BENEDICTO XVI
Audiencia del Miércoles 21 de junio de 2006
Santiago el Mayor
Queridos hermanos y hermanas:
Proseguimos la serie de retratos de los Apóstoles elegidos directamente por
Jesús durante su vida terrena. Hemos hablado de san Pedro y de su hermano
Andrés. Hoy hablamos del apóstol Santiago.
Las listas bíblicas de los Doce mencionan dos personas con este nombre:
Santiago, el hijo de Zebedeo, y Santiago, el hijo de Alfeo (cf. Mc 3, 17-18;
Mt 10, 2-3), que por lo general se distinguen con los apelativos de Santiago el
Mayor y Santiago el Menor. Ciertamente, estas designaciones no pretenden medir
su santidad, sino sólo constatar la diversa importancia que reciben en los
escritos del Nuevo Testamento y, en particular, en el marco de la vida terrena
de Jesús. Hoy dedicamos nuestra atención al primero de estos dos personajes
homónimos.
El nombre Santiago es la traducción de Iákobos, trasliteración griega del nombre
del célebre patriarca Jacob. El apóstol así llamado es hermano de Juan, y en las
listas a las que nos hemos referido ocupa el segundo lugar inmediatamente
después de Pedro, como en el evangelio según san Marcos (cf. Mc 3, 17), o el
tercer lugar después de Pedro y Andrés en los evangelios según san Mateo (cf. Mt
10, 2) y san Lucas (cf. Lc 6, 14), mientras que en los Hechos de los Apóstoles
es mencionado después de Pedro y Juan (cf. Hch 1, 13). Este Santiago, juntamente
con Pedro y Juan, pertenece al grupo de los tres discípulos privilegiados que
fueron admitidos por Jesús a los momentos importantes de su vida.
Dado que hace mucho calor, quisiera abreviar y mencionar ahora sólo dos de estas
ocasiones. Santiago pudo participar, juntamente con Pedro y Juan, en el momento
de la agonía de Jesús en el huerto de Getsemaní y en el acontecimiento de la
Transfiguración de Jesús. Se trata, por tanto, de situaciones muy diversas entre
sí: en un caso, Santiago, con los otros dos Apóstoles, experimenta la gloria del
Señor, lo ve conversando con Moisés y Elías, y ve cómo se trasluce el esplendor
divino en Jesús; en el otro, se encuentra ante el sufrimiento y la humillación,
ve con sus propios ojos cómo el Hijo de Dios se humilla haciéndose obediente
hasta la muerte.
Ciertamente, la segunda experiencia constituyó para él una ocasión de maduración
en la fe, para corregir la interpretación unilateral, triunfalista, de la
primera: tuvo que vislumbrar que el Mesías, esperado por el pueblo judío como
un triunfador, en realidad no sólo estaba rodeado de honor y de gloria, sino
también de sufrimientos y debilidad. La gloria de Cristo se realiza precisamente
en la cruz, participando en nuestros sufrimientos.
Esta maduración de la fe fue llevada a cabo en plenitud por el Espíritu Santo en
Pentecostés, de forma que Santiago, cuando llegó el momento del testimonio
supremo, no se echó atrás. Al inicio de los años 40 del siglo I, el rey Herodes
Agripa, nieto de Herodes el Grande, como nos informa san Lucas, por aquel
tiempo echó mano a algunos de la Iglesia para maltratarlos e hizo morir por la
espada a Santiago, el hermano de Juan (Hch 12, 1-2). La concisión de la
noticia, que no da ningún detalle narrativo, pone de manifiesto, por una parte,
que para los cristianos era normal dar testimonio del Señor con la propia vida;
y, por otra, que Santiago ocupaba una posición destacada en la Iglesia de
Jerusalén, entre otras causas por el papel que había desempeñado durante la
existencia terrena de Jesús.
Una tradición sucesiva, que se remonta al menos a san Isidoro de Sevilla, habla
de una estancia suya en España para evangelizar esa importante región del
imperio romano. En cambio, según otra tradición, su cuerpo habría sido
trasladado a España, a la ciudad de Santiago de Compostela.
Como todos sabemos, ese lugar se convirtió en objeto de gran veneración y sigue
siendo meta de numerosas peregrinaciones, no sólo procedentes de Europa sino
también de todo el mundo. Así se explica la representación iconográfica de
Santiago con el bastón del peregrino y el rollo del Evangelio, características
del apóstol itinerante y dedicado al anuncio de la "buena nueva", y
características de la peregrinación de la vida cristiana.
Por consiguiente, de Santiago podemos aprender muchas cosas: la prontitud para
acoger la llamada del Señor incluso cuando nos pide que dejemos la "barca" de
nuestras seguridades humanas, el entusiasmo al seguirlo por los caminos que él
nos señala más allá de nuestra presunción ilusoria, la disponibilidad para dar
testimonio de él con valentía, si fuera necesario hasta el sacrificio supremo de
la vida. Así, Santiago el Mayor se nos presenta como ejemplo elocuente de
adhesión generosa a Cristo. Él, que al inicio había pedido, a través de su
madre, sentarse con su hermano junto al Maestro en su reino, fue precisamente el
primero en beber el cáliz de la pasión, en compartir con los Apóstoles el
martirio.
Y al final, resumiendo todo, podemos decir que el camino no sólo exterior sino
sobre todo interior, desde el monte de la Transfiguración hasta el monte de la
agonía, simboliza toda la peregrinación de la vida cristiana, entre las
persecuciones del mundo y los consuelos de Dios, como dice el concilio Vaticano
II. Siguiendo a Jesús como Santiago, sabemos, incluso en medio de las
dificultades, que vamos por el buen camino.