BENEDICTO XVI
Audiencia del Miércoles 10 de enero de 2007
San Esteban, protomártir
Queridos hermanos y hermanas:
Después de las fiestas, volvemos a nuestras catequesis. Había meditado con
vosotros en las figuras de los doce apóstoles y de san Pablo. Después habíamos
comenzado a reflexionar en otras figuras de la Iglesia primitiva. Hoy
reflexionaremos en la persona de san Esteban, que la Iglesia festeja al día
siguiente de Navidad. San Esteban es el más representativo de un grupo de siete
compañeros.
La tradición ve en este grupo el germen del futuro ministerio de los "diáconos",
aunque es preciso constatar que esta denominación no se encuentra en el libro de
los Hechos de los Apóstoles. En cualquier caso, la importancia de san Esteban se
manifiesta por el hecho de que san Lucas, en este importante libro, le dedica
dos capítulos enteros.
La narración de san Lucas comienza constatando una subdivisión que existía
dentro de la Iglesia primitiva de Jerusalén: estaba compuesta totalmente de
cristianos de origen judío, pero algunos de estos eran originarios de la tierra
de Israel —se les llamaba "hebreos"—, mientras que otros, de fe judía
veterostestamentaria, procedían de la diáspora de lengua griega —se les llamaba
"helenistas"—. Por eso comenzaba a perfilarse un problema: se corría el riesgo
de descuidar a las personas más necesitadas entre los helenistas, especialmente
a las viudas desprovistas de todo apoyo social, en la asistencia para su
sustento diario.
Para salir al paso de estas dificultades, los Apóstoles, reservándose para sí
mismos la oración y el ministerio de la Palabra como su tarea central,
decidieron encargar a "siete hombres de buena fama, llenos de Espíritu y de
sabiduría" que llevaran a cabo el oficio de la asistencia (cf.Hch 6,2-4), es
decir, del servicio social caritativo. Con este objetivo, como escribe san
Lucas, por invitación de los Apóstoles los discípulos eligieron siete hombres.
Conocemos sus nombres: "Esteban, hombre lleno de fe y de Espíritu Santo, Felipe,
Prócoro, Nicanor, Timón, Pármenas y Nicolás, prosélito de Antioquía. Los
presentaron a los Apóstoles y, habiendo hecho oración, les impusieron las manos"
(Hch 6, 5-6).
El gesto de la imposición de las manos puede tener varios significados. En el
Antiguo Testamento, ese gesto tiene sobre todo el significado de transmitir un
encargo importante, como hizo Moisés con Josué (cf. Nm 27, 18-23), designando
así a su sucesor. En esta línea, también la Iglesia de Antioquía utilizará este
gesto para enviar a Pablo y Bernabé en misión a los pueblos del mundo (cf. Hch
13, 3). A una análoga imposición de las manos sobre Timoteo, para transmitirle
un encargo oficial, hacen referencia las dos cartas que san Pablo le dirigió (cf.
1 Tm 4, 14; 2 Tm 1, 6).
Que se trataba de una acción importante, que era preciso realizar después de un
discernimiento, se deduce de lo que se lee en la primera carta a Timoteo: "No te
precipites en imponer a nadie las manos; no te hagas partícipe de los pecados
ajenos" (1 Tm 5, 22). Por tanto, vemos que el gesto de la imposición de las
manos se desarrolla en la línea de un signo sacramental. En el caso de Esteban y
sus compañeros se trata, ciertamente, de la transmisión oficial, por parte de
los Apóstoles, de un encargo y al mismo tiempo de la imploración de una gracia
para cumplirlo.
Conviene advertir que lo más importante es que, además de los servicios
caritativos, san Esteban desempeña también una tarea de evangelización entre sus
compatriotas, los así llamados "helenistas". En efecto, san Lucas insiste en
que, "lleno de gracia y de poder" (Hch 6, 8), presenta en el nombre de Jesús una
nueva interpretación de Moisés y de la misma Ley de Dios, relee el Antiguo
Testamento a la luz del anuncio de la muerte y la resurrección de Jesús. Esta
relectura del Antiguo Testamento, una relectura cristológica, provoca las
reacciones de los judíos, que interpretan sus palabras como una blasfemia (cf.
Hch 6, 11-14). Por este motivo es condenado a la lapidación. Y san Lucas nos
transmite el último discurso del santo, una síntesis de su predicación.
Del mismo modo que Jesús había explicado a los discípulos de Emaús que todo el
Antiguo Testamento habla de él, de su cruz y de su resurrección, también san
Esteban, siguiendo la enseñanza de Jesús, lee todo el Antiguo Testamento en
clave cristológica. Demuestra que el misterio de la cruz se encuentra en el
centro de la historia de la salvación narrada en el Antiguo Testamento; muestra
que realmente Jesús, el crucificado y resucitado, es el punto de llegada de toda
esta historia. Y demuestra, por tanto, también que el culto del templo ha
concluido y que Jesús, el resucitado, es el nuevo y auténtico "templo".
Precisamente este "no" al templo y a su culto provoca la condena de san Esteban,
el cual, en ese momento, como nos dice san Lucas, mirando al cielo vio la gloria
de Dios y a Jesús que estaba a su derecha. Y viendo en el cielo a Dios y a
Jesús, san Esteban dijo: "Estoy viendo los cielos abiertos y al Hijo del hombre
que está en pie a la diestra de Dios" (Hch 7, 56). Siguió su martirio, que de
hecho se asemejó a la pasión de Jesús mismo, pues entregó al "Señor Jesús" su
espíritu y oró para que el pecado de sus asesinos no les fuera tenido en cuenta
(cf. Hch 7, 59-60).
El lugar del martirio de san Esteban, en Jerusalén, se sitúa tradicionalmente
fuera de la puerta de Damasco, al norte, donde ahora se encuentra precisamente
la iglesia de San Esteban, junto a la conocida École Biblique de los dominicos.
Tras el asesinato de san Esteban, primer mártir de Cristo, se desencadenó una
persecución local contra los discípulos de Jesús (cf. Hch 8, 1), la primera de
la historia de la Iglesia. Constituyó la ocasión concreta que impulsó al grupo
de los cristianos judío-helenistas a huir de Jerusalén y a dispersarse.
Expulsados de Jerusalén, se transformaron en misioneros itinerantes: "Los que se
habían dispersado iban por todas partes anunciando la buena nueva de la Palabra"
(Hch 8, 4). La persecución y la consiguiente dispersión se convirtieron en
misión. Así el Evangelio se propagó en Samaría, en Fenicia y en Siria, hasta
llegar a la gran ciudad de Antioquía, donde, según san Lucas, fue anunciado por
primera vez también a los paganos (cf. Hch 11, 19-20) y donde resonó por primera
vez el nombre de "cristianos" (cf. Hch 11, 26).
En particular, san Lucas especifica que los que lapidaron a Esteban "pusieron
sus vestidos a los pies de un joven llamado Saulo" (Hch 7, 58), el mismo que de
perseguidor se convertiría en apóstol insigne del Evangelio. Eso significa que
el joven Saulo seguramente escuchó la predicación de san Esteban y conoció sus
contenidos principales. Y probablemente san Pablo se encontraba entre quienes,
siguiendo y escuchando este discurso, "tenían los corazones consumidos de rabia
y rechinaban sus dientes contra él" (Hch7,54).
Así podemos ver las maravillas de la Providencia divina: Saulo, adversario
empedernido de la visión de Esteban, después del encuentro con Cristo resucitado
en el camino de Damasco, retoma la interpretación cristológica del Antiguo
Testamento hecha por el protomártir, la profundiza y la completa, y de este modo
se convierte en el "Apóstol de los gentiles". Enseña que la Ley se cumple en la
cruz de Cristo. Y la fe en Cristo, la comunión con el amor de Cristo, es el
verdadero cumplimiento de toda la Ley. Este es el contenido de la predicación de
san Pablo. Así demuestra que el Dios de Abraham se convierte en el Dios de
todos. Y todos los creyentes en Cristo Jesús, como hijos de Abraham, se hacen
partícipes de las promesas. En la misión de san Pablo se realiza la visión de
san Esteban.
La historia de san Esteban nos da varias lecciones. Por ejemplo, nos enseña que
el compromiso social de la caridad no se debe separar nunca del anuncio valiente
de la fe. Era uno de los siete que se encargaban sobre todo de la caridad. Pero
la caridad no se podía separar del anuncio. De este modo, con la caridad,
anuncia a Cristo crucificado, hasta el punto de aceptar incluso el martirio.
Esta es la primera lección que podemos aprender de san Esteban: la caridad y el
anuncio van siempre juntos.
San Esteban sobre todo nos habla de Cristo, de Cristo crucificado y resucitado
como centro de la historia y de nuestra vida. Podemos comprender que la cruz
ocupa siempre un lugar central en la vida de la Iglesia y también en nuestra
vida personal. En la historia de la Iglesia no faltará nunca la pasión, la
persecución. Y precisamente la persecución se convierte, según la famosa frase
de Tertuliano, en fuente de misión para los nuevos cristianos. Cito sus
palabras: "Nosotros nos multiplicamos cada vez que somos segados por vosotros:
la sangre de los cristianos es una semilla" (Apologético 50, 13: "Plures
efficimur quoties metimur a vobis: semen est sanguis christianorum"). Pero
también en nuestra vida la cruz, que no faltará nunca, se convierte en
bendición. Y aceptando la cruz, sabiendo que se convierte en bendición y es
bendición, aprendemos la alegría del cristiano incluso en los momentos de
dificultad. El valor del testimonio es insustituible, pues el Evangelio lleva a
él y de él se alimenta la Iglesia.
Que san Esteban nos enseñe a aprender estas lecciones; que nos enseñe a amar la
cruz, puesto que es el camino por el que Cristo se hace siempre presente entre
nosotros.