Memoria de la postmodernidad

Jorge Eduardo Fernández

A fines del primer lustro del siglo XXI, el término postmodernidad nos plantea con más claridad que otros, tales como “globalización” por ejemplo, la necesidad de continuar reflexionando acerca del cambio de época que vivimos.

Esta memoria de la postmodernidad intenta replantear dos cuestiones. Una, ya pasada de moda pero vigente en los años 80 y que surgió de la pregunta: ¿hasta qué punto podemos hablar de postmodernidad en Latinoamérica? La otra indaga sobre el sentido que hoy seguimos asignando a la postmodernidad.

A comienzos de los ’80 la pregunta era: ¿en qué sentido la postmodernidad ha llegado hasta nosotros?, ¿se trata de un tema a pensar?

Cuando hoy propongo que reflexionemos a partir de la pregunta: ¿en qué sentido podemos seguir hablando de “postmodernidad”? no apunto al antes sino al después. La dirección de esta pregunta surge de comprobar que de la postmodernidad ya podemos hablar en pasado, reconocer una “memoria de la postmodernidad”.

Desde una mirada amplia, y sólo con el propósito de organizar el tema, propongo distinguir tres momentos o etapas de esta memoria que, por cierto, más allá de distinguirlos se cruzan entre sí.

El primero es el momento del planteo de la cuestión que remite a la llegada e instalación de la postmodernidad como tema a pensar y a debatir. Sin detenernos a considerar antecedentes lejanos, tales como los orígenes del postmodernismo en la arquitectura de los años 50, o el uso indefinido del término postmodernidad en los pensadores antimodernos del siglo XIX y principios del XX, la postmodernidad comienza a establecerse entre nosotros hacia principios de los ’80 1. Durante estos años cunde y se instala como tema de discusión.

El primer tema a tratar –y que a través de diferentes planteos prevalece hasta hoy– es el que apunta a saber hasta dónde o en qué sentido la postmodernidad constituye una ruptura o una continuación de la modernidad. Al respecto, se especifican diversas cuestiones generales como las objeciones al ambivalente y siempre dependiente uso del “post”, o a continuar pensado la historia en épocas, un rasgo típico de la modernidad.

En esta línea se inscriben los primeros textos: entre ellos la compilación de artículos realizada por Hal Foster (1983) 2, editada en castellano en 1985. En ella encontramos uno de los escritos en torno de los cuales se llevó a cabo ese debate inicial: “La modernidad, un proyecto incompleto” (1981) de Jürgen Habermas. En dicho artículo Habermas defiende el proyecto moderno que se centra en la idea del desarrollo progresivo del ejercicio emancipatorio de la razón a partir de la independencia de las distintas esferas: científica, moral, estética. Esta defensa del proyecto de la modernidad condujo a Habermas a concebir la postmodernidad como un producto pura y exclusivamente reaccionario.

Jean F. Lyotard se opuso a este planteo: en La condición postmoderna 3 (1984) muestra que la postmodernidad es producida por el agotamiento y la inercia de la modernidad. Para él “la postmodernidad es cosa moderna”, y por ello no es el producto de jóvenes reaccionarios, sino la consecuencia, cuando no también el desvelamiento, de los móviles ocultos de la modernidad. La disolución de los sujetos contestatarios –los jóvenes universitarios, los pueblos del tercer mundo– que se oponían a la primacía de un único sistema de vida, para Lyotard es vencida y disuelta ya a fines de los años 60. A partir de ahí el sistema social se desprende de su condición conflictiva y comienza a generar sus propios mecanismos de control y autorregulación. En este aspecto se encuentra el paso decisivo, el proceso de emancipación libera al hombre de la carga de decidir. Nacen los “expertos decisores”, que lejos de ser seres humanos formados por la cultura ilustrada, son expertos en la sistematización de datos provenientes de la lógica operativa de autómatas. La lógica de los sistemas procesadores de información desplaza a la racionalidad moderna del centro de las argumentaciones 4.

Junto a estos textos comienzan a resonar otros autores, como Jean Baudrillard, Fredric Jameson y podríamos incluir también a Michel Foucault, a quienes de manera más o menos imprecisa se los fue catalogando de postmodernos. Por entonces, entre nosotros, la revista Punto de vista publicaba la “Guía del posmodernismo” escrita por Andreas Huyssen que permitía abordar el tema con mucha más claridad que la resultante de las lecturas de Habermas y Lyotard. La postmodernidad deja de ser vista como una mera reacción conservadora, tal como la consideraba Habermas, para convertirse en una gama de diversos enfoques que muy poco tenían que ver entre sí. Con la postmodernidad ocurre lo mismo que con otros tantos fenómenos, lo que escapa al poder de definición caerá en las grillas homogéneas de la clasificación. Es así como surgen las primeras clasificaciones en las que se distinguía una “postmodernidad de reacción” de una “postmodernidad de resistencia” (Hal Foster), o como posteriormente diferenciará Habermas en El discurso filosófico de la modernidad 5 (1985) entre una “postmodernidad conservadora” y una “postmodernidad anarquista”.

Cabe destacar que por estas tierras, esos años coinciden con “el retorno a la democracia”. El problema que se planteaba no era menor. La cuestión se centraba en saber ¿cómo concebir la vida democrática en tanto quedaban borroneados o cuestionados el horizonte utópico, el posicionamiento ideológico y la identidad histórica?

Al respecto cabe mencionar el aporte de Norbert Lechner quien en Cultura política y democratización (1987) supo plantear las dificultades que en este sentido enfrentaban y enfrentan las democracias en Latinoamérica. De este artículo destaco especialmente que puso de manifiesto el cambio que la llamada “cultura postmoderna” introducía en la dinámica temporal. El desencanto de las utopías acarrea el cuestionamiento del futuro como horizonte de proyección de expectativas y motor del presente, lo que incide en la dinámica de la vida social y conduce a vivenciar el tiempo como una especie de “presente continuo”. Con todo esto queda seriamente afectada la posibilidad de concebir la cultura democrática inscripta en un proyecto histórico de largo plazo.

Un segundo momento se corresponde con la concepción de la postmodernidad a partir del fin de la metafísica. A la lectura socio-política se le agrega la reflexión ontológica. Gianni Vattimo es quien mayor incidencia ha tenido en la profundización y difusión de dicho planteo. Las aventuras de la diferencia 6 (1980), El fin de la modernidad 7 (1985) condujeron a comprender a la postmodernidad como la época en la que se abría la chance de superación de la metafísica; esto en su conjunto quiere decir: la superación de todo dogmatismo que centre su poder en la convicción y defensa de principio excluidos de toda discusión. Todo discurso fuerte que pretenda convertirse en único, y de manera especial la racionalidad moderna, se expone en la postmodernidad a su descalificación y disolución. La alternativa que se vislumbraba entonces era la de un pensar que, nutrido por la hermenéutica, disolviese los grumos de identidades fundamentalistas y abriese de este modo el camino de la puesta en juego de las diferencias. En este sentido es que Vattimo califica la postmodernidad como un período de “convalecencia”.

Este segundo momento halla su acontecimiento histórico culminante en la caída del Muro de Berlín, el cual fue celebrado por Francis Fukuyama con la enfática idea del “fin de la historia”. Esta primavera de la postmodernidad duró lo que tardó la reacción de los vencedores y sobrevivientes. Los embates de la modernización capitalista-neoliberal, por un lado, y el resurgimiento de la violencia étnica, por el otro, no contribuyeron a la realización de la idea de una época en la cual las diferencias ganaran el centro de la escena.

Y, finalmente, cabe distinguir un tercer momento que en cierto modo coincide con el presente actual.

A este momento lo describiría como el de la postmodernidad retirada del centro de la escena que supo ocupar en los ‘80. Debemos comprender que, por un lado, la postmodernidad se ha corrido de motu proprio y, por otro, ha sido desplazada. De motu proprio, porque una vez más en la historia los pensamientos fragmentarios, dulces o débiles, parecen estar destinados a la fugacidad. Por otro lado, porque la globalización, el “pensamiento único” o “pensamiento cero” como señala Emmanuel Todd, han provocado el ascenso de un mundo que luego del atentado del 11 de septiembre se debate nuevamente entre la violencia y los fundamentalismos.

Con lo cual, y apuntando a una mínima conclusión, me pregunto: ¿es la postmodernidad una experiencia perdida?

Pienso que no. Fuera del centro de la escena, el saber producido a partir y en torno a la postmodernidad sigue decantando y abriendo perspectivas, alternativas y debates. En este sentido la postmodernidad se parece más al Renacimiento que a la Modernidad, al período en el que una época se incuba (nunca exento de nuevas inquisiciones), más que al de una época que se reconoce a sí misma.

¿Qué es posible hacer con la postmodernidad? Sólo me animo a formular dos ideas cuya viabilidad abre una nueva discusión. En este letargo de la postmodernidad cabe la chance de:


Procurar que las diferencias decanten alteridad.

Identidad, diferencia, alteridad. Son términos en torno a los cuales se ha ido constelando el pensamiento del siglo XX. Sin duda fue Emmanuel Levinas quien desarrolló el planteo más radical en torno a la alteridad, obra que sirvió a muchos pensadores latinoamericanos para dar una nueva base a su empresa de concebir la singularidad cultural de los pueblos de América. Por otro lado, el gran riesgo de la postmodernidad es que su insistencia en la liberación de las diferencias conduzca a la disolución de toda identidad en un contexto estancado en la indiferencia nihilista. La chance se centra en concebir la identidad –y esto corresponde incluirlo especialmente en el modo de constituir, gestar y transformar instituciones– desde una apertura a la alteridad en la que el respeto por el otro sitúe al otro más allá de cualquier relación de identidad. Cumplir de este modo la fórmula propuesta por Levinas: “el otro es otro más allá y antes de toda relación”.


Gestar un saber que parta de la experiencia de la no autosuficiencia.

Como ya he expresado en otros trabajos, me parece que la experiencia sapiencial del hombre contemporáneo se traduce en la conciencia de la “no autosuficiencia”; que evoca la experiencia de un saber que excede nuestras mejores intenciones y procura por ello mismo hacerse cargo del horizonte de sus expectativas. ¿De qué razón y de qué lenguaje es capaz este hombre? La pregunta se orienta hacia el surgimiento de un saber centrado en el respeto al otro en cuanto tal y en el cultivo del valor de la palabra. Si bien no describe una tendencia predominante en el mundo actual, ya ha comenzado en algunos grupos de pensamiento y de acción a conformar el concepto de una nueva sensatez. Una sensatez que no trata de imponer su voluntad, sino de reconocer, gestar y defender aquellos espacios donde la vida, la justicia y la libertad, siguen haciendo posible el cumplimiento de los dos mandamientos que sintetizan la Ley.


Notas

1
. Si se rastrea el tema se verá, como ocurre tantas veces, que el debate iniciado en los Estados Unidos y Europa en los ‘70 llega a nosotros con unos años de atraso.
2. Foster, Hal: La posmodernidad, Kairós. Barcelona, 1985. Entre paréntesis en el texto figura el año de las primeras ediciones.
3. Lyotard, Jean F.: La condición postmoderna. Cátedra, Madrid, 1984.
4. Para quien quiera ir más allá de la mirada esquemática que propongo en este texto, recomiendo leer el libro de Félix Duque: Postmodernidad y Apocalipsis, Baudino Ediciones, Buenos Aires, 1999.
5. Habermas, J.: El discurso filosófico de la modernidad. Taurus, Madrid, 1989.
6. Vattimo, G.: Las aventuras de la diferencia. Península, Barcelona, 1986.
7. Vattimo, G.: El fin de la modernidad. Gedisa, Barcelona, 1986.