Benedicto XVI presenta a san Pedro Damián, el monje reformador del siglo XI
Catequesis en la audiencia general
CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 9 de septiembre de 2009
Catequesis de Benedicto XVI durante la audiencia general de este miércoles, celebrada en el Aula Pablo VI, con peregrinos procedentes de todo el mundo.
Queridos hermanos y hermanas:
Durante las
catequesis de estos
miércoles estoy tratando
sobre algunas grandes
figuras de la vida de la
Iglesia desde sus
orígenes. Hoy quisiera
detenerme en una de las
personalidades más
significativas del siglo
XI, san Pedro Damián,
monje, amante de la
soledad y al mismo
tiempo, intrépido hombre
de Iglesia, comprometido
en primera persona con
la obra de reforma
puesta en marcha por los
papas de aquel tiempo.
Nació en Rávena en el
año 1007 de familia
noble, pero caída en
desgracia. Al quedarse
huérfano de ambos
padres, vivió una
infancia de dificultades
y sufrimientos, a pesar
de que la hermana
Rosalinda se empeñó en
hacerle de madre y el
hermano mayor Damián lo
adoptó como hijo.
Precisamente por esto se
llamará después Piero di
Damiano, Pedro Damián
[en español, ndt.]. La
formación se le impartió
primero en Faenza y
después en Parma, donde
ya a la edad de 25 años
lo encontramos
trabajando en la
enseñanza. Junto a una
buena competencia en el
campo del derecho,
adquirió una pericia
refinada en el arte de
la redacción -el
ars escribendi- y,
gracias a su
conocimiento de los
grandes clásicos
latinos, se convirtió en
"uno de los mejores
latinistas de su tiempo,
uno de los más grandes
escritores del medioevo
latino" (J. Leclercq,
Pierre Damien, ermite et
homme d'Église, Roma
1960, p. 172).
Se distinguió en los
géneros literarios más
diversos: de las cartas
a los sermones, de las
hagiografías a las
oraciones, de los poemas
a los epigramas. Su
sensibilidad por la
belleza le llevaba a la
contemplación poética
del mundo. Pedro Damián
concebía el universo
como una inagotable
"parábola" y una
extensión de símbolos, a
partir de los cuales es
posible interpretar la
vida interior y la
realidad divina y
sobrenatural. Desde esta
perspectiva, en torno al
año 1034, la
contemplación de lo
absoluto de Dios le
empujó a alejarse
progresivamente del
mundo y de sus
realidades efímeras,
para retirarse al
monasterio de Fuente
Avellana, fundado sólo
algunas décadas antes,
pero ya famoso por su
austeridad. Para
edificación de los
monjes, escribió la Vida
del fundador, san
Romualdo de Rávena, y se
empeñó al mismo tiempo
en profundizar en su
espiritualidad,
exponiendo su ideal del
monaquismo eremítico.
Debe subrayarse ya
una particularidad: el
eremitorio de Fuente
Avellana estaba dedicado
a la Santa Cruz, y la
Cruz será el misterio
cristiano que más
fascinó a Pedro Damián.
"No ama a Cristo quien
no ama la cruz de
Cristo", afirma (Sermo
XVIII, 11, p. 117) y
se llama a sí mismo: "Petrus
crucis Christi servorum
famulus - Pedro servidor
de los servidores de la
cruz de Cristo" (Ep, 9,
1). A la Cruz Pedro
Damián dirige oraciones
bellísimas, en las que
revela una visión de
este misterio que tiene
dimensiones cósmicas,
porque abraza toda la
historia de la
salvación: "O bendita
Cruz --exclama-- te
veneran, te predican y
te honran la fe de los
patriarcas, los
vaticinios de los
profetas, el senado
juzgador de los
apóstoles, el ejército
victorioso de los
mártires y las
multitudes de todos los
santos" (Sermo
XLVIII, 14, p. 304).
Queridos hermanos y
hermanas, que el ejemplo
de Pedro Damián nos
lleve también a mirar
siempre a la Cruz como
al supremo acto de amor
de Dios hacia el hombre,
que nos ha dado a
salvación. Para el
desarrollo de la vida
eremítica, este gran
monje escribió una Regla
en la que subraya
fuertemente el "rigor
del eremitorio": en el
silencio del claustro,
el monje está llamado a
transcurrir una vida de
oración, diurna y
nocturna, con ayunos
prolongados y austeros;
debe ejercitarse en una
generosa caridad
fraterna y en una
obediencia al prior
siempre dispuesta y
disponible. En el
estudio y en la
meditación cotidiana de
la Sagrada Escritura,
Pedro Damián descubre
los significados
místicos de la palabra
de Dios, encontrando en
ella alimento para su
vida espiritual. En este
sentido, llamada a la
celda del eremitorio
"salón donde Dios
conversa con los
hombres". La vida
eremítica es para él la
cumbre de la vida
cristiana, está "en el
vértice de los estados
de vida", porque el
monje, ya libre de las
ataduras del mundo y del
propio yo, recibe "las
arras del Espíritu Santo
y su alma se une feliz
al Esposo celestial" (Ep
18, 17; cfr Ep 28, 43
ss.). Esto es importante
también hoy para
nosotros, aunque no
seamos monjes: saber
hacer silencio en
nosotros para escuchar
la voz de Dios, buscar,
por así decir, un
"salón" donde Dios hable
con nosotros: Aprender
la Palabra de Dios en la
oración y en la
meditación es el camino
de la vida.
San Pedro Damián, que
básicamente fue un
hombre de oración, de
meditación, de
contemplación, fue
también un fino teólogo:
su reflexión sobre
diversos temas
doctrinales le llevó a
conclusiones importantes
para la vida. Así, por
ejemplo, expone con
claridad y vivacidad la
doctrina trinitaria
utilizando ya, siguiendo
textos bíblicos y
patrísticos, los tres
términos fundamentales
que después se han
convertido en
determinantes también
para la filosofía de
Occidente,
processio,
relatio e
persona (cfr Opusc.
XXXVIII: PL CXLV,
633-642; y Opusc. II y
III: ibid., 41ss e
58ss). Con todo, como el
análisis teológico le
conduce a contemplar la
vida íntima de Dios y el
diálogo de amor inefable
entre las tres divinas
Personas, él saca de
ello conclusiones
ascéticas para la vida
en comunidad y para las
propias relaciones entre
cristianos latinos y
griegos, divididos en
este tema. También la
meditación sobre la
figura de Cristo tiene
reflejos prácticos
significativos, al estar
toda la Escritura
centrada en Él. El
propio "pueblo de los
judíos --anota san Pedro
Damián-- a través de las
páginas de la Sagrada
Escritura, puede decirse
que ha llevado a Cristo
en sus hombros" (Sermo
XLVI, 15). Cristo
por tanto, añade, debe
estar al centro de la
vida del monje: "Cristo
debe ser oído en nuestra
lengua, Cristo debe ser
visto en nuestra vida,
debe ser percibido en
nuestro corazón" (Sermo
VIII, 5). La íntima
unión con Cristo debe
implicar no sólo a los
monjes, sino a todos los
bautizados. Supone
también para nosotros un
intenso llamamiento a no
dejarnos absorber
totalmente por las
actividades, por los
problemas y por las
preocupaciones de cada
día, olvidándonos de que
Jesús debe estar
verdaderamente en el
centro de nuestra vida.
La comunión con
Cristo crea unidad de
amor entre los
cristianos. En la carta
28, que es un genial
tratado de eclesiología,
Pedro Damián desarrolla
una teología de la
Iglesia como comunión.
"La Iglesia de Cristo -
escribe - está unida por
el vínculo de la caridad
hasta el punto de que,
como es una en muchos
miembros, también está
totalmente reunida
místicamente en uno solo
de sus miembros; de
forma que toda la
Iglesia universal se
llama justamente única
Esposa de Cristo en
singular, y cada alma
elegida, por el misterio
sacramental, se
considera plenamente
Iglesia". Esto es
importante: no sólo que
toda la Iglesia
universal está unida,
sino que en cada uno de
nosotros debería estar
presente la Iglesia en
su totalidad. Así el
servicio del individuo
se convierte en
"expresión de la
universalidad" (Ep 28,
9-23). Con todo la
imagen ideal de la
"santa Iglesia"
ilustrada por Pedro
Damián no corresponde -
lo sabía bien - a la
realidad de su tiempo.
Por eso, no temió
denunciar la corrupción
existente en los
monasterios y entre el
clero, sobre todo debido
a la praxis de que las
autoridades laicas
confiriesen la
investidura de los
oficios eclesiásticos:
diversos obispos y
abades se comportaban
como gobernadores de sus
propios súbditos más que
como pastores de almas.
No es casual el que su
vida moral dejara mucho
que desear. Por esto,
con gran dolor y
tristeza, en 1057 Pedro
Damián deja el
monasterio y acepta, aun
con dificultad, el
nombramiento de cardenal
obispo de Ostia,
entrando así plenamente
en colaboración con los
papas en la difícil
empresa de la reforma d
la Iglesia. Vio que no
era suficiente
contemplar y tuvo que
renunciar a la belleza
de la contemplación para
ayudar en la obra de
renovación de la
Iglesia. Renunció así a
la belleza del
eremitorio y con valor
emprendió numerosos
viajes y misiones.
Por su amor a la vida
monástica, diez años
después, en 1067, obtuvo
permiso para volver a
Fuente Avellana,
renunciando a la
diócesis de Ostia. Pero
la tranquilidad
suspirada dura poco: ya
dos años después fue
enviado a Frankfurt en
el intento de evitar el
divorcio de Enrique IV
de su mujer Berta; y de
nuevo dos años después,
en 1071, fue a
Montecassino para la
consagración de la
iglesia de la abadía, y
a principios de 1072 se
dirige a Rávena para
restablecer la paz con
el arzobispo local, que
había apoyado al
antipapa provocando el
interdicto sobre la
ciudad. Durante el viaje
de vuelta al eremitorio,
una repentina enfermedad
le obligó a detenerse en
Faenza en el monasterio
benedictino de "Santa
Maria Vecchia fuori
porta", y allí murió en
la noche entre el 22 y
el 23 de febrero de
1072.
Queridos hermanos y
hermanas, es una gracia
grande que en la vida de
la Iglesia el Señor haya
suscitado una
personalidad tan
exuberante, rica y
compleja, como la de san
Pedro Damián y no es
habitual encontrar obras
de teología tan agudas y
vivas como las del
ermitaño de Fuente
Avellana. Fue monje
hasta el final, con
formas de austeridad que
hoy podrían parecernos
incluso excesivas. De
esta forma, sin embargo,
hizo de la vida
monástica un testimonio
elocuente de la primacía
de Dios y una llamada
para todos a caminar
hacia la santidad,
libres de todo
compromiso con el mal.
Él se consumió, con
lúcida coherencia y gran
severidad, por la
reforma de la Iglesia de
su tiempo. Entregó todas
sus energías
espirituales y físicas a
Cristo y a la Iglesia,
permaneciendo siempre,
como le gustaba
llamarse,
Petrus ultimus
monachorum servus,
Pedro, último siervo de
los monjes.