Benedicto XVI - San Buenaventura. - Textos diversos.
Inédito de Benedicto XVI: San Buenaventura y la historia de la salvación
Introducción al segundo volumen de las obras completas de Joseph Ratzinger
CIUDAD
DEL VATICANO, sábado, 19 de septiembre de 2009
Introducción que ha escrito Benedicto XVI para el segundo volumen de las obras completas de Joseph Ratzinger ("Gesammelte Schriften").
El volumen fue presentado al Papa el 13 de septiembre por la persona encargada de recoger sus escritos, monseñor Gerhard Ludwig Müller, obispo de Ratisbona, y ha sido editado
en alemán por Herder.
El volumen publica por primera vez el texto íntegro de la tesis de habilitación a la docencia que el joven Ratzinger dedicó a la comprensión de la Revelación y a la teología
de la historia de san Buenaventura ("Offenbarungsverständnis und Geschichtstheologie Bonaventuras").
A la publicación de mis escritos sobre la liturgia le sigue ahora, en la edición general de mis obras, un libro con estudios sobre la teología del gran franciscano y doctor
de la Iglesia Buenaventura Fidanza. Desde el principio era evidente que esta obra incluiría también mis estudios sobre el concepto de Revelación en el santo, realizados junto
a la interpretación de su teología de la historia, en los años 1953-1955, pero hasta ahora inéditos. Para completar todo este trabajo, el manuscrito debía ser revisado y
corregido según las modernas formas editoriales, pero no me sentí capaz de hacerlo. La profesora Marianne Schlosser de Viena, profunda conocedora de la teología medieval y en
particular de las obras de san Buenaventura, tuvo la consideración de ofrecerse a realizar esa labor, necesaria y ciertamente no fácil. Por esto no puedo menos de darle las
gracias de todo corazón. Al hablar del proyecto estuvimos enseguida de acuerdo en que no se trataba de reelaborar el libro desde el punto de vista del contenido ni de
continuar la investigación hasta el estado actual. Más de medio siglo después de la redacción del texto, eso habría significado en la práctica escribir un nuevo libro. Además
yo deseaba que fuera una edición "histórica", que ofreciera, tal como era, un texto concebido en un pasado lejano, dejando a la investigación la posibilidad de
sacar de el provecho incluso hoy. De la labor editorial realizada trata la introducción de la profesora Schlosser, quien, junto con sus colaboradores, ha invertido mucho
tiempo y ha puesto gran empeño en la preparación de una edición histórica del texto, confiando en el hecho de que teológica e históricamente valía la pena hacerlo accesible a
todos en su integridad.
En la segunda parte del libro se presenta de nuevo la Teología de la historia de san Buenaventura como se publicó en 1959. Los ensayos que siguen proceden, con pocas
excepciones, del estudio sobre la interpretación de la Revelación y de la teología de la historia. En algunos casos han sido adaptados para poder constituir un texto completo,
modificándolos ligeramente según el contexto. La idea de actualizar el manuscrito y presentarlo como libro al público tuve que abandonarla temporalmente junto al proyecto de
un estudio comentado del Hexamerón, pues la actividad de experto conciliar y las exigencias de mi docencia académica requerían tanto empeño que hacían impensable la
investigación medievalista. En el período posconciliar, el cambio de la situación teológica y las nuevas circunstancias en la universidad alemana me absorbieron de tal forma
que pospuse el trabajo sobre san Buenaventura al período sucesivo a la jubilación. Entretanto el Señor me ha llevado por otros caminos y así ahora se publica el libro en su
forma actual. Espero que otros realicen la tarea de comentar el Hexamerón.
En un primer momento la exposición del tema de la obra podría parecer sorprendente, y de hecho lo es. Después de mi tesis sobre el concepto de Iglesia en san Agustín, mi
maestro Gottlieb Söhngen me propuso que me dedicara al medioevo y en particular a la figura de san Buenaventura, que fue el representante más significativo de la corriente
agustiniana en la teología medieval. En cuanto al contenido, tuve que afrontar la segunda cuestión importante de la que se ocupa la teología fundamental, o sea, el tema de la
Revelación. En aquel tiempo, en particular con motivo de la célebre obra de Oscar Cullmann Christus und die Zeit (Zurich, 1946), el tema de la historia de la salvación,
especialmente su relación con la metafísica, se había convertido en el centro del interés teológico. Si la Revelación en la teología neoescolástica se había entendido
esencialmente como transmisión divina de misterios, que permanecen inaccesibles al intelecto humano, hoy la Revelación se considera como una manifestación de sí mismo por
parte de Dios en una acción histórica y la historia de la salvación se contempla como elemento central de la Revelación. Mi tarea consistía en intentar descubrir cómo había
entendido san Buenaventura la Revelación y si para él existía algo semejante a una idea de "historia de la salvación".
Fue una tarea difícil. La teología medieval no posee ningún tratado de revelatione ("sobre la Revelación") como sucede en cambio en la teología moderna.
Además, demostré enseguida que la teología medieval no conoce siquiera un término para expresar desde un punto de vista de contenido nuestro concepto moderno de Revelación.
La palabra revelatio, que es común a la neoescolástica y a la teología medieval, no significa, como se ha ido evidenciando, lo mismo en la teología medieval y en la
moderna. Por eso tuve que buscar las respuestas a mi planteamiento del problema en otras formas lingüísticas y de pensamiento, e incluso modificarla respecto a cuando me
había aproximado a la obra de san Buenaventura. Ante todo había que llevar a cabo difíciles investigaciones sobre su lenguaje. Tuve que dejar de lado nuestros conceptos para
comprender qué entendía san Buenaventura por Revelación. En cualquier caso se ha demostrado que el contenido conceptual de Revelación se adaptaba a gran número de conceptos:
revelatio, manifestatio, doctrina, fides, y así sucesivamente. Sólo una visión de conjunto de estos conceptos y de sus aserciones permite comprender la idea de
Revelación en san Buenaventura.
El hecho de que en la doctrina medieval no existiera concepto alguno de "historia de la salvación" en el sentido actual del término quedó claro desde el principio.
Con todo, dos indicios demostraron que en san Buenaventura estaba presente el problema de la Revelación como camino histórico. Ante todo se presentó la doble figura de la
Revelación como Antiguo y Nuevo Testamento, que planteó la cuestión de la sintonía entre la unidad de la verdad y la diversidad de la mediación histórica suscitada desde la
edad patrística y después afrontada también por los teólogos medievales. A esta forma clásica de la presencia del problema de la relación entre historia y verdad, que san
Buenaventura comparte con la teología de su tiempo y que trata a su manera, se añade en él también la novedad de su punto de vista histórico, según el cual la historia, que
es proseguimiento de la obra divina, se convierte en un desafío dramático. Joaquín de Fiore (+1202) había enseñado un ritmo trinitario de la historia. A la edad del Padre
(Antiguo Testamento) y a la edad del Hijo (Nuevo Testamento, Iglesia), debía seguir una edad del Espíritu Santo en la cual, con la observancia del Sermón de la Montaña, se
manifestarían espíritu de pobreza, reconciliación entre griegos y latinos, reconciliación entre cristianos y judíos, y llegaría un tiempo de paz. Gracias a una combinación de
cifras simbólicas, el erudito abad había predicho el inicio de una nueva era en 1260. En torno a 1240 el movimiento franciscano se encontró con estos escritos, que en muchos
tuvieron un efecto electrizante: esta nueva era, ¿no había comenzado tal vez con san Francisco de Asís? Por este motivo, dentro de la Orden se creó una tensión dramática
entre "realistas", que querían utilizar el legado de san Francisco según las posibilidades concretas de la vida de la Orden como se había transmitido, y
"espirituales", que en cambio apuntaban a la novedad radical de un período histórico nuevo.
Como ministro general de la Orden, san Buenaventura tuvo que afrontar el enorme desafío de esta tensión, que para él no era una cuestión académica, sino un problema concreto
de su encargo como séptimo sucesor de san Francisco. En este sentido la historia fue de improviso tangible como realidad y como tal tuvo que ser afrontada con la acción real
y con la reflexión teológica. En mi estudio procuré explicar de qué modo san Buenaventura afrontó este desafío y puso en relación la "historia de la salvación" con
la "Revelación".
Desde 1962 no había vuelto a tomar en mis manos el escrito. Así que me ha entusiasmado releerlo después de tanto tiempo. Está claro que el planteamiento del problema, así
como el lenguaje del libro, reflejan la influencia de la realidad de los años cincuenta. Además, para las investigaciones lingüísticas no existían los medios técnicos de los
que disponemos ahora. Por este motivo la obra tiene sus limitaciones y evidentemente está marcada por el influjo del período histórico en que fue concebida. Sin embargo, al
volver a leerla, he tenido la impresión de que sus respuestas están fundadas, aunque superadas en muchos detalles, y que todavía tienen algo que decir hoy. Sobre todo me he
dado cuenta de que la cuestión de la esencia de la Revelación y el hecho de volver a proponerla, que es el tema del libro, siguen teniendo hoy su urgencia, tal vez incluso
mayor que en el pasado.
Al final de esta introducción, además de dar las gracias a la profesora Schlosser, deseo expresar mi gratitud al obispo de Ratisbona, Gerhard Ludwig Müller, quien, a través
de la fundación del Institut Papst Benedikt XVI, ha hecho posible la publicación de esta obra y ha seguido, con activa participación, el proceso editorial de mis
escritos. Asimismo, doy las gracias a los colaboradores del Instituto, el profesor Rudolf Voderholzer, el doctor Christian Schaller, los señores Franz-Xaver Heibl y Gabriel
Weiten. Y no en último lugar manifiesto mi agradecimiento a la editorial Herder, que se ha ocupado de la publicación de este libro con la precisión que la caracteriza.
Dedico la obra a mi hermano Georg por su octogésimo quinto cumpleaños, agradecido por la comunión de pensamiento y de camino de toda una vida.
Roma, solemnidad de la Ascensión de Cristo 2009.
II
Benedicto XVI: San Buenaventura, el teólogo de Cristo
CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 3 de marzo de 2010
Catequesis realizada hoy por el Papa en el Aula Pablo VI, ante grupos de peregrinos de todo el mundo, sobre san Buenaventura, Doctor de la Iglesia.
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy quisiera hablar de san Buenaventura de Bagnoregio. Os confío que, al proponeros este argumento, advierto una cierta nostalgia, porque recuerdo las investigaciones que,
como joven estudioso, realicé precisamente sobre este autor, particularmente querido para mí. Su conocimiento ha incidido no poco en mi formación. Con mucha alegría hace
pocos meses me dirigió en peregrinación a su lugar natal, Bagnoregio, una pequeña ciudad italiana, en el Lacio, que custodia con veneración su memoria.
Nacido probablemente en 1217 y muerto en 1274, vivió en el siglo XIII, una época en la que la fe cristiana, penetrada profundamente en la cultura y en la sociedad de Europa,
inspiró obras imperecederas en el campo de la literatura, de las artes visuales, de la filosofía y de la teología. Entre las grandes figuras cristianas que contribuyeron a
la composición de esta armonía entre fe y cultura destaca precisamente Buenaventura, hombre de acción y de contemplación, de profunda piedad y de prudencia en el gobierno.
Se llamaba Giovanni da Fidanza. Un episodio que sucedió cuando era aún muchacho marcó profundamente su vida, como él mismo relata. Había sido afectado por una grave enfermedad
y ni siquiera su padre, que era médico, esperaba ya salvarlo de la muerte. Su madre, entonces, recurrió a la intercesión de san Francisco de Asís, canonizado hacía poco.
Y Giovanni se curó. La figura del Pobrecillo de Asís se le hizo aún más familiar algún año después, cuando se encontraba en París, donde se había dirigido para sus estudios.
Había obtenido el diploma de Maestro de Artes, que podríamos comparar al de un prestigioso Liceo de nuestra época. En ese punto, como tantos jóvenes del pasado y también de hoy,
Giovanni se planteó una pregunta crucial: “¿Qué debo hacer con mi vida?”. Fascinado por el testimonio de fervor y radicalidad evangélica de los Frailes Menores, que habían
llegado a París en 1219, Giovanni llamó a las puertas del Convento franciscano de esa ciudad, y pidió ser acogido en la gran familia de los discípulos de san Francisco.
Muchos años después, explicó las razones de su elección: en san Francisco y en el movimiento iniciado por él reconocía la acción de Cristo. Escribía así en una carta dirigida a
otro fraile: “Confieso ante Dios que la razón que me hizo amar más la vida del beato Francisco es que se parece a los inicios y al crecimiento de la Iglesia. La Iglesia comenzó
con simples pescadores, y se enriqueció en seguida con doctores muy ilustres y sabios; la religión del beato Francisco no fue establecida por la prudencia de los hombres,
sino por Cristo" (Epistula de tribus quaestionibus ad magistrum innominatum, en Opere di San Bonaventura. Introduzione generale, Roma 1990, p. 29).
Por tanto, en
torno al año
1243 Giovanni
vistió el sayal
franciscano y
asumió el nombre
de Buenaventura.
Fue en seguida
dirigido a los
estudios y
frecuentó la
Facultad de
Teología de la
Universidad de
París, siguiendo
un conjunto de
cursos muy
difíciles.
Consiguió los
diversos títulos
requeridos por
la carrera
académica, los
de “bachiller
bíblico" y de
"bachiller
sentenciario".
Así Buenaventura
estudió a fondo
la Sagrada
Escritura, las
Sentencias de
Pietro Lombardo,
el manual de
teología de
aquel tiempo, y
a los más
importantes
autores de
teología y, en
contacto con los
maestros y
estudiantes que
llegaban a París
desde toda
Europa, maduró
su propia
reflexión
personal y una
sensibilidad
espiritual de
gran valor que,
en el transcurso
de los años
siguientes, supo
traslucir en sus
obras y en sus
sermones,
convirtiéndose
así en uno de
los teólogos más
importantes de
la historia de
la Iglesia. Es
significativo
recordar el
título de la
tesis que
defendió para
ser habilitado
en la enseñanza
de la teología,
la
licentia ubique
docendi,
como se decía
entonces. Su
disertación
llevaba por
título
Cuestiones sobre
el conocimiento
de Cristo.
Este argumento
muestra el papel
central que
Cristo tuvo
siempre en la
vida y en la
enseñanza de
Buenaventura.
Podemos decir
sin más que todo
su pensamiento
fue
profundamente
cristocéntrico.
En aquellos
años en París,
la ciudad de
adopción de
Buenaventura,
estallaba una
violenta
polémica contra
los Frailes
Menores de san
Francisco de
Asís y los
Frailes
Predicadores de
santo Domingo de
Guzmán. Se
discutía su
derecho de
enseñar en la
Universidad y se
ponía en duda
incluso la
autenticidad de
su vida
consagrada.
Ciertamente, los
cambios
introducidos por
las Órdenes
Mendicantes en
la manera de
entender la vida
religiosa, de la
que hablé en las
catequesis
precedentes,
eran tan
innovadoras que
no todos
llegaban a
comprenderles.
Se añadían
también, como
alguna vez
sucede también
entre personas
sinceramente
religiosas,
motivos de
debilidad
humana, como la
envidia y los
celos.
Buenaventura,
aunque rodeado
de la oposición
de los demás
maestros
universitarios,
había ya
comenzado a
enseñan en la
cátedra de
teología de los
Franciscanos y,
para responder a
quienes
criticaban a las
Órdenes
Mendicantes,
compuso un
escrito titulado
La perfección
evangélica.
En este escrito
demuestra cómo
las Órdenes
Mendicantes,
especialmente
los Frailes
Menores,
practicando los
votos de
pobreza, de
castidad y de
obediencia,
seguían los
consejos del
propio
Evangelio. Más
allá de estas
circunstancias
históricas, la
enseñanza
proporcionada
por Buenaventura
en esta obra
suya y en su
vida permanece
siempre actual:
la Iglesia se
hace luminosa y
bella por la
fidelidad a la
vocación de esos
hijos suyos y de
esas hijas suyas
que no sólo
ponen en
práctica los
preceptos
evangélicos,
sino que, por
gracia de Dios,
están llamados a
observar sus
consejos y dan
testimonio así,
con su estilo de
vida pobre,
casto y
obediente, de
que el Evangelio
es fuente de
gozo y de
perfección.
El conflicto
se apaciguó, al
menos por un
cierto tiempo y,
por intervención
personal del
papa Alejandro
IV, en 1257,
Buenaventura fue
reconocido
oficialmente
como doctor y
maestro de la
Universidad
parisina. Con
todo, tuvo que
renunciar a este
prestigioso
cargo, porque en
ese mismo año el
Capítulo general
de la Orden le
eligió Ministro
general.
Desempeñó
este cargo
durante
diecisiete años
con sabiduría y
dedicación,
visitando las
provincias,
escribiendo a
los hermanos,
interviniendo a
veces con una
cierta severidad
para eliminar
los abusos.
Cuando
Buenaventura
comenzó este
servicio, la
Orden de los
Frailes Menores
se había
desarrollado de
un modo
prodigioso: eran
más de 30.000
los frailes
dispersos en
todo Occidente,
con presencias
misioneras en el
norte de África,
en Oriente Medio
y también en
Pekín. Era
necesario
consolidar esta
expansión y
sobre todo
conferirle, en
plena fidelidad
al carisma de
Francisco,
unidad de acción
y de espíritu.
De hecho, entre
los seguidores
del santo de
Asís se
registraban
diversas formas
de interpretar
su mensaje y
existía
realmente el
riesgo de una
fractura
interna. Para
evitar este
peligro, el
Capítulo general
de la Orden en
Narbona, en
1260, aceptó y
ratificó un
texto propuesto
por
Buenaventura, en
el que se
unificaban las
normas que
regulaban la
vida cotidiana
de los Frailes
Menores.
Buenaventura
intuía, con
todo, que las
disposiciones
legislativas,
aun inspiradas
en la sabiduría
y en la
moderación, no
eran suficientes
para asegurar la
comunión del
espíritu y de
los corazones.
Era necesario
compartir los
mismos ideales y
las mismas
motivaciones.
Por este motivo.
Buenaventura
quiso presentar
el auténtico
carisma de
Francisco, su
vida y su
enseñanza. Por
ello recogió con
gran celo
documentos
relativos al
Pobrecillo y
escuchó con
atención los
recuerdos de
aquellos que
habían conocido
directamente a
Francisco. De
ahí nació una
biografía,
históricamente
bien fundada,
del santo de
Asís, titulada
Legenda Maior,
redactada
también de forma
más sucinta y
llamada por ello
Legenda minor.
La palabra
latina, a
diferencia de la
italiana (y tb.
del término
español
“leyenda”, n.d.t.)
no indica un
fruto de la
fantasía, sino
al contrario,
Legenda
significa un
texto
autorizado, “que
leer”
oficialmente. De
hecho, el
Capítulo general
de los Frailes
Menores de 1263,
reunido en Pisa,
reconoció en la
biografía de san
Buenaventura el
retrato más fiel
del Fundador y
esta se
convirtió, así,
en la biografía
oficial del
Santo.
¿Cuál es la
imagen de san
Francisco que
surge del
corazón y de la
pluma de su hijo
devoto y
sucesor, san
Buenaventura? El
punto esencial:
Francisco es un
alter Christus,
un hombre que
buscó
apasionadamente
a Cristo. En el
amor que empuja
a la imitación,
se conformó
enteramente a
Él. Buenaventura
señalaba este
ideal vivo a
todos los
seguidores de
Francisco. Este
ideal, válido
para todo
cristiano, ayer,
hoy y siempre,
fue indicado
como programa
también para la
Iglesia del
Tercer Milenio
por mi
Predecesor, el
Venerable Juan
Pablo II. Este
programa,
escribía en la
Carta
Tertio Millennio
ineunte, se
centra “en
Cristo mismo, a
quien conocer,
amar, imitar,
para vivir en él
la vida
trinitaria, y
transformar con
él la historia
hasta su
cumplimiento en
la Jerusalén
celeste" (n.
29).
En 1273 la
vida de san
Buenaventura
conoció otro
cambio. El Papa
Gregorio X lo
quiso consagrar
obispo y nombrar
cardenal. Le
pidió también
que preparara un
importantísimo
acontecimiento
eclesial: el II
Concilio
Ecuménico de
Lyon, que tenía
como objetivo el
restablecimiento
de la comunión
entre la Iglesia
latina y la
griega. Él se
dedicó a esta
tarea con
diligencia, pero
no llegó a ver
la conclusión de
aquella cumbre
ecuménica,
porque murió
durante su
celebración. Un
anónimo notario
pontificio
compuso un
elogio de
Buenaventura,
que nos ofrece
un retrato
conclusivo de
este gran santo
y excelente
teólogo: “Hombre
bueno, afable,
piadoso y
misericordioso,
lleno de
virtudes, amado
por Dios y por
los hombres...
Dios de hecho le
había dado tal
gracia, que
todos aquellos
que lo veían
quedaban
invadidos por un
amor que el
corazón no podía
ocultar” (cfr
J.G. Bougerol,
Bonaventura,
en A. Vauchez (vv.aa.),
Storia dei santi
e della santità
cristiana.
Vol. VI.
L’epoca del
rinnovamento
evangelico,
Milán 1991, p.
91).
Recojamos la
herencia de este
santo Doctor de
la Iglesia, que
nos recuerda el
sentido de
nuestra vida con
estas palabras:
“En la tierra...
podemos
contemplar la
inmensidad
divina mediante
el razonamiento
y la admiración;
en la patria
celeste, en
cambio, mediante
la visión,
cuando seremos
hechos
semejantes a
Dios, y mediante
el éxtasis...
entraremos en el
gozo de Dios" (La conoscenza di Cristo, q. 6, conclusione, en Opere di San Bonaventura. Opuscoli Teologici /1, Roma 1993, p. 187).
III
Benedicto XVI: San Buenaventura y el sentido de la Historia
Hoy en la Audiencia General (II)
CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 10 de marzo de 2010
Discurso del
Papa durante la
segunda parte de
la Audiencia
General,
celebrada en el
Aula Paolo VI
junto con los
peregrinos
procedentes de
todo el mundo.
Queridos hermanos y hermanas:
La semana
pasada hablé
sobre la vida y
la personalidad
de san
Buenaventura de Bagnoregio. Esta
mañana quisiera
proseguir con su
presentación,
deteniéndome en
una parte de su
obra literaria y
de su doctrina.
Como ya
decía, san
Buenaventura,
entre sus muchos
méritos, tuvo el
de interpretar
auténtica y
fielmente la
figura de san
Francisco de
Asís, venerado y
estudiado por él
con gran amor.
De modo
particular, en
los tiempos de
san
Buenaventura,
una corriente de
Frailes Menores,
llamados
“espirituales”,
sostenía que con
san Francisco se
había inaugurado
una fase
totalmente nueva
de la historia,
habría aparecido
el “Evangelio
eterno” del que
habla el
Apocalipsis, que
sustituía al
Nuevo
Testamento. Este
grupo afirmaba
que la Iglesia
había agotado ya
su papel
histórico, y que
su lugar lo
ocupaba una
comunidad
carismática de
hombres libres
guiados
interiormente
por el Espíritu,
es decir, los
“Franciscanos
espirituales”.
En la base de
las ideas de
este grupo
estaban los
escritos de un
abad
cisterciense,
Joaquín de
Fiore, muerto en
1202. En sus
obras, él
afirmaba un
ritmo trinitario
de la historia.
Consideraba el
Antiguo
Testamento como
la era del
Padre, seguida
por el tiempo
del Hijo, el
tiempo de la
Iglesia. Habría
que esperar la
tercera era, la
del Espíritu
Santo. Toda la
historia era así
interpretada
como una
historia de
progreso: de la
severidad del
Antiguo
Testamento a la
relativa
libertad del
tiempo del Hijo,
en la Iglesia,
hasta la plena
libertad de los
Hijos de Dios,
en el periodo
del Espíritu
Santo, que
habría sido
también,
finalmente, el
periodo de la
paz entre los
hombres, de la
reconciliación
de los pueblos y
de las
religiones.
Joaquín de Fiore
había suscitado
la esperanza de
que el inicio
del nuevo tiempo
habría venido de
un nuevo
monaquismo. Así
es comprensible
que un grupo de
franciscanos
creyese
reconocer en san
Francisco de
Asís al
iniciador del
tiempo nuevo y
en su Orden la
comunidad del
periodo nuevo –
la comunidad del
tiempo del
Espíritu Santo,
que dejaba tras
de sí a la
Iglesia
jerárquica, para
iniciar la nueva
Iglesia del
Espíritu, ya no
ligada a las
viejas
estructuras.
Existía por
tanto el riesgo
de un gravísimo
malentendido del
mensaje de san
Francisco, de su
humilde
fidelidad al
Evangelio y a la
Iglesia, y este
equívoco
comportaba una
visión errónea
del Cristianismo
en su conjunto.
San
Buenaventura,
que en 1257 se
convirtió en
Ministro General
de la Orden
Franciscana, se
encontró frente
a una gran
tensión dentro
de su misma
orden a causa
precisamente de
quienes
sostenían la
mencionada
corriente de los
“franciscanos
espirituales”,
que se remitía a
Joaquín de
Fiore.
Precisamente
para responder a
este grupo y
volver a dar
unidad a la
Orden, san
Buenaventura
estudió con
cuidado los
escritos
auténticos de
Joaquín de Fiore
y los atribuidos
a él y, teniendo
en cuenta la
necesidad de
presentar
correctamente la
figura y el
mensaje de su
amado san
Francisco, quiso
exponer una
visión correcta
de la teología
de la historia.
San Buenaventura
afrontó el
problema
precisamente en
su última obra,
una recopilación
de conferencias
a los monjes del
estudio
parisino, que
quedó incompleta
y que se terminó
a través de las
transcripciones
de los oyentes,
titulada
Hexaëmeron,
es decir, una
explicación
alegórica de los
seis días de la
Creación. Los
Padres de la
Iglesia
consideraban los
seis o siete
días del relato
sobre la
creación como
profecía de la
historia del
mundo, de la
humanidad. Los
siete días
representaban
para ellos siete
periodos de la
historia, más
tarde
interpretados
también como
siete milenios.
Con Cristo
habríamos
entrado en el
último, es
decir, en el
sexto periodo de
la historia, al
que seguiría
después el gran
sábado de Dios.
San Buenaventura
supone esta
interpretación
histórica de la
relación de los
días de la
creación, pero
de una forma muy
libre e
innovadora. Para
él dos fenómenos
de su tiempo
hacen necesaria
una nueva
interpretación
del curso de la
historia:
El primero:
la figura de san
Francisco, el
hombre
totalmente unido
a Cristo hasta
la comunión de
los estigmas,
casi un
alter Christus,
y con san
Francisco la
nueva comunidad
creada por él,
distinta del
monaquismo
conocido hasta
entonces. Este
fenómeno exigía
una nueva
interpretación,
como novedad de
Dios aparecida
en ese momento.
El segundo:
la postura de
Joaquín de
Fiore, que
anunciaba un
nuevo monaquismo
y un periodo
totalmente nuevo
de la historia,
yendo más allá
de la revelación
del Nuevo
Testamento,
exigía una
respuesta.
Como Ministro
General de la
Orden de los
Franciscanos,
san Buenaventura
había visto en
seguida que con
la concepción
espiritualista,
inspirada por
Joaquín de
Fiore, la Orden
no era
gobernable, sino
que iba
lógicamente
hacia la
anarquía. Dos
eran para él las
consecuencias:
La primera:
la necesidad
práctica de
estructuras y de
inserción en la
realidad de la
Iglesia
jerárquica, de
la Iglesia real,
necesitaba un
fundamento
teológico,
también porque
los demás, los
que seguían la
concepción
espiritualista,
mostraban un
aparente
fundamento
teológico.
La segunda:
aún teniendo en
cuenta el
realismo
necesario, no
había que perder
la novedad de la
figura de san
Francisco.
¿Cómo
respondió san
Buenaventura a
la exigencia
práctica y
teórica? De su
respuesta puedo
dar aquí sólo un
resumen muy
esquemático e
incompleto en
algunos puntos:
1. San
Buenaventura
rechaza la idea
del ritmo
trinitario de la
historia. Dios
es uno para toda
la historia y no
se divide en
tres
divinidades. En
consecuencia, la
historia es una,
aunque es un
camino y – según
san Buenaventura
– un camino de
progreso.
2. Jesucristo
es la última
palabra de Dios
– en él Dios lo
ha dicho todo,
donándose a sí
mismo. Más que
si mismo, Dios
no puede decir,
ni dar. El
Espíritu Santo
es Espíritu del
Padre y del
Hijo. Cristo
mismo dice del
Espíritu Santo:
“...os recordará
todo lo que yo
os he dicho" (Jn
14, 26),
"tomará de lo mío
y os lo
comunicará" (Jn
16, 15). Por
tanto no hay
otro Evangelio
más alto, no hay
otra Iglesia que
esperar. Por eso
también la Orden
de san Francisco
debe insertarse
en esta Iglesia,
en su fe, en su
ordenamiento
jerárquico.
3. Esto no
significa que la
Iglesia está
inmóvil, fija en
el pasado y no
pueda haber
novedades en
ella.
Opera Christi
non deficiunt,
sed proficiunt,
las obras de
Cristo no van
atrás, no
disminuyen, sino
que progresan,
dice el Santo en
la carta
De tribus
quaestionibus.
Así san
Buenaventura
formula
explícitamente
la idea del
progreso, y esta
es una novedad
respecto a los
Padres de la
Iglesia y a gran
parte de sus
contemporáneos.
Para san
Buenaventura
Cristo ya no es,
como lo era para
los Padres de la
Iglesia, el
final, sino el
centro de la
historia; con
Cristo la
historia no
termina, sino
que comienza un
nuevo periodo.
Otra
consecuencia es
la siguiente:
hasta aquel
momento dominaba
la idea de que
los Padres de la
Iglesia eran el
culmen absoluto
de la teología,
todas las
generaciones
siguientes
podían solo ser
sus discípulas.
También san
Buenaventura
reconoce a los
Padres como
maestros para
siempre, pero el
fenómeno de san
Francisco le da
la certeza de
que la riqueza
de la palabra de
Dios es
inagotable y que
también en las
nuevas
generaciones
pueden aparecer
nuevas luces. La
unicidad de
Cristo garantiza
también novedad
y renovación en
todos los
periodos de la
historia.
Ciertamente,
la Orden
franciscana –
así subraya –
pertenece a la
Iglesia de
Jesucristo, a la
Iglesia
apostólica y no
puede
construirse un
espiritualismo
utópico. Pero,
al mismo tiempo,
es válida la
novedad de esta
Orden respecto
del monaquismo
clásico, y san
Buenaventura –
como dije en la
Catequesis
precedente –
defendió esta
novedad contra
los ataques del
Clero secular de
París: los
franciscanos no
tienen un
monasterio fijo,
pueden estar
presentes en
todas partes
para anunciar el
Evangelio.
Precisamente, la
ruptura con la
estabilidad,
característica
del monaquismo,
a favor de una
nueva
flexibilidad,
restituyó a la
Iglesia el
dinamismo
misionero.
En este
punto, quizás
sea útil decir
que también hoy
existen visiones
según las cuales
toda la historia
de la Iglesia en
el segundo
milenio habría
sido un ocaso
permanente;
algunos ven el
ocaso
inmediatamente
después del
Nuevo
Testamento. En
realidad,
Opera Christi
non deficiunt,
sed proficiunt,
las obras de
Cristo no van
hacia atrás,
sino que
progresan. ¿Qué
sería la Iglesia
sin la nueva
espiritualidad
de los
cistercienses,
de los
franciscanos y
dominicos, de la
espiritualidad
de santa Teresa
de Ávila y de
san Juan de la
Cruz, etc.?
También hoy vale
esta afirmación:
Opera Christi
non deficiunt,
sed proficiunt,
van adelante.
San Buenaventura
nos enseña el
conjunto del
necesario
discernimiento,
también severo,
del realismo
sobrio y de la
apertura a los
nuevos carismas
dados por
Cristo, en el
Espíritu Santo,
a su Iglesia. Y
mientras se
repite esta esta
idea del ocaso,
hay también otra
idea, este
"utopismo
espiritualista",
que se repite.
Sabemos de hecho
que tras el
Concilio
Vaticano II
algunos estaban
convencidos de
que todo fuese
nuevo, que
hubiese otra
Iglesia, que la
Iglesia
preconciliar
hubiese acabado
y que tendríamos
otra, totalmente
“otra”. ¡Un
utopismo
anárquico! Y
gracias a Dios
los sabios
timoneles de la
barca de Pedro,
el papa Pablo VI
y el papa Juan
Pablo II, por
una parte
defendieron la
novedad del
Concilio y por
la otra, al
mismo tiempo,
defendieron la
unicidad y la
continuidad de
la Iglesia, que
es siempre
Iglesia de
pecadores y
siempre lugar de
Gracia.
4. En este
sentido, san
Buenaventura,
como Ministro
General de los
franciscanos,
tomó una línea
de gobierno en
la que estaba
muy claro que la
nueva Orden no
podía, como
comunidad, vivir
a la misma
“altura
escatológica” de
san Francisco,
en el que él ve
anticipado el
mundo futuro,
sino que –
guiado, al mismo
tiempo, por un
sano realismo y
por el valor
espiritual –
debía acercarse
lo más posible a
la realización
máxima del
Sermón de la
Montaña, que
para san
Francisco fue
“la” regla, aun
teniendo en
cuenta los
límites del
hombre, marcado
por el pecado
original.
Vemos así que
para san
Buenaventura,
gobernar no era
sencillamente un
hacer, sino que
era sobre todo
pensar y rezar.
En la base de su
gobierno
encontramos
siempre la
oración y el
pensamiento;
todas sus
decisiones
resultan de la
reflexión, del
pensamiento
iluminado por la
oración. Su
contacto íntimo
con Cristo
acompañó siempre
su trabajo de
Ministro General
y por ello
compuso una
serie de
escritos
teológico-místicos,
que expresan el
ánimo de su
gobierno y
manifiestan la
intención de
guiar
interiormente a
la Orden, es
decir, de
gobernar no sólo
mediante
mandatos y
estructuras,
sino guiando e
iluminando las
almas,
orientando a
Cristo.
De estos
escritos suyos,
que son el alma
de su gobierno y
que muestran el
camino a
recorrer sea uno
solo o como
comunidad,
quisiera
mencionar solo
uno, su obra
maestra,
Itinerarium
mentis in Deum,
que es un
“manual” de
contemplación
mística. Este
libro fue
concebido en un
lugar de
profunda
espiritualidad:
el monte de la
Verna, donde san
Francisco
recibió los
estigmas. En la
introducción el
autor ilustra
las
circunstancias
que dieron
origen a este
escrito suyo:
“Mientras
meditaba sobre
las
posibilidades
del alma de
ascender a Dios,
se me presentó,
por otro lado,
ese
acontecimiento
admirable
ocurrido en
aquel lugar al
beato Francisco,
es decir, la
visión del
Serafín alado en
forma de
Crucificado. Y
meditando sobre
esto, en seguida
me dí cuenta de
que esta visión
me ofrecía el
éxtasis
contemplativo
del mismo padre
Francisco y al
mismo tiempo el
camino que
conduce a él" (Itinerario
della mente in
Dio,
Prologo, 2, en
Opere di San
Bonaventura.
Opuscoli
Teologici /1,
Roma 1993, p.
499).
Las seis alas
del Serafín se
convierten así
en el símbolo de
seis etapas que
conducen
progresivamente
al hombre al
conocimiento de
Dios a través de
la observación
del mundo y de
las criaturas y
a través de la
exploración de
la propia alma
con sus
facultades,
hasta la unión
gratificante con
la Trinidad por
medio de Cristo,
a imitación de
san Francisco de
Asís. Las
últimas palabras
del
Itinerarium
de san
Buenaventura,
que responden a
la pregunta de
cómo se puede
alcanzar esta
comunión mística
con Dios, se
habrían hecho
descender a lo
profundo del
corazón: “Si
ahora anhelas
saber cómo
sucede esto (la
comunión mística
con Dios),
interroga a la
gracia, no a la
doctrina; al
deseo, no al
intelecto; al
gemido de la
oración, no al
estudio de la
letra; al
esposo, no al
maestro; a Dios,
no al hombre; a
la niebla, no a
la claridad; no
a la luce, sino
al fuego que lo
inflama todo y
transporta a
Dios con las
fuertes unciones
y los afectos
ardentísimos...
Entremos por
tanto en la
niebla,
acallemos a los
afanes, a las
pasiones y a los
fantasmas;
pasemos
con Cristo
Crucificado de
este mundo al
Padre, para
que, tras
haberle visto,
digamos con
Felipe:
esto me basta"
(ibid.,
VII, 6).
Queridos
amigos, acojamos
la invitación
que nos dirige
san
Buenaventura, el
Doctor Seráfico,
y pongámonos en
la escuela del
Maestro divino:
escuchemos su
Palabra de vida
y de verdad, que
resuena en lo
íntimo de
nuestra alma.
Purifiquemos
nuestros
pensamientos y
nuestras
acciones, para
que Él pueda
habitar en
nosotros y
nosotros podamos
comprender su
Voz divina, que
nos atrae hacia
la felicidad
verdadera.
IV
Benedicto XVI: San Buenaventura y la primacía del amor
Hoy en la Audiencia General
CIUDAD DEL VATICANO,
miércoles 17 de marzo de 2010.-
Catequesis
dirigida hoy por
el Papa
Benedicto XVI a
los peregrinos
congregados en
la Plaza de San
Pedro para la
Audiencia
General,
dedicada una vez
más a san
Buenaventura de
Bagnoregio.
Queridos
hermanos y
hermanas,
esta mañana,
continuando la
reflexión del
miércoles
pasado, quisiera
profundizar con
vosotros otros
aspectos de la
doctrina de san
Buenaventura de
Bagnoregio. Es
un eminente
teólogo, que
merece ser
puesto junto a
otro grandísimo
pensador, su
contemporáneo,
santo Tomás de
Aquino. Ambos
escrutaron los
misterios de la
Revelación,
valorando los
recursos de la
razón humana, en
ese fecundo
diálogo entre fe
y razón que
caracteriza al
Medioevo
cristiano,
convirtiéndola
en una época de
gran vivacidad
intelectual,
ademas que de fe
y de renovación
eclesial, a
menudo no
evidenciada lo
suficiente.
Otras analogías
les unen: tanto
Buenaventura,
franciscano,
como Tomás,
dominico,
pertenecían a
las Órdenes
Mendicantes que,
con su frescura
espiritual, como
he recordado en
las catequesis
anteriores,
renovaron, en el
siglo XIII, a la
Iglesia entera y
atrajeron a
muchos
seguidores. Los
dos sirvieron a
la Iglesia con
diligencia, con
pasión y con
amor, hasta el
punto que fueron
invitados a
participar en el
Concilio
Ecuménico de
Lyon de 1274, el
mismo año en que
murieron: Tomás
mientras se
dirigía a Lyon,
Buenaventura
durante la
celebración del
mismo Concilio.
También en la
Plaza de San
Pedro, las
estatuas de los
dos santos están
paralelas,
colocadas
precisamente al
principio de la
Columnata,
partiendo desde
la fachada de la
Basílica
Vaticana: una en
el Brazo de la
izquierda y la
otra en el Brazo
de la derecha. A
pesar de todos
estos aspectos,
podemos
distinguir en
los dos santos
dos
aproximaciones
distintas a la
investigación
filosófica y
teológica, que
muestran la
originalidad y
la profundidad
de pensamiento
de uno y del
otro. Quisiera
señalar algunas
de estas
diferencias.
Una primera
diferencia
concierne el
concepto de
teología. Ambos
doctores se
preguntan si la
teología es una
ciencia práctica
o una ciencia
teórica,
especulativa.
Santo Tomás
reflexiona sobre
dos posibles
respuestas
contrarias. La
primera dice: la
teología es
reflexión sobre
la fe y el
objetivo de la
fe es que el
hombre llegue a
ser bueno, viva
según la
voluntad de
Dios. Por tanto,
el fin de la
teología debería
ser el de guiar
por el camino
correcto, bueno;
en consecuencia
ésta, en el
fondo, es una
ciencia
practica. La
otra postura
dice: la
teología intenta
conocer a Dios.
Nosotros somos
obra de Dios;
Dios está por
encima de
nuestro actuar,
Dios opera en
nosotros el
actuar correcto.
Por tanto, se
trata
sustancialmente
no de nuestro
hacer, sino de
conocer a Dios,
no de nuestro
obrar. La
conclusión de
santo Tomás es:
la teología
implica ambos
aspectos: es
teórica, intenta
conocer a Dios
cada vez más, y
es práctica:
intenta orientar
nuestra vida al
bien. Pero hay
una primacía del
conocimiento:
debemos sobre
todo conocer a
Dios, después
viene el actuar
según Dios (Summa
Theologiae
Ia, q. 1, art.
4). Esta
primacía del
conocimiento
frente a la
praxis es
significativa
para la
orientación
fundamental de
santo Tomás.
La respuesta
de san
Buenaventura es
muy parecida,
pero los acentos
son distintos.
San Buenaventura
conoce los
mismos
argumentos en
una y en la otra
dirección, como
santo Tomás,
pero para
responder a la
pregunta de si
la teología es
una ciencia es
una ciencia
práctica o
teórica, san
Buenaventura
hace una triple
distinción –
alarga, por
tanto, la
alternativa
entre teórica
(primacía del
conocimiento) y
práctica
(primacía de la
praxis),
añadiendo una
tercera actitud,
que llama
“sapiencial”, y
afirmando que la
sabiduría abraza
ambos aspectos.
Y después
prosigue:: la
sabiduría busca
la contemplación
(como la más
alta forma de
conocimiento) y
tiene como
intención
ut boni fiamus
– que seamos
buenos, sobre
todo esto:: que
seamos buenos
(cfr
Breviloquium,
Prologus,
5). Después
añade: “La fe
está en el
intelecto, de
manera tal que
provoca el
afecto. Por
ejemplo: conocer
que Cristo murió
'por nosotros'
no se queda en
conocimiento,
sino que se
convierte
necesariamente
en afecto, en
amor” (Proemium
in I Sent.,
q. 3).
En la misma
línea se mueve
su defensa de la
teología, es
decir, de la
reflexión
racional y
metódica de la
fe. San
Buenaventura
recoge algunos
argumentos
contra el hacer
teología, quizás
difundidos
también en una
parte de los
frailes
franciscanos y
presentes
también en
nuestro tiempo:
la razón
vaciaría la fe,
sería una
postura violenta
hacia la Palabra
de Dios, debemos
escuchar y no
analizar la
Palabra de Dios
(cfr
Carta de san
Francisco de
Asís a san
Antonio de Padua).
A estos
argumentos
contra la
teología, que
demuestran los
peligros
existentes en la
misma teología,
el santo
responde: es
verdad que hay
un modo
arrogante de
hacer teología,
una soberbia de
la razón, que se
pone por encia
de la Palabra de
Dios. Pero la
verdadera
teología, el
trabajo racional
de la verdadera
y de la buena
teología tiene
otro origen, no
la soberbia de
la razón. Quien
ama quiere
conocer cada vez
mejor y más a lo
amado; la
verdadera
teología no
empeña la razón
y su búsqueda
motivada por la
soberbia,
sed propter
amorem eius cui
assentit –
motivada por el
amor de Aquel,
al que ha dado
su consenso" (Proemium
in I Sent.,
q. 2), y quiere
conocer mejor al
amado: esta es
la intención
fundamental de
la teología.
Para san
Buenaventura es
por tanto
determinante al
final la
primacía del
amor.
En
consecuencia,
santo Tomás y
san Buenaventura
definen de modo
distinto el
destino último
del hombre, su
felicidad plena:
para santo Tomás
el fin supremo,
a que se dirige
nuestro deseo,
es ver a Dios.
En este sencillo
acto de ver a
Dios encuentran
solución todos
los problemas:
somos felices,
no necesitamos
nada más.
Para san
Buenaventura el
destino último
del hombre es en
cambio: amar a
Dios, el
encuentro y la
unión de su amor
y del nuestro.
Ésta es para él
la definición
más adecuada de
nuestra
felicidad.
En esta
línea, podríamos
decir también
que la categoría
más alta para
santo Tomás es
lo verdadero,
mientras que
para san
Buenaventura es
el bien. Sería
erróneo ver en
estas dos
respuestas una
contradicción.
Para ambos lo
verdadero es
también el bien,
y el bien es
también lo
verdadero; ver a
Dios es amar y
amar es ver. Se
trata por tanto
de acentos
distintos de una
visión
fundamentalmente
común. Ambos
acentos han
formado
tradiciones
diversas y
espiritualidades
diversas y así
han mostrado la
fecundidad de la
fe, una en la
diversidad de
sus expresiones.
Volvamos a
san
Buenaventura. Es
evidente que el
acento
específico de su
teología, del
que he dado solo
un ejemplo, se
explica a partir
del carisma
franciscano: el
Pobrecillo de
Asís, más allá
de los debates
intelectuales de
su tiempo, había
mostrado con
toda su vida la
primacía del
amor: era un
icono viviente y
enamorado de
Cristo y así
hizo presente,
en su tiempo, la
figura del Señor
– convenció a
sus
contemporáneos
no con las
palabras, sino
con su vida. En
todas las obras
de san
Buenaventura,
también en sus
obras
científicas, de
escuela, se ve y
se encuentra
esta inspiración
franciscana; es
decir, se nota
que piensa
partiendo del
encuentro con el
Pobrecillo de
Asís. Pero para
entender la
elaboración
concreta del
tema "primacía
del amor”,
debemos tener
presente también
una otra fuente:
los escritos del
llamado
Pseudo-Dionisio,
un teólogo sirio
del siglo VI,
que se escondió
bajo el
pseudónimo de
Dionisio el
Areopagita,
señalando, con
este nombre, una
figura de los
Hechos de los
Apóstoles (cfr
17,34). Este
teólogo había
creado una
teología
litúrgica y una
teología
mística, y había
hablado
ampliamente de
las diversas
órdenes de los
ángeles. Sus
escritos fueron
traducidos al
latín en el
siglo IX; en la
época de san
Buenaventura –
estamos en el
siglo XIII –
aparecía una
nueva tradición,
que provocó el
interés del
santo y de otros
teólogos de su
siglo. Dos cosas
atraían en
particular la
atención de san
Buenaventura:
1. El
Pseudo-Dionisio
habla de nueve
órdenes de los
ángeles, cuyos
nombres había
encontrado en la
Escritura y
luego había
ordenado a su
manera, desde
los simples
ángeles hasta
los serafines.
San Buenaventura
interpreta estas
órdenes de
ángeles como
escalones en el
acercamiento de
la criatura a
Dios. Así estos
pueden
representar el
camino humano,
la subida hacia
la comunión con
Dios. Para san
Buenaventura no
hay ninguna
duda: san
Francisco de
Asís pertenecía
al orden
seráfico, al
orden supremo,
al coro de los
serafines, es
decir: era puro
fuego de amor. Y
así deberían
haber sido los
franciscanos.
Pero san
Buenaventura
sabía bien que
este último
grado de
acercamiento a
Dios no puede
ser insertado en
un ordenamiento
jurídico, sino
que es siempre
un don
particular de
Dios. Por esto
la estructura de
la Orden
franciscana es
más modesta, más
realista, pero
debe ayudar a
los miembrps a
acercarse cada
vez más a una
existencia
seráfica de puro
amor. El pasado
miércoles hablé
sobre esta
síntesis entre
realismo sobrio
y radicalidad
evangélica en el
pensamiento y en
el actuar de san
Buenaventura.
2. San
Buenaventura,
sin embargo,
encontró en los
escritos del
Pseudo-Dionisio
otro elemento,
para él aún más
importante.
Mientras para
san Agustín el
intellectus,
el ver con la
razón y el
corazón, era la
última categoría
del
conocimiento, el
Pseudo-Dionisio
da aún otro
paso: en la
subida hacia
Dios se puede
llegar a un
punto en que la
razón ya no ve
más. Pero en la
noche del
intelecto el
amor ve aún – ve
lo que permanece
inaccesible para
la razón. El
amor se extiende
más allá de la
razón, ve más,
entra más
profundamente en
el misterio de
Dios. San
Buenaventura
quedó fascinado
por esta visión,
que se
encontraba con
su
espiritualidad
franciscana.
Precisamente en
la noche oscura
de la Cruz
aparece toda la
grandeza del
amor divino;
donde la razón
ya no ve más, ve
el amor. Las
palabras
conclusivas de
su "Itinerario
de la mente en
Dios", en una
lectura
superficial,
pueden parecer
como la
expresión
exagerada de una
devoción sin
contenido;
leídas, en
cambio, a la luz
de la teología
de la Cruz de
san
Buenaventura,
son una
expresión
límpida y
realista de la
espiritualidad
franciscana: "Si
ahora anhelas
saber cómo
sucede esto (es
decir, la subida
hacia Dios),
interroga a la
gracia, no a la
doctrina; al
deseo, no al
intelecto; al
gemido de la
oración, no al
estudio de la
letra;... no a
la luz, sino al
fuego que
inflama y
transporta todo
en Dios” (VII,
6). Todo esto no
es anti
intelectual ni
tampoco anti
racional: supone
el camino de la
razón, pero lo
trasciende en el
amor de Cristo
crucificado. Con
esta
transformación
de la mística
del
Pseudo-Dionisio,
san Buenaventura
se coloca en los
inicios de una
gran corriente
mística, que ha
elevado y
purificado mucho
la mente humana:
es un culmen en
la historia del
espíritu humano.
Esta teología
de la Cruz,
nacida del
encuentro entre
la teología del
Pseudo-Dionisio
y la
espiritualidad
franciscana, no
debe hacernos
olvidar que san
Buenaventura
comparte con san
Francisco de
Asís también el
amor por la
creación, la
alegría por la
belleza de la
creación de
Dios. Cito sobre
este punto una
frase del primer
capítulo del
"Itinerario":
"Aquel… que no
ve los
esplendores
innumerables de
las criaturas,
está ciego;
aquel que no se
despierta por
sus muchas
voces, está
sordo; quien no
alaba a Dios por
todas estas
maravillas, está
mudo; quien con
tantos signos no
se eleva al
primer
principio, es
necio” (I, 15).
Toda la creación
habla en voz
alta de Dios,
del Dios bueno y
bello; de su
amor.
Toda nuestra
vida es por
tanto para san
Buenaventura un
"itinerario",
una
peregrinación –
una subida hacia
Dios. Pero solo
con nuestras
fuerzas no
podemos subir
hacia la altura
de Dios. Dios
mismo debe
ayudarnos, debe
“subirnos”. Por
eso es necesaria
la oración. La
oración – así
dice el santo –
es la madre y el
origen de la
elevación –
sursum actio,
acción que nos
lleva a lo alto
– dice
Buenaventura.
Concluyo por
ello con la
oración, con la
que comienza su
"Itinerario":
"Oremos por
tanto y digamos
al Señor Dios
nuestro:
'Condúceme,
Señor, en tu
camino y yo
caminaré en tu
verdad. Que mi
corazón se
alegre al temer
tu nombre'” (I, 1).