Benedicto XVI presenta a san Justino, filósofo y mártir
CIUDAD DEL VATICANO, miércoles, 20 marzo 2007.
Intervención de Benedicto XVI durante la audiencia general de
este miércoles dedicada a presentar la figura de san Justino,
filósofo y mártir, nacido en torno al año 100.
Queridos hermanos y hermanas:
En estas catequesis estamos reflexionando sobre las
grandes figuras de la Iglesia naciente. Hoy hablamos
de san Justino, filósofo y mártir, el más importante
de los padres apologistas del siglo II. La palabra
«apologista» hace referencia a esos antiguos
escritores cristianos que se proponían defender la
nueva religión de las graves acusaciones de los
paganos y de los judíos, y difundir la doctrina
cristiana de una manera adaptada a la cultura de su
tiempo. De este modo, entre los apologistas se da
una doble inquietud: la propiamente apologética,
defender el cristianismo naciente («apologhía» en
griego significa precisamente «defensa»); y la de
proposición, «misionera», que busca exponer los
contenidos de la fe en un lenguaje y con categorías
de pensamiento comprensibles a los contemporáneos.
Justino había nacido en torno al año 100, en la
antigua Siquem, en Samaría, en Tierra Santa; buscó
durante mucho tiempo la verdad, peregrinando por las
diferentes escuelas de la tradición filosófica
griega. Por último, como él mismo cuenta en los
primeros capítulos de su «Diálogo con Trifón»,
misterio personaje, un anciano con el que se había
encontrado en la playa del mar, primero entró en
crisis, al demostrarle la incapacidad del hombre
para satisfacer únicamente con sus fuerzas la
aspiración a lo divino. Después, le indicó en los
antiguos profetas las personas a las que tenía que
dirigirse para encontrar el camino de Dios y la
«verdadera filosofía». Al despedirse, el anciano le
exhortó a la oración para que se le abrieran las
puertas de la luz.
La narración simboliza el episodio crucial de la
vida de Justino: al final de un largo camino
filosófico de búsqueda de la verdad, llegó a la fe
cristiana. Fundó una escuela en Roma, donde iniciaba
gratuitamente a los alumnos en la nueva religión,
considerada como la verdadera filosofía. En ella, de
hecho, había encontrado la verdad y por tanto el
arte de vivir de manera recta. Por este motivo fue
denunciado y fue decapitado en torno al año 165,
bajo el reino de Marco Aurelio, el emperador
filósofo a quien Justino había dirigido su
«Apología».
Las dos «Apologías» y el «Diálogo con el judío
Trifón» son las únicas obras que nos quedan de él.
En ellas, Justino pretende ilustrar ante todo el
proyecto divino de la creación y de la salvación que
se realiza en Jesucristo, el «Logos», es decir, el
Verbo eterno, la Razón eterna, la Razón creadora.
Cada hombre, como criatura racional, participa del «Logos»,
lleva en sí una «semilla» y puede vislumbrar la
verdad. De esta manera, el mismo «Logos», que se
reveló como figura profética a los judíos en la Ley
antigua, también se manifestó parcialmente, como con
«semillas de verdad», en la filosofía griega. Ahora,
concluye Justino, dado que el cristianismo es la
manifestación histórica y personal del «Logos» en su
totalidad, «todo lo bello que ha sido expresado por
cualquier persona, nos pertenece a nosotros, los
cristianos» (Segunda Apología 13,4). De este modo,
Justino, si bien reprochaba a la filosofía griega
sus contradicciones, orienta con decisión hacia el «Logos»
cualquier verdad filosófica, motivando desde el
punto de vista racional la singular «pretensión» de
verdad y de universalidad de la religión cristiana.
Si el Antiguo Testamento tiende hacia Cristo al
igual que una figura se orienta hacia la realidad
que significa, la filosofía griega tiende a su vez a
Cristo y al Evangelio, como la parte tiende a unirse
con el todo. Y dice que estas dos realidades, el
Antiguo Testamento y la filosofía griega son como
dos caminos que guían a Cristo, al «Logos». Por este
motivo la filosofía griega no puede oponerse a la
verdad evangélica, y los cristianos pueden recurrir
a ella con confianza, como si se tratara de un
propio bien. Por este motivo, mi venerado
predecesor, el Papa Juan Pablo II, definió a Justino
como «un pionero del encuentro positivo con el
pensamiento filosófico, aunque bajo el signo de un
cauto discernimiento»: pues Justino, «conservando
después de la conversión una gran estima por la
filosofía griega, afirmaba con fuerza y claridad que
en el cristianismo había encontrado “la única
filosofía segura y provechosa” («Diálogo con Trifón»
8,1)» («Fides et ratio», 38).
En su conjunto, la figura y la obra de Justino
marcan la decidida opción de la Iglesia antigua por
la filosofía, por la razón, en lugar de la religión
de los paganos. Con la religión pagana, de hecho,
los primeros cristianos rechazaron acérrimamente
todo compromiso. La consideraban como una idolatría,
hasta el punto de correr el riesgo de ser acusados
de «impiedad» y de «ateísmo». En particular,
Justino, especialmente en su «Primera Apología»,
hizo una crítica implacable de la religión pagana y
de sus mitos, por considerarlos como
«desorientaciones» diabólicas en el camino de la
verdad.
La filosofía representó, sin embargo, el área
privilegiada del encuentro entre paganismo, judaísmo
y cristianismo, precisamente a nivel de la crítica a
la religión pagana y a sus falsos mitos. «Nuestra
filosofía…»: con estas palabras explícitas llegó a
definir la nueva religión otro apologista
contemporáneo a Justino, el obispo Melitón de Sardes
(«Historia Eclesiástica», 4, 26, 7).
De hecho, la religión pagana no seguía los caminos
del «Logos», sino que se empeñaba en seguir los del
mito, a pesar de que éste era reconocido por la
filosofía griega como carente de consistencia en la
verdad. Por este motivo, el ocaso de la religión
pagana era inevitable: era la lógica consecuencia
del alejamiento de la religión de la verdad del ser,
reducida a un conjunto artificial de ceremonias,
convenciones y costumbres.
Justino, y con él otros apologistas, firmaron la
toma de posición clara de la fe cristiana por el
Dios de los filósofos contra los falsos dioses de la
religión pagana. Era la opción por la verdad del ser
contra el mito de la costumbre. Algunas décadas
después de Justino, Tertuliano definió la misma
opción de los cristianos con una sentencia lapidaria
que siempre es válida: «Dominus noster Christus
veritatem se, non consuetudinem, cognominavit –
Cristo afirmó que era la verdad, no la costumbre»
(«De virgin. vel». 1,1).
En este sentido, hay que tener en cuenta que el
término «consuetudo», que utiliza Tertuliano para
hacer referencia a la religión pagana, puede ser
traducido en los idiomas modernos con las
expresiones «moda cultural», «moda del momento».
En una edad como la nuestra, caracterizada por el
relativismo en el debate sobre los valores y sobre
la religión --así como en el diálogo
interreligioso--, esta es una lección que no hay que
olvidar. Con este objetivo, y así concluyo, os
vuelvo a presentar las últimas palabras del
misterioso anciano, que se encontró con el filósofo
Justino a orilla del mar: «Tú reza ante todo para
que se te abran las puertas de la luz, pues nadie
puede ver ni comprender, si Dios y su Cristo no le
conceden la comprensión» («Diálogo con Trifón» 7,3).