Benedicto XVI: El farmacéutico que administraba “medicina de Dios”

CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 7 de octubre de 2009.

Catequesis del Papa pronunciada durante la Audiencia General de hoy, con los peregrinos reunidos en la Plaza de San Pedro.

¡Queridos hermanos y hermanas!

Pasado mañana, 9 de octubre, se cumplirán 400 años de la muerte de san Juan Leonardi, fundador de la orden religiosa de los Clérigos Regulares de la Madre de Dios, canonizado el 17 de abril de 1938 y elegido Patrón de los Farmacéuticos el 8 de agosto de 2006. Es recordado también por su gran anhelo misionero. Junto a monseñor Juan Bautista Vives y al jesuita Martín de Funes proyectó y contribuyó a la institución de una específica Congregación de la Santa Sede para las misiones, la de Propaganda Fide, y al futuro nacimiento del Collegio Urbano de Propaganda Fide, que en el transcurso de los años ha forjado a miles de sacerdotes, muchos de ellos mártires, para evangelizar a los pueblos. Se trata por tanto de una figura luminosa de sacerdote, que quiero señalar como ejemplo a todos los presbíteros en este Año Sacerdotal. Murió en 1609 por una gripe contraída mientras estaba prodigándose en el cuidado de cuantos, en el barrio romano de Campitelli, habían sido afectados por la epidemia.

Juan Leonardi nació en 1541 en Diecimo, en provincia de Lucca (Italia, n.d.t.). Último de siete hermanos, tuvo una adolescencia marcada por los ritmos de fe vividos en un núcleo familiar sano y laborioso, además de la asistencia continua en una botica de hierbas y medicinas de su pueblo natal. A los 17 años su padre le inscribió en un curso regular de farmacia en Lucca, con el objetivo de hacer de él un futuro farmacéutico, es más, un boticario, como entonces se decía. Durante una década Juan Leonardi lo frecuentó con atención y diligencia, pero cuando, según las normas previstas por la antigua República de Lucca, adquirió el reconocimiento oficial que le habría autorizado a abrir su propia botica, él comenzó a pensar si no habría llegado el momento de realizar un proyecto que siempre había tenido en el corazón. Después de una madura reflexión, decidió encaminarse hacia el sacerdocio. Así, abandonando la farmacia del boticario, y tras adquirir una adecuada formación teológica, fue ordenado sacerdote y el día de la Epifanía de 1572 celebró su primera Misa. Con todo, no abandonó la pasión por la farmacopea, porque sentía que la a través de su profesión de farmacéutico podría realizar plenamente su vocación, la de transmitir a los hombres, mediante una vida santa, “la medicina de Dios”, que es Jesucristo crucificado y resucitado, “medida de todas las cosas”.

Animado por la convicción de que los seres humanos necesitan de esta medicina más que de otra cosa, san Juan Leonardi intentó hacer del encuentro personal con Jesucristo la razón fundamental de su propia existencia. “Es necesario volver a empezar desde Cristo”, le gustaba repetir a menudo. La primacía de Cristo sobre todo se convirtió para él en el criterio concreto de juicio y de acción y el principio generador de su actividad sacerdotal, que ejerció mientras se estaba produciendo un vasto y difundido movimiento de renovación espiritual de la Iglesia, gracias al florecimiento de nuevos Institutos religiosos y al testimonio luminoso de santos como Carlos Borromeo, Felipe Neri, Ignacio de Loyola, José de Calasanz, Camillo de Lellis, Luis Gonzaga. Con entusiasmo se dedicó al apostolado entre los chicos, a través de la Compañía de la Doctrina Cristiana, reuniendo alrededor suyo a un grupo de jóvenes con los cuales, el 1° de septiembre de 1574, fundó la Congregación de los Sacerdotes reformados de la Beata Virgen, posteriormente llamado Orden de los Clérigos Regulares de la Madre de Dios. A sus discípulos recomendaba “tener ante los ojos de la mente sólo el honor, el servicio y la gloria de Cristo Jesús crucificado” y, como buen farmacéutico habituado a dosificar las pociones gracias a una referencia precisa, añadía: “Elevad un poco más vuestros corazones a Dios y medid con Él las cosas”.

Movido por el celo apostólico, en mayo de 1605, envió al Papa Pablo V, recién elegido, un Memorial en el que sugería los criterios para una verdadera renovación en la Iglesia. Observando que era “necesario que quienes aspiran a la reforma de las costumbres de los hombres busquen, sobre todo y ante todo, la gloria de Dios”, añadía que estos tenían que brillar “por la integridad de la vida y la excelencia de sus costumbres, de modo que, en lugar de obligar, atraigan dulcemente a la reforma”. Observaba también que “quienes quieran hacer una reforma seria de la religión y la moral deben hacer en primer lugar, como un buen médico, un cuidadoso diagnóstico de los males que afligen a la Iglesia para que podamos ser capaces de prescribir para cada uno de ellos el remedio más apropiado”. Señaló que “la renovación de la Iglesia debe llevarse a cabo por igual en los jefes y empleados, por arriba y por abajo. Debe comenzar por quienes gobiernan para extenderse después a sus súbditos”. Es por esta razón que, al tiempo que instaba al Papa a promover una “reforma universal de la Iglesia”, mientras que se preocupaba por la formación cristiana del pueblo y especialmente de los niños, de educarlos “desde los primeros años... en la pureza de la fe cristiana y de las santas costumbres”.

Queridos hermanos y hermanas, la figura luminosa de este santo invita a los sacerdotes en primer lugar, y a todos los cristianos a tender constantemente “medida alta de la vida cristiana”, que es la santidad, cada uno naturalmente según su propio estado. Sólo desde la fidelidad a Cristo puede brotar la verdadera renovación eclesial. En esos años, en el cambio cultural y social entre el siglo XVI y el siglo XVII, comenzaron a tomar forma las premisas de la futura cultura contemporánea, caracterizada por una indebida división entre fe y razón, que ha producido entre sus efectos negativos la marginación de Dios con la ilusión de una autonomía posible y total del hombre que decide vivir “como si Dios no existiera”. Es la crisis del pensamiento moderno, que muchas veces he tenido ocasión de destacar y que aparece a menudo en formas de relativismo. Juan Leonardi intuyó cuál era la verdadera medicina para estos males espirituales, y la resumió en la expresión “Cristo ante todo, Cristo en el centro del corazón, en el centro de la historia y el cosmos. Y de Cristo – afirmaba con fuerza – la humanidad tiene extrema necesidad, porque Él es nuestra 'medida'. No hay ambiente que no pueda ser tocado por su fuerza; no hay ningún mal que no pueda encontrar en Él un remedio, no hay ningún problema que en Él no se resuelva. ¡O Cristo o nada!” Esta es su receta para todo tipo de reforma espiritual y social.

Hay otro aspecto de la espiritualidad de San Juan Leonardi que me gusta subrayar. En la mayoría de circunstancias, tuvo que afirmar que el encuentro vivo con Cristo se lleva a cabo en su Iglesia, santa, pero frágil, enraizada en la historia y en su devenir a veces oscuro, donde el trigo y la cizaña crecen juntos (cf. Mt 13:30), pero sin embargo siempre Sacramento de salvación. Teniendo clara conciencia de que la Iglesia es el campo de Dios (cf. Mt 13,24), no se escandalizó de sus debilidades humanas. Para combatir la cizaña eligió ser un buen trigo; decidió, por tanto, a amar a Cristo en la Iglesia y a contribuir a que fuese cada vez más signo transparente de Él. Con gran realismo veía a la Iglesia, su fragilidad humana, pero también a su ser “campo de Dios”, el instrumento de Dios para la salvación de la humanidad. No solo. Por amor a Cristo trabajó duramente para purificar a la Iglesia, para hacerla más hermosa y santa. Comprendió que toda reforma debe hacerse dentro de la Iglesia y nunca contra la Iglesia. En este sentido, san Juan Leonardi fue verdaderamente extraordinario y su ejemplo sigue siendo actual. Cualquier reforma interesa ciertamente a las estructuras, pero primero debe incidir en los corazones de los creyentes. Sólo los santos, hombres y mujeres que se dejan guiar por el Espíritu divino, dispuestos a tomar decisiones radicales y valientes a la luz del Evangelio, renuevan a la Iglesia y contribuyen de manera decisiva a construir un mundo mejor.

Queridos hermanos y hermanas, la existencia de san Juan Leonardi estuvo siempre iluminada por el esplendor del “Santo Rostro” de Jesús, conservado y venerado en la Catedral de Lucca, que se convirtió en el símbolo elocuente y la síntesis de fe incuestionable que lo animaba. Cautivado por Cristo como el apóstol Pablo, señaló a sus discípulos, y sigue apuntando a todos nosotros, el ideal cristocéntrico para el cual “es necesario desnudarse de todo interés propio y buscar sólo el servicio de Dios”, teniendo “ante los ojos sólo el honor, servicio y la gloria de Jesucristo crucificado”. Junto al rostro de Cristo, fijó su mirada en el rostro materno de María. Ella, a la que eligió Patrona de la Orden fue para él maestra, hermana, madre, y experimentó su protección constante. Que el ejemplo y la intercesión de este hombre “fascinante hombre de Dios” sean, sobre todo en este Año Sacerdotal, recuerdo y estímulo para los sacerdotes y para todos los cristianos a vivir con pasión y entusiasmo su vocación.