrina Social de la Iglesia católica con el
sistema democrático que nos rige, y con el que convive necesariamente el
católico en sus actividades cotidianas, sobre todo quien tiene cargos
públicos que desempeñar. En este campo perduran ideas y expresiones que
han sido ya superadas por la experiencia democrática de muchas naciones
modernas, más concordes con el Magisterio de la Iglesia tal y como lo
expone, por ejemplo, el “Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia” al
cual remito e invito a conocer y a estudiar. En esta Carta menciono
únicamente las ideas y los temas que más afectan a nuestra vida común en
México y, necesariamente, lo hago con brevedad.
La lucha entre el bien y el mal
4. Ofrezco también, al final, una reflexión breve sobre la raíz teológica
de esta lamentable situación, tal y como se nos revela en la Historia de
la Salvación desde sus inicios, de modo que percibamos que lo que ahora
vivimos debe enmarcarse como un episodio más de la vieja batalla entre el
bien y el mal, la muerte y la vida, la bendición y la maldición; entre la
Babel terrena y la Jerusalén celestial, donde el Cordero inmolado y
victorioso nos espera y alienta nuestra esperanza. Somos los católicos
Testigos de esta Esperanza en el mundo.
Constructores de la ciudad terrena
5. El fiel católico sabe que la fe no es una mera abstracción, sino un
itinerario que inicia con el Bautismo y desemboca en la eternidad; es
consciente de que su paso por este mundo implica un compromiso real y
concreto con todas las realidades que va encontrando en su camino y que lo
orientan hacia su destino final, feliz o desventurado. Sabemos los
católicos con toda claridad que no tenemos aquí ciudad permanente, sino
que debemos fijar nuestra mirada en la futura, en la Jerusalén de arriba,
en la que habitará por siempre la justicia que en esta tierra no
encontramos en plenitud, pero que debemos esforzarnos por construir con
tesón y con esperanza. Esta mirada a lo alto no debilita, sino que más
bien estimula nuestro sentido de responsabilidad respecto a la tierra
presente (Vat. II. G.S. 39) para implantar, ya desde ahora y en el lugar
en que nos ha tocado vivir, el Reino de Dios.
I. LAS RAÍCES DEL LAICISMO
“Dos amores edificaron dos ciudades: El amor de Dios
hasta el desprecio de sí mismo y el amor de sí mismo
hasta el desprecio de Dios” (S. Agustín).
Ubicación histórica
6. El siglo que acaba de concluir ha sido de grandes transformaciones
sociales en nuestra patria y de dolorosas pruebas para la fe de los
católicos mexicanos. El bienestar social prometido a los ciudadanos sólo
es objeto de disfrute por parte de unos cuantos audaces y afortunados,
mientras que las mayorías siguen aguardando la hora de su cumplimiento; en
cambio, las semillas de animadversión sembradas por doquier contra los
miembros de la Iglesia de Cristo, han generado un laicismo intransigente y
discriminador, que todos los católicos -pastores y fieles- hemos sufrido
con ancestral paciencia. Los grandes Pastores que han regido a la Iglesia
de Dios en México -ejemplo eximio es San Rafael Guízar Valencia,
recientemente canonizado- nos han enseñado a interpretar estas penalidades
como participación en la Cruz de Cristo, que ha florecido en numerosos
mártires y santos elevados a los altares en los años recientes. En la
Basílica de San Pedro en Roma han ondeado, ante el mundo entero, los
pendones con las imágenes de numerosos hijos de la Iglesia aclimatada en
nuestras tierras. La fe de la Iglesia en México es una fe probada y
autentificada por el martirio y esto es don y gracia de Dios que
agradecemos. Pero las amenazas persisten, ya no en forma de persecución
violenta y cruenta, sino de manera más sutil en la ideología vigente,
llámese ésta laicismo, relativismo o desacralización, fenómenos que ahora
se engloban con el nombre genérico de postmodernidad.
A. LA VUELTA AL PAGANISMO
La postmodernidad
7. El Papa Benedicto XVI en su carta encíclica “Dios es amor” plantea con
suma claridad y crudeza el núcleo focal de donde se originan el día de hoy
las acusaciones de mayor envergadura contra la fe cristiana y, en
particular, contra la Iglesia católica. Dice el Papa: En la crítica al
cristianismo que se ha desarrollado con creciente radicalismo a partir de
la Ilustración, esta novedad (el eros-ágape como novedad del cristianismo)
ha sido valorada de modo absolutamente negativo. El cristianismo, según
Fiedrich Nietzsche, habría dado de beber al eros un veneno, el cual,
aunque no le llevó a la muerte, le hizo degenerar en vicio (Más allá del
bien y del mal, IV, 168). El filósofo alemán expresó de este modo una
apreciación muy difundida: la Iglesia, con sus preceptos y prohibiciones,
¿no convierte acaso en amargo lo más hermoso de la vida? ¿No pone quizá
carteles de prohibición precisamente allí donde la alegría, predispuesta
en nosotros por el Creador, nos ofrece una felicidad que nos hace
pregustar algo de lo divino? (N° 3). Aquí tenemos descrito, de manera
realista y clara, el punto doliente que afecta la vida del cristiano y que
lo hace al menos dudar que su pertenencia a la Iglesia sea para él un bien
y que la observancia de los mandamientos le pueda proporcionar felicidad.
Esto se refleja en la vida apática de numerosos bautizados.
Objeciones en contra de la Iglesia
8. Las objeciones contra el cristianismo en general y contra la Iglesia
católica en particular hoy en día, no suelen ser de tipo intelectual o
doctrinal; nadie acusa ahora a la Iglesia de propagar una doctrina absurda
o increíble, como lo hacían los paganos y los herejes de los primeros
siglos; ni la tacha de irracional o perversa por creer en el dogma de la
Santísima Trinidad, en la Encarnación del Verbo o en la presencia real de
Cristo en la Eucaristía. En México persisten algunas acusaciones de tipo
histórico (puesto que la historia oficial la escribieron los
contradictores de la Iglesia), que se originan muchas veces en la carencia
de objetividad y de perspectiva histórica, y otras en faltas reales de los
hijos de la Iglesia, por las que el Papa Juan Pablo II nos invitó a pedir
perdón y a purificar la memoria durante el Gran Jubileo. Las objeciones de
tipo histórico se curan con la investigación objetiva de los hechos para
quien quiere ver la verdad, y con el perdón ofrecido y recibido por los
posibles agravios cometidos.
El laicismo
9. Pero, en la actualidad, como lo señala el Papa Benedicto XVI, se acusa
al cristianismo en general y a la Iglesia católica en particular, por
motivos psicológicos o sociológicos: por causar daño y hasta enfermar a la
sociedad y al individuo, de impedirle ser feliz y disfrutar de los bienes
de la creación, comenzando por su propio cuerpo y su sexualidad. El
cristianismo sería una especie de enfermedad que debilita lo que está
vigoroso y sano, una patología peligrosa que habría que erradicar y cuyo
remedio habría que buscar, no corrigiéndolo, porque se tiene por
incorregible, sino suprimiéndolo o, al menos, excluyéndolo de la vida
pública y social. Este pretendido remedio recibe ahora un nombre muy
conocido: laicismo. Todo lo religioso-cristiano debe ser eliminado de la
vida pública y social, comenzando por la educación de la niñez y de la
juventud, llegando hasta la destrucción del matrimonio y del núcleo
familiar; por eso, la educación laica en su interpretación laicista, se ha
convertido en un dogma de fe nacional.
Ídolo nuevo con malicia vieja: el paganismo.
10. El lector medianamente informado sobre el origen de la cultura moderna
y de esta crítica al cristianismo, sabe que aquí, como bien señala el
Papa, está la mano del filósofo Friedrich Nietzsche, para quien la esencia
del cristianismo consiste, parafraseando groseramente el cántico del
Magnificat, en exaltar a los humildes y humillar a los poderosos, es
decir, exaltar lo inútil y rechazar todo lo que realmente vale y cuenta,
es decir, el poder. Lo decimos con las mismas palabras del filósofo
nihilista: El cristianismo necesita de la enfermedad, del mismo modo que
los griegos necesitaban de la salud... El cristianismo se contrapone
además a cualquier planteamiento intelectual logrado: tan sólo puede
utilizar la razón enferma en cuanto razón cristiana; toma partido por todo
cuanto es idiota..., va en contra de la soberbia del espíritu sano (El
Anticristo, 51 y 52). Según esta falseada interpretación de la fe
cristiana, la actividad de la Iglesia consistiría en exaltar y difundir la
enfermedad; lo demostraría el hecho de ir a contrapelo de los valores
propios que exaltó el paganismo: el poder, la salud, la fuerza, la
belleza, el cuerpo, el placer... y que el hombre requiere para ser feliz.
En consecuencia, la verdadera salvación del hombre sería la eliminación
del cristianismo y la vuelta al paganismo, que ahora coincide con el
laicismo y sus secuelas el relativismo y el secularismo. Hay, pues, que
superar al hombre con el super-hombre, lo débil del cristianismo con el
poder de lo terrenal: El superhombre es el sentido de la tierra...
¡Permanezcan fieles a la tierra y no crean a los que hablan de esperanzas
supraterrenales! Son envenenadores, conscientes o inconscientes... La
tierra está cansada de ellos; ¡muéranse de una vez! (Así hablaba
Zaratustra, I, 3).
Propuesta satánica
11. En el campo de concentración de Auschwitz (28 de mayo, 2006), el Papa
Benedicto XVI explicó las consecuencias de esta propuesta satánica del
filósofo alemán, haciendo ver cómo el nazismo pretendió exterminar al
pueblo hebreo y así quiso asesinar al Dios que llamó a Abraham y que
entregó a Moisés el Decálogo, que contiene la voluntad de Dios para que el
hombre viva en paz sobre la tierra; al querer eliminar a Dios y a su
pueblo, explicaba el Romano Pontífice, eliminaba también a su Ley y así
pretendía erigirse como amo soberano del hombre y dominador del mundo. Una
vez arrancada la raíz de la fe hebrea, debía de ser eliminado también el
cristianismo, substituyéndolo por la fe en el hombre autosuficiente y
soberbio que dicta e impone a placer sus propias leyes. El
nacionalsocialismo fue el fruto amargo de esta siembra perversa del
filósofo nihilista alemán. Entre nosotros, la hostilidad contra la Iglesia
y la subsiguiente persecución religiosa se inspiró más bien en el
positivismo y en el liberalismo anticlerical salpicado de socialismo, pero
con idéntica intención de erradicar el catolicismo del país; ideología que
se sigue difundiendo a granel entre los estudiantes en numerosas cátedras
y entre los lectores de las obras del malogrado filósofo alemán.
Más allá de toda ley
12. Por tanto, el laicismo arremete contra el cristianismo y en particular
contra la Iglesia católica, no porque tenga argumentos racionales válidos
sino porque está persuadido de que la fe cristiana se opone y contradice a
todo lo humano y hace infeliz al hombre; por eso describe a la Iglesia y a
la moral cristiana como antinatural, restrictiva y opresora. El
cristianismo ofrecería, en el mejor de los casos, un ser humano
disminuido; debe, por tanto, ser excluido de la vida pública y social. ¡El
cristianismo, esa negación de vida convertida en religión!, exclama
Nietzsche (El caso Wagner, 2) y llega al extremo de repudiar todo lo que
huela a moral y a autodefinirse como el primer inmoralista del mundo (Por
qué soy un destino, 2). Rechaza no sólo la moral cristiana, sino también
la ética natural, cimentada en principios comunes y universales como es el
Decálogo, dando pie a la degradación del ser humano y a la desintegración
social.
B. DESTRUCCIÓN DEL ORDEN MORAL
Palabras prohibidas.
13. Para el “intelectual” laicista y desacralizado, términos como Dios,
mandamientos, ética, moral, amor, valor, alma, conciencia, virtud, deber,
fidelidad, etcétera, deben ser excluidos del vocabulario oficial; son
palabras prohibidas en el diccionario laicista. Se ha introducido además
en la vida pública la moda de inventar vocablos o giros lingüísticos para
desvirtuar el peso moral de los contenidos de las acciones implicadas, por
ejemplo, a la anticoncepción se le llama “salud reproductiva”, al aborto
“interrupción del embarazo”, al embrión humano simple “producto” o se
habla erróneamente de “pre-embrión”; con el pretexto de luchar contra el
machismo y la discriminación de la mujer (que buena falta nos hace),
negando el hecho biológico y privilegiando el cultural, se reinventa la
noción de género (ideología de género, equidad de género, etcétera) los
cuales no serían sólo dos como los sexos (o tres con el neutro
gramatical), sino toda una constelación: masculino, femenino,
homosexual-lesbiano, bisexual, transexual, etcétera, dando carta de
ciudadanía a la promiscuidad y a la degradación sexual, como en el más
puro paganismo que describe San Pablo en su carta a los Romanos (Cf. Rm 1,
24-32). La equivocidad y la confusión en el lenguaje acompaña siempre a la
demagogia y a la manipulación social.
Ataque a las instituciones.
14. Con particular encono se atacan las instituciones básicas y fundantes
de la sociedad como son el matrimonio y la familia, las cuales, siendo
patrimonio común de la humanidad, la Iglesia protege y enriquece con los
valores propios del Evangelio, sin quitarles su bien propio y natural.
Pero el laicismo aborrece no sólo la moral cristiana sino la misma ley
natural y, en nombre del pluralismo y de la tolerancia, aplaude todo
género de uniones y formas aberrantes de convivencia, a las que pretende
dar en las leyes el mismo rango jurídico y social que al matrimonio
natural y a la familia. En esta vuelta al paganismo, habría que incluir
toda una galaxia de doctrinas y prácticas de moda como son el exagerado
cuidado del cuerpo y la exaltación de la sexualidad y del placer sin
compromiso ni responsabilidad; el endiosamiento de los cultos y rituales
paganos, autóctonos o extranjeros; el sometimiento a las fuerzas de la
naturaleza con el nombre de vibraciones, astrología, nueva era,
curanderismo y prácticas supersticiosas y pseudomísticas; en una palabra,
el renacimiento de la superstición con la ayuda de la mercadotecnia. Todas
estas prácticas primarias y rupestres son una especie de erupción del alma
primitiva que ofrece un variadísimo tianguis religioso que el laicismo
acepta y propaga, consciente o inconscientemente, confundiendo la libertad
de creencias con la banalidad y el engaño.
Los laicos y el laicismo.
15. Pero, si miramos al interior de la comunidad creyente, podemos
observar que no está exenta de este prejuicio y de este error, sino que el
laicismo, en buena parte al menos, está incrustado en la entraña misma del
catolicismo nacional. La separación entre la fe y la vida, entre lo que se
cree y lo que se practica, es una de las llagas más dolorosas que tiene
que soportar la santa Madre Iglesia. El llamado catolicismo sociológico
-el aceptado por tradición y poco ilustrado- supera en número al
convencido y genera unos adeptos indecisos y apáticos, fácilmente
manipulables, en muchas ocasiones temerosos de aparecer en público como
creyentes. Las leyes antirreligiosas obligaron a los católicos a disimular
su fe y a esconder su práctica. Pero, ¿no fue el Concilio Vaticano II
quien, con toda su autoridad, resaltó el protagonismo de los fieles laicos
y les encargó gestionar y ordenar los asuntos temporales según Dios,
defendiendo su índole secular, para que cooperen a dilatar en el mundo el
Señorío de Cristo y así cumplan su vocación y se salven? (Cf LG 31, 35, GS
43). Diez años después, el Papa Pablo VI les recuerda que su campo de
acción está en el corazón del mundo y de las más variadas realidades
temporales (EN, 70) y Juan Pablo II les señala que el mundo es el ámbito y
el medio de su vocación, de su santificación y de su salvación (Cf CFL,
17). Los Obispos de México lo subrayamos también de manera apremiante en
nuestra carta pastoral Del encuentro con Jesucristo a la solidaridad con
todos (Cf. Nos. 270-305), porque, si la luz no alumbra y la sal no da buen
sabor debe ser desechada y pisoteada por la gente, decía Jesús.
C. EL CRISTIANISMO: UN GRAN SÍ AL AMOR Y A LA VIDA
Jesucristo, el “amén” del Padre.
16. El Papa Benedicto XVI corrige esta apreciación tan lastimosa y va a la
raíz misma del laicismo contemporáneo. En su carta encíclica no menciona
la palabra pecado; y no es porque no le interese la ley moral, o no deban
enderezarse los comportamientos humanos equivocados, sino porque el Papa
quiere subrayar que el cristianismo no arranca de una doctrina o de un
sistema intelectual o moral, por más sublime que sea, sino del encuentro
gozoso con una Persona viviente y real, Jesucristo. No se comienza a ser
cristiano –dice en su encíclica- por una decisión ética o una gran idea,
sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un
nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva (No. 1); y
les aclaraba recientemente a los fieles de Roma: La fe y la ética
cristiana no quieren sofocar, sino sanar, hacer fuerte y libre el amor.
Este es el sentido de los diez mandamientos, que no son una serie de
“noes” sino un gran “sí” al amor y a la vida. La razón le asiste toda al
Papa y le agradecemos el recordárnoslo con tan claras palabras. En efecto,
en la sagrada Escritura, Jesucristo es llamado el Amén del Padre, el que
dijo sí a su voluntad y la cumplió con amor, a tal grado que la consideró
su alimento cotidiano. Si buscamos de donde le viene al hombre el poder
amar a Dios, la única razón que encontramos es porque Dios lo amó primero,
decía san Agustín (Serm. 34, 1). Porque el hombre experimentó primero el
amor de Dios, que le salió al encuentro en una persona concreta y real que
se llamó Jesucristo, por eso sus mandamientos no son pesados y su carga es
ligera; o, como diría también san Agustín, quien cumple la ley, no está
bajo la ley, sino con ella (In Jo. 3,2), la hace su compañera y guía de
camino, su alimento y su gozo.
Lo que queremos anunciar.
17. Vemos, pues, que el amor cristiano no nace de una obligación, de un
deber, sino de un encuentro gracioso, de una gratitud. El no que llevan
consigo los mandamientos se desprende de un sí gozoso a la voluntad de
Dios y del encuentro amoroso con su Hijo Jesucristo. Al aceptar el hombre
a Jesucristo necesariamente se sigue el rechazo de otros maestros y
doctrinas, como el hallazgo de la perla preciosa conlleva la venta de los
cachivaches. Lo acaba de reiterar el Papa Benedicto XVI: Despertar el
valor de atreverse a tomar decisiones definitivas, que en realidad son las
únicas que permiten crecer, caminar hacia delante y alcanzar cualquier
objetivo importante en la vida; las únicas que no destruyen la libertad,
sino que ofrecen la justa dirección en el espacio. Arriesgar esto, este
salto -por así decir- en definitivo, y con ello acoger plenamente la vida,
esto es algo que quisiera poder comunicar (Radio Vaticana, entrevista el
día 5 y 13 de agosto, 2006). Esto es lo que nosotros quisiéramos también
poder trasmitir y comunicar.
El corazón de la fe cristiana.
18. La frase de San Juan Dios es amor (1Jn 4, 16) expresa, según el
Romano Pontífice, con claridad meridiana el corazón de la fe cristiana;
por eso -añade- deseo hablar del amor, del cual Dios nos colma y que
nosotros debemos comunicar a los demás (No. 1). Se trata, pues, del ser o
del no ser cristiano, según se acepte esta enseñanza y se viva esta
experiencia, o no. Para evitar cualquier confusión, el Papa comienza
esclareciendo la tan sublime y a la vez tan tristemente manoseada palabra
amor. Los griegos lo llamaban eros y lo entendían como la atracción
motivada por la pasión de los sentidos hasta la embriaguez pseudomística;
sus manifestaciones eran desde las orgías públicas en los cultos al dios
Dioniso, hasta la prostitución sagrada en los templos y los rituales
esotéricos de los círculos de iniciados. Así se experimentaba y vivía el
amor-eros antes de Cristo, en el paganismo. Según Nietzsche, el
cristianismo vino a envenenar este amor y a destruir la felicidad del
hombre (Cf. Más allá de bien y del mal, IV, 168). El Papa responde que no
es así. El cristianismo no vino a suprimir el eros, ni a envenenarlo, sino
a elevarlo y orientarlo hacia su plenitud; lo convirtió en ágape, en amor
oblativo y donación plena que comienza por los sentidos –eros-, pero que
se purifica y transforma en ágape por la gracia de Cristo.
El rostro humano de Dios.
19. Cristo no quita nada, sino que lo da todo, dijo el Papa Benedicto XVI
a los jóvenes durante su visita a Colonia. ¿Cómo es esto posible? Responde
el Romano Pontífice: Por el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios.
Cuando el Hijo eterno de Dios asume la naturaleza humana en el seno de la
Virgen María, Dios, que es amor, toma carne y figura humana y asume,
purifica y eleva todo lo humano, comenzando por el eros, el amor pasional
humano, y lo trasforma en amor divino y sobrenatural. Así Dios se desposa
con la humanidad con vínculo indisoluble y todo lo humano queda impregnado
con la luz de la divinidad. Cristo es el rostro humano de Dios y el rostro
divino del hombre, decía el Papa Juan Pablo II. La imagen humana más
perfecta del amor divino se da en la unión conyugal; por eso se habla del
desposorio del Hijo de Dios con la humanidad en el misterio de la
Encarnación y, en Cristo, el amor humano se transforma en divino. El
encuentro definitivo de los redimidos con Cristo se describe en el libro
del Apocalipsis como la fiesta de bodas del Cordero (Cf. Ap 21, 9s). Como
los esposos son una sola carne sin perder su propia identidad, así, en
Cristo y por Cristo, se unen los opuestos sin desaparecer: lo humano con
lo divino, el cielo con la tierra, el espíritu con la materia, el hombre
con la mujer, el eros en el ágape. En Él (Cristo) tienen su consistencia
todas las cosas, las del cielo y las de la tierra, enseña San Pablo (Col.
1, 17), y en esta acción re-creadora de Dios en Cristo consiste la
redención y la salvación. En Cristo el hombre y la creación entera han
llegado a su plenitud.
El rostro divino del hombre.
20. En esta unión no desaparece el cuerpo ni la atracción sexual, sino que
ésta asume formas superiores de expresión y es trasformada por la
presencia del ágape en amor que se entrega de manera total y definitiva.
Todo y para siempre. Sólo el ágape proporciona felicidad porque apunta
hacia la eternidad. El amor humano queda divinizado en Cristo y se
convierte en fuente de santificación para quienes están y permanecen unidos en
Él. El amor conyugal y el amor al prójimo son las dos grandes
fuentes de santificación para el hombre y la mujer, para todo cristiano.
El cristianismo no envenena el eros sino que lo asume, lo purifica y lo
eleva hasta dimensiones inimaginables de grandeza y dignidad, hasta Dios.
Para que el eros consiga este noble fin hace falta una purificación, una
maduración, que incluye también una renuncia. Esto no es rechazar el eros
ni “envenenarlo”, sino sanearlo para que adquiera su verdadera grandeza,
porque el eros, degradado a puro “sexo” se convierte en mercancía, en
simple “objeto” que se puede comprar y vender; más aún, el hombre mismo se
transforma en mercancía (No. 5). Esta elevación y transformación del amor
es la aportación específica del cristianismo y el servicio inmenso que
ofrece la Iglesia católica a la dignidad de la persona humana y a la misma
humanidad. El laicismo, en cambio, como toda ideología, termina
convirtiendo al hombre en mercancía. Lo comprobamos fácilmente al ver la
manera cómo se enfoca hoy en día el problema de la prostitución, cuya
maldad intrínseca se minimiza y volatiliza dándole al oficio el nombre de
sexo-servicio, pretendiendo cubrir la explotación de la mujer y la afrenta
a su dignidad con la máscara de un servicio social remunerado. Se
pervierte la dignidad de la mujer y la del trabajo humano.
El evangelio del eros transformado en ágape.
21. Esto, decía el Papa, es lo que quisiera comunicar, lo que los
católicos debemos anunciar y pregonar; esta es la buena nueva, el
evangelio del eros elevado y transformado en ágape, que nos trajo
Jesucristo con el misterio de su Encarnación y redención. De esta
valoración de la dignidad de la persona y del aprecio por el amor humano
purificado, viene el rechazo de la Iglesia a todo lo degradante y vil, a
todos los métodos violentos y antinaturales de enfocar el origen,
transmisión y custodia de la vida, la educación del hombre y el progreso
humano. Porque el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del
Verbo encarnado (G.S. 22), la Iglesia tiene encomendado el cuidado del
hombre como tarea irrenunciable y esencial. Esta es la buena nueva que el
cristianismo anuncia mediante la Iglesia y lo que el laicismo
intransigente no acepta, ni parece interesarle entender. No lo hace porque
la defensa de la dignidad humana y de su trascendencia no es lucrativa en
lo económico ni eficaz en lo práctico ni correcta en lo político ni
popular en lo social; estos valores deben, por tanto, ser eliminados de
las políticas públicas en el campo de la salud, de la educación y en los
medios de comunicación. Esta es la filosofía que campea en el ambiente
desacralizado de la cultura pública y de la política nacional, y de la
cual hace alarde el laicismo oficial. La guerra del dios Dionisos contra
el Crucificado es frontal, como lo anunciaba el filósofo alemán al final
de su obra Ecce Homo.
D. FRUTOS AMARGOS DEL LAICISMO
El laicismo intransigente.
22. Las consecuencias prácticas que se desprenden de esta concepción
laicista de la vida en su expresión intolerante, son múltiples.
Señalaremos algunas de manera sucinta, a modo de ejemplo, aunque cada una
requeriría un análisis mayor.
a) Laicismo y moral. Como para el laicismo no hay ley moral estable que
valga, sea la cristiana o la simplemente natural, cualquier precepto o
límite a la conducta humana, sobre todo en el campo de las ciencias, se
considera como injerencia indebida y enemiga del progreso; esto sucede
particularmente en la esfera de la vida: anticoncepción, aborto, clonación
de seres humanos, manipulación de embriones, fecundación in vitro,
etcétera. Al separar la ética de la técnica y la moral de la ciencia, nada
importa ya el derecho irrestricto a la vida humana o la dignidad de la
persona, con tal de lograr un “progreso” que, al final, se volverá
necesariamente contra el mismo hombre. No todo lo que es técnicamente
posible es moralmente admisible. Quien defienda, en cambio, el aborto, la
píldora del día siguiente, la experimentación con embriones humanos,
etcétera, se le reconocerá como “progresista”, con un coro internacional
de aplaudidores; a la Iglesia, en cambio, fiel protectora del derecho
irrestricto a la vida y de la dignidad humana, se le tachará de
conservadora, insensible y enemiga del progreso. Lo mismo sucederá con los
gobiernos y sus gobernantes.
b) Laicismo y democracia. En el campo de lo social, se presenta a la
Iglesia como incompatible con la democracia, pues no está configurada en
su estructura interna según este modelo sociológico y político al que
pretende apoyar. Esto sucede simplemente porque no la pensó así su
fundador Jesucristo; además, se le recuerda que el respeto debido al
pluralismo democrático exige que se gobierne para todos, no nada más para
los católicos; y esto es verdad, sólo que no se puede olvidar que se debe
gobernar también para los católicos, es decir, respetando sus convicciones
y sus derechos; de otro modo, se gobierna sólo para algunas minorías y se
excluye a la mayoría, lo cual es antidemocrático. Esta es una objeción
totalmente desenfocada, enredándose el laicismo en sus propias redes.
c) Laicismo y educación. Lo mismo pasa en el campo educativo. Es atributo
y deber del Estado el ordenar la educación pública, pero esta atribución
está siempre subordinada al derecho primario de los padres a elegir el
tipo de educación que desean para sus hijos (Cf. ONU, Declaración
Universal..., 1948, No. 26.3). La razón es muy sencilla: porque los hijos
no son del Estado, sino de sus padres y éste es un derecho natural e
intransferible. Por eso también lo defiende la Iglesia. El Estado no tiene
por qué imponer su gusto al deseo de los progenitores. Lo normal y justo
sería que, a nivel de primaria y secundaria al menos, la educación fuera
según las convicciones morales y religiosas de los padres de los alumnos,
todos con igualdad de servicios y prestaciones. Esto sería equidad
educativa. A nivel superior, se esperaría una educación científica y de
calidad, no beligerante contra las respectivas creencias y tradiciones
religiosas de los alumnos. Entre la clase dirigente, a consecuencia de la
mentalidad difundida por la ilustración y el positivismo, sólo lo que cae
bajo la experiencia sensible o es comprobable en el laboratorio tiene
carácter científico. Este criterio, por sí mismo empobrecedor, excluye el
problema de Dios y de la religión, presentándolo como acientífico o precientífico. Por esta razón, tanto la moral como la religión no tienen
cabida a priori en la educación oficial; sólo el sujeto y de acuerdo con
su experiencia y sensibilidad, puede decidir lo que considera religiosa o
éticamente válido; por tanto, a la religión y a la ética no se les
reconoce -contra la experiencia- capacidad social de crear comunidad. Ante
esta manera de pensar bien valdría la pena preguntarnos, ¿pueden los
gobernantes legislar contra el sentir de la mayoría, contra las
tradiciones y el patrimonio común de un pueblo, contra la estructura
social y moral que ha sostenido la vida de una nación? Es saludable que
las tradiciones se enriquezcan con nuevos aportes, pero no es prerrogativa
del gobierno imponer la ideología propia, generalmente la del grupo en el
poder, usando todo el aparato jurídico, educativo y propagandístico del
Estado. Esto es contrario a la democracia e inicio del totalitarismo.
d) Laicismo y sexualidad. En el campo de la sexualidad se tocan muchas
cuestiones morales de suma importancia. La sexualidad humana no es sólo
biología, genitalidad, sino que implica comportamientos y relaciones que
inciden de manera determinante en la vida íntima, afectiva y social de
niños y jóvenes; el sexo, en cierta manera, define a la persona y su
desarrollo futuro como hombre o mujer y afecta gravemente a toda la
sociedad. Lleva siempre una connotación moral que corresponde en exclusiva
a los padres de familia en su fase inicial. Separar la educación sexual de
la ética es desnaturalizarla y, cuando lo hace el Estado, es injerencia
indebida. Más aún, se dan intromisiones inaceptables cuando en los textos
o en las cátedras se emiten juicios morales que afectan la conciencia
sobre determinados actos o se desautoriza a los padres y a la Iglesia. La
incitación prematura al uso de la sexualidad sin valores y sin
responsabilidad, genera problemas sociales gravísimos como son los
embarazos de adolescentes a los que se ofrecen “remedios” agresivos contra
la vida y la dignidad (el aborto o la píldora del día siguiente,
etcétera), en lugar de proporcionar valores en la formación. La
subsidiariedad exige que el Estado apoye, no substituya y mucho menos
suplante, a los padres de familia.
e) Laicismo y política. En el terreno de lo político se suele asociar a la
Iglesia con tendencias llamadas de derecha. Las nomenclatura “derecha” o
“izquierda” no proceden de la Doctrina Social de la Iglesia ni del
lenguaje eclesiástico, sino de los partidos políticos; ellos son los que
se clasifican y califican a los demás, incluida la Iglesia, según sus
apreciaciones y conveniencias. La Iglesia ni las acepta ni las utiliza.
Cuando la Iglesia invita a respetar y a obedecer a la autoridad legítima,
no lo hace porque sea de derecha o de izquierda, sino porque dicha
autoridad fue elegida por el pueblo y así lo determinaron las leyes e
instituciones que el pueblo mismo se ha dado mediante sus representantes.
Lo demás es demagogia para sacar ventaja y lo mismo debe decirse de la
utilización de las imágenes y del lenguaje religioso con fines
partidistas. La Iglesia no acata a la autoridad por su color político,
sino por la legitimidad que le da el pueblo al elegirla libremente; por
otra parte, la historia demuestra que la comunidad católica ha sufrido
vejaciones por regímenes de todos los colores. Quien rechaza obedecer a la
autoridad que actúa según el orden moral «se rebela contra el orden
divino» (Rm 13, 2). Análogamente la autoridad pública, que tiene su
fundamento en la naturaleza humana y pertenece al orden preestablecido por
Dios, si no actúa en orden al bien común, desatiende su fin propio y por
ello mismo se hace ilegítima, enseña la Doctrina Social de la Iglesia.
(Compendio, 398).
f) Laicismo y Magisterio eclesiástico. Finalmente, la Iglesia siempre ha
exigido su derecho a emitir juicios morales en las diversas circunstancias
de la vida de los ciudadanos, incluido el campo de la política; esto lo
hace para iluminar la conciencia de los católicos en asuntos tan
importantes como es el bien moral de la sociedad. Es algo totalmente
legítimo, pues es atribución de los Pastores recordar a quienes profesan
la misma fe, el deber de ser coherentes con las creencias que libremente
han aceptado. Seguirlas o no será siempre acto responsable y comprometedor
de la libertad de cada uno en orden a su salvación. Como el laicismo no
reconoce validez ni da importancia al campo de la moral, que es donde se
mueve la Iglesia, estos juicios los reduce simplistamente a meterse en
política, sin más. No acepta la distinción básica que hace la DSI entre la
política en sentido amplio que mira al bien común y que interesa a la
Iglesia y a sus Pastores (Cf. DP, 521) y la política partidista, campo
propio de los fieles laicos. Insistimos: La Iglesia no se arroga
ingerencia alguna en el ordenamiento de la sociedad civil, cosa que no le
corresponde, sino que emite juicios morales para el comportamiento recto
de sus hijos. Es su campo específico, ni más ni menos. Los católicos somos
respetuosos de los ordenamientos sociales justos, estamos dispuestos a
vivir en paz con todos y a colaborar activamente en el campo del bienestar
general. No reclamamos privilegios pero tampoco aceptamos
discriminaciones; es de justicia que se reconozca el aporte valioso que
hace la comunidad católica a la sociedad. Amamos a Dios, a la Iglesia y a
México y estamos empeñados, con cualquier ciudadano de buena voluntad que
nos quiera acompañar, en la construcción de una patria mejor.
II. LA IGLESIA Y LA DEMOCRACIA
“Una auténtica democracia es posible solamente
en un Estado de derecho y sobre la base de la recta
concepción de la persona humana” (Juan Pablo II).
A. LA LAICIDAD DEL ESTADO
Descripción de la Democracia.
23. Llegados a este punto, es necesario detenernos a considerar más de
cerca la relación que guarda la Iglesia con el sistema democrático que se
busca instaurar entre nosotros. Buscaremos esclarecer, como advertíamos en
la introducción, algunos de los términos de la DSI que suelen generar
confusión y dificultan el común entendimiento. Como es bien sabido, la
Iglesia católica ha convivido con los más diversos regímenes sociales y
políticos en las más variadas circunstancias de su milenaria historia;
ahora, en nuestra patria, convive con un incipiente régimen democrático,
que se va consolidando con dolor. Por su etimología, democracia significa
el señorío o dominio del pueblo. En la clásica denominación aristotélica
se distinguen: monarquía, aristocracia y democracia. La democracia, en su
acepción moderna, supone una teoría política basada en la división de
poderes: ejecutivo, legislativo y judicial, constitutiva del “Estado de
derecho”. Es un sistema de gobierno opuesto a los regímenes absolutistas y
totalitarios y se distingue por la participación ciudadana, que elige y
cambia a sus gobernantes y requiere de la existencia de partidos y del
ejercicio libre del voto ciudadano; implica, por igual, la tutela de los
derechos y el cumplimiento de las obligaciones. El Papa Pío XII
(Radiomensaje de Navidad, 1944) expresó, no sin ciertas cautelas, una
valoración positiva de la democracia; siguieron muchas aclaraciones de los
Papas Juan XXIII y Pablo VI en sus Encíclicas sociales, pero fue el Papa
Juan Pablo II quien en la Centesimus annus (N° 46) manifiesta abiertamente
su complacencia con el régimen democrático en cuanto asegura a los
ciudadanos la posibilidad de elegir, controlar y sustituir de modo
pacífico, cuando así lo exija el bien común, a sus propios gobiernos. Sin
embargo, aclara con insistencia que la democracia, para ser auténtica,
necesita como condición indispensable la vigencia del Estado de derecho y
de una correcta concepción de la persona humana. Así entendida, la
democracia es aceptada y alabada por la Iglesia no como un fin en sí
misma, sino como un medio e instrumento valioso para lograr el bienestar
general o bien común.
La democracia moderna.
24. La democracia, tal y como la conocemos sobre todo en Occidente, hunde
sus raíces en el sistema de valores propios del cristianismo; de hecho, se
ha consolidado en los países de origen y cultura cristiana y católica. En
nuestra patria es apenas conocida y practicada y, al haber nacido marcada
por la ideología liberal inspirada en el positivismo jurídico y contraria
al derecho natural, necesariamente condujo a la separación y
enfrentamiento entre el orden jurídico y el orden ético, hasta desembocar
en el relativismo moral. Así se explica que, en el ordenamiento de la
nación, permanecieron en la Constitución leyes abiertamente hostiles a la
libertad de expresión, de asociación y de religión. Así se originó la
anticultura de la `simulación forzada´ que no sólo devaluaba el sentido de
las leyes, obligando a componendas o a vivir al margen de ellas o a
ignorarlas, sino al deterioro mismo del sentido de la ley justa, del papel
de la autoridad y de las formas en las que la sociedad debe vivir y
organizarse dentro del orden jurídico, señalamos los Obispos de México en
la Carta pastoral: “Del encuentro con Jesucristo a la solidaridad con
todos” (No. 40). Esta descripción corresponde a un Estado no de derecho,
sino antidemocrático y, por tanto, generador de marginación; por eso
añadimos: Lo más lamentable de esta etapa no fue tanto que marginaran a la
Iglesia quienes detentaban el poder político, sino la paulatina
automarginación de muchos católicos del mundo de la política, de la
economía y de la cultura en general (Ibid. No. 42). Esta situación a nadie
beneficia, pues empequeñece al creyente y debilita al Estado; es
necesario, por tanto, que los fieles católicos, para buscar el remedio
oportuno a estos males sociales, tengan en cuenta lo siguiente:
1°) La sana autonomía de las realidades temporales. El Concilio Vaticano
II proclamó la sana autonomía de las realidades temporales respecto de la
religión o de la fe, es decir, el reconocimiento que las ciencias humanas
tienen sus propias leyes y normas, que proceden conforme a determinados
principios que les son propios y necesarios para su particular desempeño.
Estas leyes intrínsecas a cada ciencia o arte, el hombre las va
descubriendo con la luz de su razón y ordenando con su esfuerzo hacia su
propio fin, que no es otro que el bien del mismo hombre (Cf. G.S. 36);
así tributa gloria al Creador porque, como enseña san Ireneo, la gloria de
Dios es que el hombre viva. Esta sana autonomía en el campo de la
organización social es lo que se llama “Estado laico” y es una condición
indispensable para que el político creyente pueda expresarse conforme a su
conciencia.
2°) Esta autonomía no es absoluta. Como estas leyes internas a cada
ciencia o arte tienen su origen en el Creador y están ordenadas al
bienestar general y trascendente del hombre, esta autonomía no es
absoluta, sino que está sujeta, para su feliz realización, a la
observancia del orden moral querido por Dios. No todo lo que es posible es
de provecho ni está permitido hacerlo. Este orden moral y trascendente es
el que el hombre debe siempre respetar, haciendo uso responsable de la
libertad y de la recta razón. De la observancia del orden moral superior
nadie se puede dispensar sin grave ofensa al Creador y sin daño personal y
social en esta vida, pues la criatura, sin el Creador desaparece (G.S.
36). La fe católica enseña que la negación de Dios conduce al deterioro de
la creatura y la DSI lo explica diciendo que el hombre es sólo
administrador, no dueño, mucho menos señor despótico de los bienes de la
creación.
3°) La sana laicidad del Estado, legítima y provechosa. El fiel católico
puede escoger el partido político y el ordenamiento social que juzgue
mejor para conseguir el bien general, con tal que no contradiga el orden
moral basado en la dignidad y respeto de la persona humana y,
consecuentemente, en su propia fe. Lo decimos con palabras del Papa
Benedicto XVI al presidente del Senado italiano, Marcello Pera: Parece
legítima y provechosa una sana laicidad del Estado, en virtud de la cual
las realidades temporales se rigen según normas que les son propias, a las
que pertenecen también esas instancias éticas que tienen su fundamento en
la existencia misma del hombre (17 Oct., 2005). La laicidad del Estado es
legítima y provechosa siempre y cuando sea sana, es decir, no contaminada
con ideologías que la extralimitan y desvirtúan. Sin una autoridad moral
superior a la esfera del Estado, éste se convierte en amo y señor y la
libertad queda avasallada.
4°) Una laicidad positiva. Una consecuencia importante consiste en que el
fiel católico que participa en política o interviene de cualquier manera
en la vida pública, no actúa ni como representante de la Iglesia, ni como
mandatario de la misma, ni como apoderado de sus intereses espirituales o
materiales, sino que interviene en el ordenamiento de la sociedad por
propio derecho en vistas al bienestar general, es decir, de todos los
ciudadanos sin distinción. Un auténtico hijo de la Iglesia no niega su fe,
ni la oculta, pero tampoco la utiliza para fines políticos o de gobierno.
El fiel católico, con su participación en el campo político y social, no
pretende un gobierno o un estado confesional; al contrario, contribuye a
la creación de un verdadero y auténtico Estado laico: respeta toda opción
religiosa sin imponer la suya. Esto mismo se espera de cualquier
gobernante de otra creencia o religión. Lo explica el Papa Benedicto XVI
al senador Pera: Un Estado sanamente laico también tendrá que dejar
lógicamente espacio en su legislación a esta dimensión fundamental del
espíritu humano: ese `sentido religioso´ con el que se expresa la apertura
del ser humano a la Trascendencia. Se trata, en realidad, de una ‘laicidad
positiva’, que garantice a cada ciudadano el derecho de vivir su propia fe
religiosa con auténtica libertad, incluso en el ámbito público. Un
funcionario público, como cualquier ciudadano y cualquiera que sea su
creencia religiosa, debe gozar de la plena libertad de practicarla tanto
en público como en privado, solo o de manera asociada; negarle a un
ciudadano o limitarle este ejercicio de su fe por ejercer algún puesto
publico, es violar un derecho humano fundamental e incurrir en la
intransigencia (Cfr. ONU, “Declaración universal...”, No 18).
5°) Laico, es decir, aconfesional. Otra consecuencia importante que se
desprende de lo dicho, consiste en que el Estado sanamente laico es aquel
que respeta toda creencia o confesión religiosa, pero no inmiscuye ni la
suya ni ninguna otra en la vida pública. Cada ciudadano, incluido el
gobernante, tiene el derecho de profesar su propia fe, tanto en público
como en privado, sin que nadie se lo pueda impedir, pero tampoco debe
imponerla a los demás ni utilizarla con fines partidistas. El Estado
sanamente laico no tiene religión oficial, ni es confesional, pero tampoco
es neutral porque, pretender ser neutral en el campo de los valores, es
una ficción; mucho menos es antirreligioso, sino aconfesional. Dice la
Carta pastoral de los obispos: El Estado laico no impone ninguna propuesta
religiosa de modo institucional sino que trabaja activamente a favor del
derecho a la libertad religiosa de las personas y de las iglesias (Del
encuentro..., No. 274); y explica: Entendemos la laicidad del Estado como
la aconfesionalidad basada en el respeto y promoción de la dignidad humana
y por tanto en el reconocimiento explícito de los derechos humanos,
particularmente del derecho a la libertad religiosa (Ibid. 279).
B. LA LAICIDAD NEGATIVA
La autonomía no se extiende al campo moral.
25. Descrita así la sana laicidad o laicidad positiva del Estado, es
necesario describir la laicidad negativa o enfermiza, y distinguir
cuidadosamente entre laico y laicista (y entre laicidad y laicismo), pues
de aquí provienen las confusiones y los malentendidos que no nos dejan
avanzar en el común entendimiento y en el respeto integral a los derechos
humanos. Dijimos que el fiel laico que interviene en la vida pública, goza
de autonomía en el ámbito político y que su fe y su Iglesia no le imponen
ninguna preferencia partidista ni un sistema de gobierno en especial. Él
busca, promueve y participa en el partido político o en el gobierno que,
según sus alcances y convicciones, mejor promueve el bien de la comunidad.
No espera para asumir su compromiso político ninguna directiva inmediata
de su Iglesia, ni actúa en su nombre; éste es su derecho y su
responsabilidad inalienables. Pero también debe saber que esta autonomía
no se extiende a la esfera moral, porque ésta se fundamenta en la
inviolable e inmutable dignidad de la persona humana, y no olvida que su
fe le proporciona otros valores superiores necesarios para la vida social
como son el perdón, la gratuidad, la hospitalidad, la solidariedad,
etcétera. No afirmamos que la moral pública se fundamente en los dogmas de
la fe o, como suelen decir, en “valores confesionales”, sino en la
dignidad de la persona humana, que se expresa en los preceptos de la ley
natural, común a todos los hombres y a todas las grandes religiones, pero
siempre debe quedar abierta la posibilidad de practicar los valores
cristianos, salvaguardada la paz y el orden social. El gobernante laico
debe gobernar para todos, pero también para los cristianos.
La revelación perfecciona, no substituye a la razón.
26. Los católicos sabemos que la revelación divina tanto del Antiguo como
del Nuevo Testamento, confirma y esclarece pero no anula ni cambia la
naturaleza de esta ley natural. Por tanto, el fiel laico auténticamente
libre y responsable es el que respeta y observa el orden querido por Dios,
es decir, la ley natural que tutela la dignidad de la persona humana y sus
derechos inviolables. Lo dice el Papa Benedicto XVI en su carta encíclica
“Dios es Amor”: La doctrina social de la Iglesia argumenta desde la razón
y el derecho natural, es decir, a partir de lo que es conforme a la
naturaleza de todo ser humano (No. 28). Cuando se ignora la distinción
entre ley natural y revelación divina, entre orden moral natural
(expresado en el Decálogo) y contenidos de la fe (enumerados en el Credo),
y se desconocen sus mutuas relaciones, se generan las confusiones en las
que por décadas hemos vivido. Lo que retrae a un ciudadano católico de
apoyar a un determinado partido o candidato no es en primer lugar su
Iglesia o su fe, sino su conciencia, que le exige respetar el orden moral
natural y, en concreto, la dignidad de la persona humana y sus derechos
irrenunciables, anteriores a su propia fe y, por supuesto, anteriores al
Estado. En la obediencia a la conciencia radica su responsabilidad y su
dignidad.
Exigencias éticas irrenunciables.
27. La Congregación para la Doctrina de la Fe recuerda que “ante estas
exigencias éticas fundamentales e irrenunciables, los creyentes deben
saber que está en juego la esencia del orden moral, que concierne al bien
integral de la persona”, y enumera las siguientes:
a) “Las leyes civiles en materia de aborto y eutanasia..., que deben tutelar el derecho primario a la vida desde su concepción hasta su término
natural.
b) El deber de respetar y proteger los derechos del embrión humano.
c) La tutela y la promoción de la familia, fundada en el matrimonio
monogámico entre personas de sexo opuesto y protegida en su unidad y
estabilidad, frente a las leyes modernas del divorcio...
d) La libertad de los padres en la educación de sus hijos es un derecho
inalienable, reconocido además en las Declaraciones internacionales de los
derechos humanos.
e) La tutela social de los menores y las víctimas de las modernas formas
de esclavitud: droga, prostitución...
f) El derecho a la libertad religiosa.
g) El desarrollo de una economía que esté al servicio de la persona y del
bien común, y
h) El gran tema de paz que, ‘como obra de la justicia y efecto de la
caridad´, exige un rechazo radical y absoluto de la violencia y del
terrorismo” (“El compromiso y la conducta de los católicos en la vida
política”, No. 4). Estos son los cimientos que sostienen el edificio de la
sana convivencia social y el futuro venturoso de la humanidad.
El laicismo.
28. El laicista o el laicismo no admite, por lo general, estar sujeto a
normas morales estables e inmutables, sino que profesa el positivismo
jurídico y el relativismo moral, y sostiene que los valores sociales y las
normas morales se establecen mediante un “pacto social”, es decir, por
consenso ciudadano, por el voto de la mayoría o por la utilidad del
momento. El laicista extiende así ilegítimamente las reglas de la
democracia al campo de la moral, al ámbito de la conducta humana,
propiciando un relativismo moral que ha permitido a los poderosos y a los
dictadores de todo género cometer los mayores crímenes de la historia. Un
laicista como el descrito, cuando asume el poder, se convierte fácilmente
en dictador, aunque sea disfrazado, y en el ámbito de las ideas profesa un
laicismo intransigente que lo lleva a negar a los demás las libertades que
reclama para sí. En otras palabras, hace del laicismo una verdadera y
auténtica “religión laica”, excluyente y antidemocrática. Fundamentalista,
se dice ahora. Si al Estado sanamente laico bien podemos calificarlo de
bendición (Bendito Jesús que separó al César de Dios), del laicismo
intransigente lo menos que podemos decir es que es una aberración (Hacer
del César un dios). Es una constatación histórica irrefutable que el
tirano comienza siempre por saquear los templos, como advierte Platón (La
República, Libro VIII), y prosigue combatiendo a la religión para
reducirla a su mínima expresión. Nuevamente llamamos al Papa Benedicto XVI
para que nos ilumine: El Estado -dice- no puede imponer la religión, pero
tiene que garantizar su libertad y la paz entre los seguidores de las
diversas religiones; la Iglesia, como expresión social de la fe cristiana,
por su parte, tiene su independencia y vive su forma comunitaria basada en
la fe, que el Estado debe respetar. Son dos esferas distintas, pero
siempre en relación recíproca (“Dios es amor”, No. 28).
C. LOS FIELES CATÓLICOS LAICOS
El Decálogo, patrimonio de la humanidad.
29. El laico católico respeta y se propone salvaguardar y cumplir la ley
moral natural, común a todas las grandes religiones. Esta ley natural no
se identifica con ninguna creencia religiosa en particular, ni siquiera
con la religión católica aunque ésta la proclame en toda su integridad y
la defienda con particular empeño. La expresión privilegiada de esta ley
natural se encuentra en el Decálogo (Cf. Catecismo, No. 2070), que también
fue objeto de revelación de parte de Dios en el Sinaí y fue perfeccionado
por Cristo en el Sermón de la Montaña; pero, esta revelación sinaítica a
Moisés y el perfeccionamiento evangélico de Jesús, no le cambian su
naturaleza fundamental de expresión de la ley natural, común a toda la
humanidad, grabada antes que en tablas de piedra en el corazón del hombre
y que obliga en conciencia a todos y en todas partes, es decir siempre. La
observancia de esta ley natural, aceptada por todas las grandes religiones
del mundo, es de tal trascendencia que de ella depende, por caminos que
sólo Dios conoce, la salvación eterna para todos los hombres sin
distinción; esta es la razón por la que la doctrina católica admite la
posibilidad de salvación para quien cumpla cabalmente esta ley natural,
aunque se encuentre, sin culpa de su parte, fuera del ámbito visible de la
Iglesia (Cf. LG 16). El Decálogo constituye un patrimonio precioso de la
humanidad, que le ha permitido sobrevivir a pesar de las barbaries
perpetradas por dictadores de todo género. En resumen, el católico
participa en la política guiado por el Decálogo, no por las
Bienaventuranzas; pero, si vive conforme a éstas, añade a la vida social
el perfume del Evangelio.
Es derecho, no intromisión.
30. Es, por tanto, un derecho y un deber de los fieles católicos laicos,
como de todo ciudadano razonable y responsable, defender los valores y las
virtudes morales naturales como son la justicia, la verdad, la libertad,
la honradez, la lealtad, la solidaridad, el respeto a la persona humana,
la paz, etcétera; y esta participación no puede calificarse, por ningún
motivo, de intromisión de la Iglesia en el ámbito de los gobiernos, de los
partidos políticos o de la educación. Se trata de un profundo llamado de
la conciencia cristiana a la coherencia entre lo que se cree y lo que se
hace, entre la fe y la vida; es una exigencia intrínseca a la misma fe y
no proviene de una imposición externa, si bien es deber del Magisterio
eclesiástico el recordarlo con frecuencia. Negarle o limitarle, por tanto,
a los Pastores de la Iglesia este deber de enseñar y recordar a los fieles
sus obligaciones, es una intromisión indebida del Estado en el espacio
moral y espiritual que no le corresponde. Igualmente, pretender apartar a
los católicos de la vida política o del ámbito de la enseñanza por el
hecho de manifestarse creyentes y de ser coherentes con la doctrina de la
Iglesia en la enseñanza de la ley natural, es una forma de laicismo
intransigente y discriminador. Sería negar relevancia política y cultural
a la fe católica y al cristianismo en general, lo cual es inadmisible. Al
querer impedir a los católicos participar plenamente en la construcción
del bien común, el Estado se ha empobrecido y los creyentes han
desmerecido en su condición de ciudadanos por verse limitados en sus
derechos y en su dignidad . La separación entre la fe que profesamos y la
vida cotidiana de muchos debe ser considerada como uno de los errores más
graves de nuestro tiempo, recordaba a los Obispos de México el Papa
Benedicto XVI durante la visita ad limina (15 Sept., 2005. Cf. G.S. 43).
D. RELACIÓN ENTRE FE Y POLÍTICA
La Iglesia no sustituye al Estado.
31. El Estado tiene como fin propio el establecimiento de la justicia. El
orden justo de la sociedad y del Estado es una tarea principal de la
política, nos ha dicho el Papa; y añade: Un Estado que no se rigiera según
la justicia se reduciría a una gran banda de ladrones, y cita a S. Agustín
(“Dios es amor”, No. 28). No es, pues, tarea de la Iglesia como
institución y mucho menos de sus Pastores, el establecer la justicia en
los diversos ámbitos de la sociedad; éste es el cometido propio del
Estado, y de la consecución de la justicia depende su legitimidad y el
derecho a la supervivencia, porque, como explica el Papa Benedicto XVI, la
justicia es el objeto y, por tanto también la medida de toda política. El
fiel católico, como todo ciudadano responsable, tiene el deber de
participar en esta tarea común de instaurar la justicia en el mundo. El
velar por el derecho del pobre, del huérfano y de la viuda es su
obligación en cualquier partido en que milite o en cualquier institución a
la que pertenezca. Los hermanos pobres no son botín de nadie sino
responsabilidad de todos y la Iglesia los acoge como en su casa, porque ve
en ellos el rostro sufriente de Cristo, su Señor (Cf. Mt 25).
Arte noble y difícil.
32. El Magisterio de la Iglesia se refiere a la actividad política como a
un arte noble y difícil y como a una forma eminente de caridad, puesto que
está ordenada al bien de todos. Por eso, el Papa Benedicto XVI enseña que
la política es más que una simple técnica para determinar los
ordenamientos públicos: su origen y meta está precisamente en la justicia,
y ésta es de naturaleza ética. Así, pues, el Estado se encuentra
inevitablemente de hecho ante la cuestión de cómo realizar la justicia
aquí y ahora. Este es un problema que concierne a la razón práctica; pero
para llevar a cabo realmente su función, la razón debe purificarse
constantemente, porque su ceguera ética, que deriva de la preponderancia
del interés y del poder que la deslumbran, es un peligro que nunca se
puede descartar totalmente. (Ibid. No. 28). El ser humano, y más cuando
está dotado de poder, se verá siempre acosado por la tentación de
anteponer el interés propio al de los demás y su razón se verá obnubilada
por sus pasiones. Este es un hecho de experiencia y constatación diaria en
todo el mundo; se le suele llamar corrupción, porque roe y descompone a la
sociedad desde sus entrañas.
El punto de encuentro.
33. Para poder superar eficazmente este deslumbramiento del poder y del
propio interés, es necesario que la política oiga a la moral y la obedezca
y supere así la ceguera ética, como le llama el Papa; por eso, añade: En
este punto política y fe se encuentran. Sin duda, la naturaleza específica
de la fe es la relación con el Dios vivo... Pero, al mismo tiempo, es una
fuerza purificadora para la razón misma. A partir de la perspectiva de
Dios, la libera de su ceguera y la ayuda así a ser mejor ella misma (Dios
es amor, No.28) . Esto es de máxima importancia. La fe no suplanta, sino
que sirve a la razón y la ayuda a ser ella misma y a cumplir cabalmente su
misión. La fe, cualquiera que sea el terreno en que opera, no es para
desplazar o humillar al ser humano, sino para curarlo de sus miserias y
ayudarlo a ser él mismo. Le restituye su dignidad. Entre fe y razón no
puede haber rivalidad. Explica el Papa: La fe permite a la razón
desempeñar del mejor modo su cometido y ver más claramente lo que le es
propio. En este punto se sitúa la doctrina social católica: no pretende
otorgar a la Iglesia un poder sobre el Estado. Tampoco pretende imponer a
los que no comparten la fe sus propias perspectivas y modos de
comportamiento. Desea simplemente contribuir a la purificación de la razón
y aportar su propia ayuda para que lo que es justo, aquí y ahora, pueda
ser reconocido y después puesto en práctica (Ibid.). Este es el inmenso
servicio que la fe ofrece a la razón humana y a la humanidad entera. Si la
comunidad católica encontrara el lenguaje apropiado para hacer comprender
esto a los políticos y si éstos tuvieran la necesaria prudencia y humildad
para aceptarlo, daríamos un paso enorme hacia el diálogo constructivo, el
mejoramiento de la sociedad y la reconciliación nacional. Aquí la tarea de
los fieles laicos ilustrados es indispensable.
La mesa del diálogo.
34. En un régimen democrático quien no sabe dialogar no logra gobernar con
sabiduría y con eficacia. El diálogo es cualidad y propiedad del ser
humano, creado a imagen de la santísima Trinidad. Todo diálogo auténtico
parte de la propia identidad, que no es cerrazón sino condición para
escuchar con serenidad y aplomo a quien piensa distinto. El diálogo no es
para convencer al adversario, sino para enriquecer las propias
convicciones, escuchando con atención al interlocutor. En la intimidad
profunda de todo ser humano está la imagen de Dios, idéntica para todos;
por tanto, siempre es posible entre los hombres un punto de acuerdo y de
comunión, a pesar de la legítima diversidad. La verdad, dondequiera que se
encuentre, proviene del Espíritu Santo. Es necesario que primero los
dialogantes escuchen su propia conciencia -sagrario del Espíritu- que los
invita a preferir la paz al enfrentamiento, la verdad a la mentira, la
sinceridad a la malicia pensando en la dignidad de la persona humana, que
está sobre cualquier interés particular o ideología. Resistir a la verdad,
venga de donde venga, es resistir al Espíritu Santo. El diálogo verdadero
mira más al futuro por construir que al pasado que rememorar. Los hechos
del pasado son irreversibles; además, son susceptibles de múltiples
interpretaciones; por eso, con respecto al pasado la única actitud
racional y razonable es asumirlo, ofrecer el perdón si es el caso y buscar
la reconciliación. Con respecto al futuro, es indispensable tener la mente
abierta para la propuesta y la mano tendida para la colaboración. El
hombre verdadero no es el que guarda rencor perpetuo o está siempre
acusando como amonesta el salmo (Sal 103), sino el hombre reconciliado, que
ofrece y acepta el perdón. Este es el hombre creado a imagen y semejanza
de Dios, el nuevo Adán, en cuyo rostro brilla la luz esplendorosa de
Cristo resucitado.
III. SER COMO DIOS O SER IMAGEN DE DIOS
Serán como dioses, conocedores
del bien y del mal (Gn 2,5)
Religiosidad probada.
35. El pueblo mexicano es un pueblo eminentemente religioso aún a costa de
grandes sacrificios, forjado en la matriz cristiana de la Iglesia católica
a lo largo de casi quinientos años de evangelización y del acompañamiento
generoso de sus pastores y misioneros. En su inmensa mayoría ha dado su
aceptación gozosa y generosa a la Iglesia Católica, a Cristo Rey presente
en la santa Eucaristía y a la Virgen María. Celebra con júbilo las fiestas
patrias y las fiestas religiosas, busca la palabra de Dios y los signos de
la fe, recibe con fervor los Sacramentos y ha permanecido fiel a la
Iglesia hasta el martirio. La fe católica del pueblo mexicano ha superado
gloriosamente la prueba suprema de la sangre derramada en muchos de sus
hijos por gracia singular de Dios e intercesión de Santa María de
Guadalupe y de su fiel servidor San Juan Diego. La presencia de Santa
María de Guadalupe en el Tepeyac nos ha marcado profundamente y sentimos a
la vez el honor y la responsabilidad de compartir esta dicha con otros
pueblos. Somos, sin lugar a dudas, un pueblo singular.
Ser como Dios.
36. En el último siglo, el pueblo creyente se ha visto distanciado de la
clase gobernante a causa de la corriente de pensamiento antirreligioso y
persecutorio conocido como laicismo en su expresión más radical e
intransigente, que ha propiciado en la práctica un retorno al paganismo
bajo la bandera de la dictadura del relativismo moral y religioso. ¿Qué es
lo que está en la raíz de este fenómeno pseudorreligioso englobante desde
el punto de vista de nuestra fe católica? La Historia de la Salvación nos
dice que aquí subyace la vieja historia del paraíso terrenal, la de
siempre: El hombre moderno piensa que Dios es competidor del hombre, que
es enemigo de su felicidad y que, sin Él, podría irle mejor. Nietzsche,
blasfemo como siempre, llega a opinar que bajo el árbol del paraíso quien
se escondía era el mismo Dios en la figura de la serpiente (Más allá del
bien y del mal, 2). Eso mismo piensa el laicismo, aunque no lo diga de
manera tan burda; sospecha que en Dios hay algo oculto que le impide al
hombre ser plenamente hombre y ser feliz. Si Dios no es alguien digno de
fiar, mucho menos lo será la Iglesia. Para ser feliz el hombre no necesita
del amor de Dios, mucho menos de su misericordia; le basta su propio poder
y su razón para conocer el bien y el mal, para saber lo que le conviene y
labrarse su propio destino. Es fácil constar como en la vida pública la
lucha por el poder es el alma que sostiene la economía, mueve la política,
rige la vida social y, en particular, sustenta a los medios de
comunicación. En el contexto político nacional, la Iglesia católica,
aceptada mayoritariamente por el pueblo y depositaria de su confianza, se
percibe como una entidad en competencia con del poder en cualquiera de sus
expresiones, y como un obstáculo que hay que eliminar o, al menos,
silenciar.
Imagen y semejanza de Dios.
37. A la Iglesia, en cambio, no le interesa el poder, sino el hombre. Es
absurdo presentarla o presentarse como alternativa al Estado o casada con
algún partido o color político. La Iglesia quiere ser servidora de todos y
no competidora de nadie; busca colaborar en todo lo que es justo, noble y
bueno, respetando las esferas de la propia competencia. El amor que
predica no genera dependencia ni poder sino vida y propicia espacios de
libertad. La Iglesia quiere hombres y ciudadanos libres que, como
criaturas, reconozcan los límites de su libertad y puedan así generar
relaciones de respeto y crear comunidad. La libertad que pide para los
demás y para cada uno de sus hijos, la reclama como derecho propio para
cumplir su misión. ¿Qué os pide hoy, dice el Concilio Vaticano II a los
poderosos, la Iglesia? No os pide más que libertad; la libertad de creer y
de predicar su fe; la libertad de amar a su Dios y servirle; la libertad
de vivir y de llevar a los hombres su mensaje de vida (Mensaje a los
gobernantes, 4). La libertad humana sólo es verdadera si se comparte con
los demás, si se aceptan sus límites y se convive con otros. Esta es la
libertad que está en la base de nuestro ser creatural y la que sustenta a
la democracia; por eso decimos que estamos hechos a imagen y semejanza de
Dios, en quien conviven las tres Personas divinas en armonía, sin perder
su identidad ni romper su unidad ¡La fe en la Santísima Trinidad nos ayuda a
comprender la verdadera democracia!
El esplendor de la verdad.
38. La democracia necesita de la verdad para subsistir, si no, ambas
perecen miserablemente. El cumplimiento de los Mandamientos de la ley de
Dios, la ley natural, no es exigencia extrínseca al hombre, no le viene de
una imposición externa, sino de su propia naturaleza, de su “verdad” como
hombre para poder subsistir. La observancia de la ley natural es el único
camino hacia la libertad y hacia la democracia; sus contrarios, llámense
laicismo, liberalismo intransigente, relativismo o todo lo que se le
parezca, destruyen a la persona humana y a la sociedad. Si vivimos contra
el amor de Dios manifestado en su ley, vivimos contra la verdad, contra
nosotros mismos y contra la sociedad. Creer en Dios y aceptarlo en nuestra
vida no es una cuestión meramente “privada” o sólo “devocional”, sino un
asunto que trae gravísimas consecuencias políticas y sociales. Desechar a
Dios de la vida pública y social y minimizar o ridiculizar la práctica
religiosa de los ciudadanos de cualquier condición, es atentar contra las
fuentes mismas de la dignidad humana y de la convivencia fraterna. La paz
social sólo se sustenta en la verdad y la última verdad del hombre es
Dios.
La Virgen María, icono del pueblo mexicano.
39. La cercanía con Dios no disminuye al hombre sino que lo engrandece, no
lo empobrece sino que lo enriquece y ensancha su corazón para que acoja y
sirva a los demás. María Santísima es ejemplo y modelo de esta entrega a
Dios y de servicio incondicional a los hombres. La cercanía con Dios la
elevó a alturas insospechadas y la situó en las encrucijadas más dolorosas
de la vida humana. En la cruz nos fue entregada por su propio Hijo como
Madre nuestra; por eso, el pueblo católico la siente suya y la invoca como
auxilio, refugio, consuelo y esperanza que no defrauda. Ella es Salud de
los enfermos porque ha curado y cura infinitas llagas y dolencias que ni
la medicina ni la economía ni la política pueden sanar. El pueblo creyente
lo sabe muy bien, lo entiende y lo agradece y con confianza filial la
llama Madre de la Esperanza. Ella, dice el Papa Pablo VI, es la mujer
fuerte que conoció la pobreza y el sufrimiento, la huída y el exilio (Cf
Mt 2, 13-22): situaciones estas que no pueden escapar a la atención de
quien quiere secundar con espíritu evangélico las energías liberadoras del
hombre y de la sociedad (MC, 37). La Virgen María es el icono anticipado
del pueblo mexicano, creyente y sufrido, pero que esconde en su alma la
fuerza liberadora de Jesucristo; por eso, la Virgen María ha estado
siempre presente, y lo seguirá estando, en los momentos decisivos de la
historia de nuestra patria, que es para nosotros Historia de Salvación. En
Ella podemos y debemos encontrar las energías liberadoras que sostengan la
esperanza de lograr una vida digna y justa para todos los habitantes de
esta gran nación.
CONCLUSIÓN
Testigos de la esperanza.
40. En la exhortación postsinodal “Pastores gregis” se recuerda al Obispo
que, siendo un ser humano tomado de entre los hombres, actúa en nombre de
Jesucristo y que es el mismo Jesucristo quien, por su medio, apacienta a
sus fieles. Por eso, entre otras cosas, se le pide defender a sus ovejas
de los múltiples males que las acechan por doquier. Se le recuerda que,
afianzado en el radicalismo evangélico, tiene el deber de desenmascarar
las falsas antropologías, rescatar los valores despreciados por los
procesos ideológicos y discernir la verdad (No. 66); que debe ser testigo
y servidor de la esperanza, sobre todo donde más fuerte es la presión de
una cultura inmanentista, que margina toda apertura a la trascendencia, es
decir, a Dios y que debilita la fe y apaga la caridad (No. 3). Esto es lo
que, según mis posibilidades y las circunstancias actuales lo requieren,
he tratado de hacer en esta Carta Pastoral. Quizá a algunos estas
consideraciones parezcan algo extraño por inusuales; pero si bien lo
miramos, como lo hace el Papa Benedicto XVI en su primera encíclica, en
las falsas antropologías y en los procesos ideológicos viciados, radican
los numerosos males que nos afligen y que parecen no tener remedio. Por
eso la “Pastores gregis” prosigue, diciendo: Ante las situaciones de
injusticia, y muchas veces sumidos en ellas, que abren inevitablemente la
puerta a conflictos y a la muerte, el Obispo es defensor de los derechos
del hombre, creado a imagen y semejanza de Dios. Predica la doctrina moral
de la Iglesia, defiende el derecho a la vida desde la concepción hasta su
término natural; predica la Doctrina Social de la Iglesia, fundada en el
Evangelio, y asume la defensa de los débiles, haciéndose voz de quien no
tiene voz para hacer valer sus derechos. Y concluye: No cabe duda de que
la Doctrina Social de la Iglesia es capaz de suscitar esperanza incluso en
las situaciones más difíciles, porque, si no hay esperanza para los
pobres, no la habrá para nadie, ni siquiera para los llamados ricos (No.
67). Los hijos de la Iglesia —pastores y fieles— estamos llamados a ser
Testigos de la Esperanza en el mundo.
† Mario De Gasperín Gasperín
Obispo de Querétaro