BENEDICTO XVI
Audiencia del Miércoles 5 de julio de 2006
Juan, hijo de Zebedeo
Queridos hermanos y hermanas:
Dedicamos el encuentro de hoy a recordar a otro miembro muy importante del
Colegio apostólico: Juan, hijo de Zebedeo y hermano de Santiago. Su nombre,
típicamente hebreo, significa "el Señor ha dado su gracia". Estaba arreglando
las redes a orillas del lago de Tiberíades, cuando Jesús lo llamó junto a su
hermano (cf. Mt 4, 21; Mc 1, 19).
Juan siempre forma parte del grupo restringido que Jesús lleva consigo en
determinadas ocasiones. Está junto a Pedro y Santiago cuando Jesús, en Cafarnaúm,
entra en casa de Pedro para curar a su suegra (cf. Mc 1, 29); con los otros dos
sigue al Maestro a la casa del jefe de la sinagoga, Jairo, a cuya hija
resucitará (cf. Mc 5, 37); lo sigue cuando sube a la montaña para transfigurarse
(cf. Mc 9, 2); está a su lado en el Monte de los Olivos cuando, ante el
imponente templo de Jerusalén, pronuncia el discurso sobre el fin de la ciudad y
del mundo (cf. Mc 13, 3); y, por último, está cerca de él cuando en el Huerto de
Getsemaní se retira para orar al Padre, antes de la Pasión (cf. Mc 14, 33). Poco
antes de Pascua, cuando Jesús escoge a dos discípulos para enviarles a preparar
la sala para la Cena, les encomienda a él y a Pedro esta misión (cf. Lc 22, 8).
Esta posición de relieve en el grupo de los Doce hace, en cierto sentido,
comprensible la iniciativa que un día tomó su madre: se acercó a Jesús para
pedirle que sus dos hijos, Juan y Santiago, se sentaran uno a su derecha y otro
a su izquierda en el Reino (cf. Mt 20, 20-21). Como sabemos, Jesús respondió
preguntándoles si estaban dispuestos a beber el cáliz que él mismo estaba a
punto de beber (cf. Mt 20, 22). Con estas palabras quería abrirles los ojos a
los dos discípulos, introducirlos en el conocimiento del misterio de su persona
y anticiparles la futura llamada a ser sus testigos hasta la prueba suprema de
la sangre. De hecho, poco después Jesús precisó que no había venido a ser
servido sino a servir y a dar la vida como rescate por muchos (cf. Mt 20, 28).
En los días sucesivos a la resurrección, encontramos a los "hijos de Zebedeo"
pescando junto a Pedro y a otros discípulos en una noche sin resultados, a la
que sigue, tras la intervención del Resucitado, la pesca milagrosa: "El
discípulo a quien Jesús amaba" fue el primero en reconocer al "Señor" y en
indicárselo a Pedro (cf. Jn 21, 1-13).
Dentro de la Iglesia de Jerusalén, Juan ocupó un puesto importante en la
dirección del primer grupo de cristianos. De hecho, Pablo lo incluye entre los
que llama las "columnas" de esa comunidad (cf. Ga 2, 9). En realidad, Lucas, en
los Hechos de los Apóstoles, lo presenta junto a Pedro mientras van a rezar al
templo (cf. Hch 3, 1-4. 11) o cuando comparecen ante el Sanedrín para
testimoniar su fe en Jesucristo (cf. Hch 4, 13. 19). Junto con Pedro es enviado
por la Iglesia de Jerusalén a confirmar a los que habían aceptado el Evangelio
en Samaria, orando por ellos para que recibieran el Espíritu Santo (cf. Hch 8,
14-15). En particular, conviene recordar lo que dice, junto con Pedro, ante el
Sanedrín, que los está procesando: "No podemos dejar de hablar de lo que hemos
visto y oído" (Hch 4, 20). Precisamente esta valentía al confesar su fe queda
para todos nosotros como un ejemplo y un estímulo para que siempre estemos
dispuestos a declarar con decisión nuestra adhesión inquebrantable a Cristo,
anteponiendo la fe a todo cálculo o interés humano.
Según la tradición, Juan es "el discípulo predilecto", que en el cuarto
evangelio se recuesta sobre el pecho del Maestro durante la última Cena (cf. Jn
13, 25), se encuentra al pie de la cruz junto a la Madre de Jesús (cf. Jn 19,
25) y, por último, es testigo tanto de la tumba vacía como de la presencia del
Resucitado (cf. Jn 20, 2; 21, 7).
Sabemos que los expertos discuten hoy esta identificación, pues algunos de ellos
sólo ven en él al prototipo del discípulo de Jesús. Dejando que los exegetas
aclaren la cuestión, nosotros nos contentamos ahora con sacar una lección
importante para nuestra vida: el Señor desea que cada uno de nosotros sea un
discípulo que viva una amistad personal con él. Para realizar esto no basta
seguirlo y escucharlo exteriormente; también hay que vivir con él y como él.
Esto sólo es posible en el marco de una relación de gran familiaridad,
impregnada del calor de una confianza total. Es lo que sucede entre amigos: por
esto, Jesús dijo un día: "Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus
amigos. (...) No os llamo ya siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su
amo; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os
lo he dado a conocer" (Jn 15, 13. 15).
En el libro apócrifo titulado "Hechos de Juan", al Apóstol no se le presenta
como fundador de Iglesias, ni siquiera como guía de comunidades ya constituidas,
sino como un comunicador itinerante de la fe en el encuentro con "almas capaces
de esperar y de ser salvadas" (18, 10; 23, 8).
Todo lo hace con el paradójico deseo de hacer ver lo invisible. De hecho, la
Iglesia oriental lo llama simplemente "el Teólogo", es decir, el que es capaz de
hablar de las cosas divinas en términos accesibles, desvelando un arcano acceso
a Dios a través de la adhesión a Jesús.
El culto del apóstol san Juan se consolidó comenzando por la ciudad de Éfeso,
donde, según una antigua tradición, vivió durante mucho tiempo; allí murió a una
edad extraordinariamente avanzada, en tiempos del emperador Trajano. En Éfeso el
emperador Justiniano, en el siglo VI, mandó construir en su honor una gran
basílica, de la que todavía quedan imponentes ruinas. Precisamente en Oriente
gozó y sigue gozando de gran veneración. En la iconografía bizantina se le
representa muy anciano y en intensa contemplación, con la actitud de quien
invita al silencio.
En efecto, sin un adecuado recogimiento no es posible acercarse al misterio
supremo de Dios y a su revelación. Esto explica por qué, hace años, el Patriarca
ecuménico de Constantinopla, Atenágoras, a quien el Papa Pablo VI abrazó en un
memorable encuentro, afirmó: "Juan se halla en el origen de nuestra más elevada
espiritualidad. Como él, los "silenciosos" conocen ese misterioso intercambio de
corazones, invocan la presencia de Juan y su corazón se enciende" (O. Clément,
Dialoghi con Atenagora, Turín 1972, p. 159). Que el Señor nos ayude a entrar en
la escuela de san Juan para aprender la gran lección del amor, de manera que nos
sintamos amados por Cristo "hasta el extremo" (Jn 13, 1) y gastemos nuestra vida
por él.
BENEDICTO XVI
Audiencia del Miércoles 9 de agosto de 2006
Juan, el teólogo
Queridos hermanos y hermanas:
Antes de las vacaciones comencé a esbozar pequeños retratos de los doce
Apóstoles. Los Apóstoles eran compañeros de camino de Jesús, amigos de Jesús, y
su camino con Jesús no era sólo un camino exterior, desde Galilea hasta
Jerusalén, sino un camino interior, en el que aprendieron la fe en
Jesucristo, no sin dificultad, pues eran hombres como nosotros. Pero
precisamente por eso, porque eran compañeros de camino de Jesús, amigos de Jesús
que en un camino no fácil aprendieron la fe, son también para nosotros guías que
nos ayudan a conocer a Jesucristo, a amarlo y a tener fe en él.
Ya he hablado de cuatro de los doce Apóstoles: de Simón Pedro, de su hermano
Andrés, de Santiago, el hermano de Juan, y del otro Santiago, llamado "el
Menor", el cual escribió una carta que forma parte del Nuevo Testamento. Y
comencé a hablar de san Juan evangelista, exponiendo en la última catequesis
antes de las vacaciones los datos esenciales que trazan las fisonomía de este
Apóstol. Ahora quisiera centrar la atención en el contenido de su enseñanza. Los
escritos de los que quiero hablar hoy son el Evangelio y las cartas que llevan
su nombre.
Un tema característico de los escritos de san Juan es el amor. Por esta razón
decidí comenzar mi primera carta encíclica con las palabras de este
Apóstol: "Dios es amor (Deus caritas est) y quien permanece en el amor permanece
en Dios y Dios en él" (1 Jn 4, 16). Es muy difícil encontrar textos semejantes
en otras religiones. Por tanto, esas expresiones nos sitúan ante un dato
realmente peculiar del cristianismo.
Ciertamente, Juan no es el único autor de los orígenes cristianos que habla del
amor. Dado que el amor es un elemento esencial del cristianismo, todos los
escritores del Nuevo Testamento hablan de él, aunque con diversos matices. Pero,
si ahora nos detenemos a reflexionar sobre este tema en san Juan, es porque
trazó con insistencia y de manera incisiva sus líneas principales. Así pues,
reflexionaremos sobre sus palabras.
Desde luego, una cosa es segura: san Juan no hace un tratado abstracto,
filosófico, o incluso teológico, sobre lo que es el amor. No, él no es un
teórico. En efecto, el verdadero amor, por su naturaleza, nunca es puramente
especulativo, sino que hace referencia directa, concreta y verificable, a
personas reales. Pues bien, san Juan, como Apóstol y amigo de Jesús, nos muestra
cuáles son los componentes, o mejor, las fases del amor cristiano, un movimiento
caracterizado por tres momentos.
El primero atañe a la Fuente misma del amor, que el Apóstol sitúa en Dios,
llegando a afirmar, como hemos escuchado, que "Dios es amor" (1 Jn 4, 8. 16).
Juan es el único autor del Nuevo Testamento que nos da una especie de definición
de Dios. Dice, por ejemplo, que "Dios es Espíritu" (Jn 4, 24) o que "Dios es
luz" (1 Jn 1, 5). Aquí proclama con profunda intuición que "Dios es amor".
Conviene notar que no afirma simplemente que "Dios ama" y mucho menos que "el
amor es Dios". En otras palabras, Juan no se limita a describir la actividad
divina, sino que va hasta sus raíces.
Además, no quiere atribuir una cualidad divina a un amor genérico y quizá
impersonal; no sube desde el amor hasta Dios, sino que va directamente a Dios,
para definir su naturaleza con la dimensión infinita del amor. De esta forma san
Juan quiere decir que el elemento esencial constitutivo de Dios es el amor y,
por tanto, que toda la actividad de Dios nace del amor y está marcada por el
amor: todo lo que hace Dios, lo hace por amor y con amor, aunque no siempre
podamos entender inmediatamente que eso es amor, el verdadero amor.
Ahora bien, al llegar a este punto, es indispensable dar un paso más y precisar
que Dios ha demostrado concretamente su amor al entrar en la historia humana
mediante la persona de Jesucristo, encarnado, muerto y resucitado por nosotros.
Este es el segundo momento constitutivo del amor de Dios. No se limitó a
declaraciones orales, sino que —podemos decir— se comprometió de verdad y "pagó"
personalmente. Como escribe precisamente san Juan, "tanto amó Dios al mundo, —a
todos nosotros— que dio a su Hijo único" (Jn 3, 16). Así, el amor de Dios a los
hombres se hace concreto y se manifiesta en el amor de Jesús mismo.
San Juan escribe también: "Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo,
los amó hasta el extremo" (Jn 13, 1). En virtud de este amor oblativo y total,
nosotros hemos sido radicalmente rescatados del pecado, como escribe asimismo
san Juan: "Hijos míos, (...) si alguno peca, tenemos a uno que abogue ante el
Padre: a Jesucristo, el Justo. Él es víctima de propiciación por nuestros
pecados, no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero" (1 Jn
2, 1-2; cf. 1 Jn 1, 7).
El amor de Jesús por nosotros ha llegado hasta el derramamiento de su sangre por
nuestra salvación. El cristiano, al contemplar este "exceso" de amor, no puede
por menos de preguntarse cuál ha de ser su respuesta. Y creo que cada uno de
nosotros debe preguntárselo siempre de nuevo.
Esta pregunta nos introduce en el tercer momento de la dinámica del amor: al
ser destinatarios de un amor que nos precede y supera, estamos llamados al
compromiso de una respuesta activa, que para ser adecuada ha de ser una
respuesta de amor. San Juan habla de un "mandamiento". En efecto, refiere estas
palabras de Jesús: "Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los
otros. Como yo os he amado, así amaos también vosotros los unos a los otros" (Jn
13, 34).
¿Dónde está la novedad a la que se refiere Jesús? Radica en el hecho de que él
no se contenta con repetir lo que ya había exigido el Antiguo Testamento y que
leemos también en los otros Evangelios: "Ama a tu prójimo como a ti mismo"
(Lv 19, 18; cf. Mt 22, 37-39; Mc 12, 29-31; Lc 10, 27). En el mandamiento
antiguo el criterio normativo estaba tomado del hombre ("como a ti mismo"),
mientras que, en el mandamiento referido por san Juan, Jesús presenta como
motivo y norma de nuestro amor su misma persona: "Como yo os he amado".
Así el amor resulta de verdad cristiano, llevando en sí la novedad del
cristianismo, tanto en el sentido de que debe dirigirse a todos sin
distinciones, como especialmente en el sentido de que debe llegar hasta sus
últimas consecuencias, pues no tiene otra medida que el no tener medida.
Las palabras de Jesús "como yo os he amado" nos invitan y a la vez nos
inquietan; son una meta cristológica que puede parecer inalcanzable, pero al
mismo tiempo son un estímulo que no nos permite contentarnos con lo que ya hemos
realizado. No nos permite contentarnos con lo que somos, sino que nos impulsa a
seguir caminando hacia esa meta.
Ese áureo texto de espiritualidad que es el librito de la tardía Edad Media
titulado La imitación de Cristo escribe al respecto: "El amor noble de Jesús
nos anima a hacer grandes cosas, y mueve a desear siempre lo más perfecto. El
amor quiere estar en lo más alto, y no ser detenido por ninguna cosa baja. El
amor quiere ser libre, y ajeno de toda afición mundana (...), porque el amor
nació de Dios, y no puede aquietarse con todo lo criado, sino con el mismo Dios.
El que ama, vuela, corre y se alegra, es libre y no embarazado. Todo lo da
por todo; y todo lo tiene en todo; porque descansa en un Sumo Bien sobre todas
las cosas, del cual mana y procede todo bien" (libro III, cap. 5).
¿Qué mejor comentario del "mandamiento nuevo", del que habla san Juan? Pidamos
al Padre que lo vivamos, aunque sea siempre de modo imperfecto, tan intensamente
que contagiemos a las personas con quienes nos encontramos en nuestro camino.