SAN ATANASIO DE ALEJANDRÍA (295-373)


Es la gran figura de la Iglesia en el siglo IV, junto con San Basilio el Grande, San Gregorio Nacianceno y San Gregorio de Nisa, en Oriente, San Hilario y San Ambrosio en Occidente. Por su incansable defensa del símbolo de la fe promulgado en el Concilio de Nicea, se le denomina Padre de la ortodoxia y columna de la fe.

Nació en Alejandría de Egipto, en el año 295, aquí recibió su formación filosófica y teológica.

Apenas se sabe nada de los primeros treinta años de su vida. Nació en un ambiente cosmopolita, adoradores de dioses grecoegipcios, proliferan los maniqueos y los gnósticos.

Fue ordenado diácono a los 24 años. Tiene un hermano, Pedro, que le sucederá como obispo. Ambos conocieron en su infancia las persecuciones de Diocleciano, que concluyeron en el 305 con la muerte del tirano.

Era un hombre pequeño de estatura, de constitución más bien débil, pero de porte firme. "Un luchador, pastor consumado, espíritu despierto, con un ojo abierto a la tradición cristiana, a los acontecimientos y a los hombres, carácter indomable, a la vez que simpático." (Historie ancienne de l´Eglise II, 168)

Durante 10 años Atanasio se incorpora al clero alejandrino, y llega a hablar: copto (lengua dialectal), Koiné (griego popular), y griego clásico, empleado en las conferencias y en las disputas entre eruditos.

Hacia el 320, el joven escritor había redactado su primera obra: "Contra los paganos y la encarnación del Verbo". Los temas principales son: Refutación del helenismo, Transcendencia del único Dios verdadero, carácter redentor de la Encarnación. En el punto central se encuentra la muerte y resurrección de Jesús.

Brillante escritor que expone teológicamente y defiende contra las diversas herejías - apoyado en el estudio de la Escritura y en la Tradición- la fe verdadera en la Santísima Trinidad.

La controversia arriana alcanza su culmen en el 323, Atanasio; que es ya secretario episcopal, lleva tres años de diácono, apoya y defiende al obispo contra los errores de Arrio, presbítero de la archidiócesis. (1)

Arrio propone: "El Verbo divino no es eterno. Fue creado en el tiempo por el Padre, que es Dios Por tanto, sólo se le llama Hijo de Dios de modo metafórico".

Condenado por sus graves errores, Arrio se refugia en Cesarea. Muy pronto, a comienzos del 325, el emperador que se atribuye el título de "obispo desde fuera" convoca el 1er. Concilio Universal (el 1º de los ecuménicos) "con objeto de restaurar la unidad amenazada".

El emperador preside los sermones e interviene constantemente en los asuntos eclesiales para los que le falta formación y capacidad de discernimiento. Se celebra en Nicea (Isnik, en la Turquía actual), donde deliberan 250 obispos. En programa: controversia arriana; cisma de Melitios de Licópolis, promotor de una jerarquía paralela.

Los laicos no tienen derecho a tomar la palabra, solo los obispos pueden expresarse: No obstante, dos diáconos, tomaron parte de las discusiones: Alejandro de Constantinopla y Atanasio de Alejandría. Este último despliega tal elocuencia y tal fuerza de persuasión que sus adversarios le temieron más que a ninguno.

Desplaza a un lado a Arrio y pone al hereje ante dos interrogantes fundamentales: "Si el Verbo fue creado, ¿Cómo es que Dios que lo ha creado no podía crear el mundo? Si el mundo no ha sido creado por el Verbo, ¿Por qué no podía haber sido creado por Dios?

Finalmente en la línea correcta de la defensa de Atanasio, el Concilio proclama que el "Verbo es consustancial al Padre". El 19 de Junio del 325 la asamblea redacta la formula. ("Símbolo de Nicea"):

"Creo en un solo Dios, Creo en un solo Señor, Jesucristo, Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos; Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero"...

El joven diácono, ordenado sacerdote, defenderá durante 3 años esta " fe de Nicea". Cuando cumpla los treinta y cinco será nombrado obispo (en el año 328) en la sede de Alejandría, entre proclamaciones de alegría de las gentes.

Pero desdichadamente las tempestades se levantan enseguida, alternando con algunas pausas de paz armada. Sufrirá cinco veces el exilio de forma que de cuarenta y cinco años de episcopado, dieciocho los pasará fuera de su sede. Esta forzada soledad se hace más desolada aún por el abandono completo de sus compañeros de lucha. Atanasio no se rinde: obligado a huir, se esconde en el desierto, confundiéndose con los monjes de la Tebaida. Parece ser que pasa cuatro meses en la periferia de Alejandría, escondido en la tumba de su padre. No hay violencia o vejación alguna que logre doblegarlo; está dispuesto a todo con tal de defender la divinidad del Verbo.

Atanasio es una figura que impone: parece personificar a la Iglesia misma. Evidentemente no bastan las dotes humanas para doblegar a una figura histórica de esta talla. Sabemos que desde su juventud, Atanasio es un enamorado de Cristo. Le apasiona, sobre todo la humanidad de Cristo, y basta hojear algunas páginas del tratado "La Encarnación del Verbo" para comprender hasta qué punto ha sido ella objeto de su meditación.

"El Verbo, pues, se ha hecho hombre para que nosotros, los hombres, al volver a adquirir la imagen del Verbo pudiésemos ser divinizados y salvados".

Aún hoy, la Iglesia, después de dieciséis siglos, reflexionando sobre el designio de amor y de misericordia que Dios ha inventado para los hombres, repite conmovida las mismas palabras de Atanasio. "Propter nos homines et propter nostram salutem descendit de coelis": por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo." Y de cualquiera manera que consideres las cosas –continúa Atanasio- el Verbo, con su encarnación ha manifestado su filantropía, su amor hacia los hombres, ha encarcelado la muerte, y nos ha hecho nuevos". "Nos ha verbificado", dirá en otro sitio, porque cuando el Verbo asumió nuestra naturaleza, nosotros no hicimos concorpóreos con Él, y somos verdaderamente cuerpo de Cristo. En Jesús se encuentra toda la humanidad que ha sido penetrada por la divinidad del Verbo; y, en definitiva, el "hacerse hombre", por parte del Verbo, y el "ser divinizados" por nuestra parte, no son más que dos aspectos complementarios de la misma realidad. La idolatría causada por el pecado ha sido vencida: en Jesús, Verbo hecho hombre como nosotros, los hombres se encuentran la plenitud de lo que buscan; no existe aspiración humana a la belleza, a la grandeza, a la potencia, a la sensibilidad, al amor, a la verdad, que Jesús no pueda colmar".

Sin embargo, Atanasio no se ha quedado en un punto de vista puramente especulativo; si tuvo profundas intuiciones sobre ese misterio, es porque siguió el camino evangélico, que es la única metodología válida: "A quien me ama me manifestaré" "¿Quieres comprender las palabras de los santos? –dice Atanasio- Purifica tu pensamiento e imita su vida, de lo contrario no puedes comprender lo que Dios les ha revelado. ¿Quieres comprender a Cristo? Haz pura tu alma e imita las virtudes de Cristo, porque solo así puedes comprender algo del Verbo de Dios". (De incarnatione Verbi, 57)

Durante los siete últimos años de su vida da los últimos retoques a sus obras que contienen su testamento Espíritual: Cartas, Vida de San Antonio, describe las "desventuras del famoso eremita, atormentado por los demonios a los que rechazaba victoriosamente. Verdadera historia de la vida religiosa primitiva.

Testigo de la fe más que pionero de la teología, luchador ejemplar, activista de la resistencia, que hizo frente a las pretensiones de un cesaropapismo naciente así como a los ataques de los conspiradores arrianos. Admirable defensor de la fe de Nicea.

Falleció en el 373, ocho años antes de que el Concilio I de Constantinopla, 2º ecuménico, reafirmara solemnemente la fe de Nicea y diera término a la herejía arriana. (2)





(1). Arrio: Nació probablemente en la Cirenaica hacia el año 256. Sacerdote cristiano, regente de una de las más importantes iglesias de Alejandría. Negaba la consustancialidad del Verbo divino con el Padre. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo poseen plenamente, cada uno, una personalidad real; son tres personas distintas en una única sustancia. Y esto era inconcebible para Arrio. En consecuencia, prefirió distanciar al padre del hijo. A sus ojos, el Verbo no fue más que una criatura, ciertamente la primera y más perfecta de todas, pero distante de Dios.

(2). El arrianismo como secta se extinguió en el siglo VII, las ideas de Arrio y sus discípulos nunca fueron extirpadas del todo: brotarán a lo largo de los siglos adoptadas por otros movimientos heréticos.





SOBRE LA TRINIDAD

I. La Trinidad.

La Trinidad.

Existe, pues, una Trinidad santa y completa, de la que se afirma que es Dios, en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. En ella no se encuentra ningún elemento extraño o externo; no se compone de uno que crea y de otro que es creado, sino que toda ella es creadora, consistente e indivisible por naturaleza, siendo su actividad única. El Padre hace todas las cosas por el Verbo en el Espíritu Santo: de esta manera se salva la unidad de la santa Trinidad. Así en la Iglesia se predica un solo Dios «que está sobre todos, por todos y en todos» (cf. Ef 4, 6): «sobre todos», en cuanto Padre, principio y fuente; «por todos», por el Verbo; «en todos», en el Espíritu Santo. Es una verdadera Trinidad no sólo de nombre y por pura ficción verbal, sino en verdad y realidad. Así como el Padre es el que es, así también su Verbo es el que es y Dios soberano. El Espíritu Santo no está privado de existencia real, sino que existe con verdadera realidad... [1]


Unidad y distinción entre el Padre y el Hijo.

«Yo en el Padre, y el Padre en mí» (Jn 14, 10). El Hijo está en el Padre, en cuanto podemos comprenderlo, porque todo el ser del Hijo es cosa propia de la naturaleza del Padre, como el resplandor lo es de la luz, y el arroyo de la fuente. Así el que ve al Hijo ve lo que es propio del Padre, y entiende que el ser del Hijo, proviniendo del Padre, está en el Padre. Asimismo el Padre está en el Hijo, porque el Hijo es lo que es propio del Padre, a la manera como el sol está en su resplandor, la mente está en la palabra, y la fuente en el arroyo. De esta suerte, el que contempla al Hijo contempla lo que es propio de la naturaleza del Padre, y piensa que el Padre está en el Hijo. Porque la forma y la divinidad del Padre es el ser del Hijo, y, por tanto, el Hijo está en el Padre, y el Padre en el Hijo. Por esto con razón habiendo dicho primero «Yo y el Padre somos uno» (Jn 10, 30), añadió: «Yo en el Padre y el Padre en mí» (Jn 14, 10): así manifestó la identidad de la divinidad y la unidad de su naturaleza.

Sin embargo, son uno pero no a la manera con que una cosa se divide luego en dos, que no son en realidad más que una; ni tampoco como una cosa que tiene dos nombres, como si la misma realidad en un momento fuera Padre y en otro momento Hijo. Esto es lo que pensaba Sabelio, y fue condenado como hereje. Se trata de dos realidades, de suerte que el Padre es Padre, y no es Hijo; y el Hijo es Hijo, y no es Padre. Pero su naturaleza es una, pues el engendrado no es desemejante con respecto al que engendra, ya que es su imagen, y todo lo que es del Padre es del Hijo. Por esto el Hijo no es otro dios, pues no es pensado fuera (del Padre): de lo contrario, si la divinidad se concibiera fuera del Padre, habría sin duda muchos dioses. El Hijo es «otro» en cuanto es engendrado, pero es del mismo» en cuanto es Dios. El Hijo y el Padre son una sola cosa en cuanto que tienen una misma naturaleza propia y peculiar, por la identidad de la divinidad única. También el resplandor es luz, y no es algo posterior al so!, ni una luz distinta, ni una participación de él, sino simplemente algo engendrado de él: ahora bien, una realidad así engendrada es necesariamente una única luz con el sol, y nadie dirá que se trata de dos luces, aunque el sol y su resplandor sean dos realidades: una es la luz del sol, que brilla por todas partes en su propio resplandor. Así también, la divinidad del Hijo es la del Padre, y por esto es indivisible de ella. Por esto Dios es uno, y no hay otro fuera de él. Y siendo los dos uno, y única su divinidad, se dice del Hijo lo mismo que se dice del Padre, excepto el ser Padre [2].


El Verbo no fue hecho como medio para crear.

El Verbo de Dios no fue hecho a causa de nosotros, sino más bien nosotros fuimos hechos a causa de él, y en él fueron creadas todas las cosas (Col 1, 16). No fue hecho a causa de nuestra debilidad—siendo él fuerte—por el Padre, que existía hasta entonces solo, a fin de servirse de él como de instrumento para crearnos. En manera alguna podría ser así. Porque aunque Dios se hubiese complacido en no hacer creatura alguna, sin embargo el Verbo no por ello hubiera dejado de estar en Dios, y el Padre de estar en él. Con todo no era posible que las cosas creadas se hicieran sin el Verbo, y así es obvio que se hicieran por él. Pues ya que el Hijo es el Verbo propio de la naturaleza sustancial de Dios, y procede de él y está en él... era imposible que la creación se hiciera sin él. Es como la luz que ilumina con su resplandor todas las cosas, de suerte que nada puede iluminarse si no es por el resplandor. De la misma manera el Padre creó con su Verbo, como si fuera su mano, todas las cosas, y sin él nada hace. Como nos recuerda Moisés, dijo Dios: «Hágase la luz», «Congréguense las aguas» (Gén 1, 3 y 9)..., y habló, no a la manera humana, como si hubiera allí un obrero para oir, el cual enterándose de la voluntad del que hablaba fuera a ejecutarla. Esto sería propio del orden creado, pero indigno de que se atribuya al Verbo. Porque el Verbo de Dios es activo y creador, siendo él mismo la voluntad del Padre. Por eso no dice la sagrada Escritura que hubiera quien oyera y contestara cómo y con qué propiedades quería que se hiciera lo que se tenía que hacer, sino que Dios dijo únicamente «Hágase», y al punto se añade «Y así fue hecho». Lo que quería con su voluntad, al punto fue hecho y terminado por el Verbo... Basta el querer, y la cosa está hecha. Así la palabra «dijo» es para nosotros el indicador de la divina voluntad, mientras que la palabra «y así fue hecho» indica la obra realizada por su Verbo y su sabiduría, en la cual se halla también incluida la voluntad del Padre... [3]


Unidad de naturaleza en el Padre y el Hijo.

Ya que él es el Verbo de Dios y su propia sabiduría, y, siendo su resplandor, está siempre con el Padre, es imposible que si el Padre comunica gracia no se la comunique a su Hijo, puesto que el Hijo es en el Padre como el resplandor de la luz. Porque no por necesidad, sino como un Padre, en virtud de su propia sabiduría fundó Dios la tierra e hizo todas las cosas por medio del Verbo que de él procede, y establece por el Hijo el santo lavatorio del bautismo. Porque donde está el Padre está el Hijo, de la misma manera que donde está la luz allí está su resplandor. Y así como lo que obra el Padre lo realiza por el Hijo. y el mismo Señor dice: «Lo que veo obrar al Padre lo hago también yo», así también cuando se confiere el bautismo, a aquel a quien bautiza el Padre lo bautiza también el Hijo, y el que es bautizado por el Hijo es perfeccionado en el Espíritu Santo. Además, así como cuando alumbra el sol se puede decir también que es su resplandor el que ilumina, ya que la luz es única y no puede dividirse ni partirse, así también, donde está o se nombra al Padre allí está también indudablemente el Hijo; y puesto que en el bautismo se nombra al Padre, hay que nombrar igualmente con él al Hijo [4].


La eterna generación del Hijo.

Es exacto decir que el Hijo es vástago eterno del Padre. Porque la naturaleza del Padre no fue en momento alguno imperfecta, de suerte que pudiera sobrevenirle luego lo que es propio de ella. El Hijo no fue engendrado como se engendra un hombre de otro hombre, de forma que la existencia del padre es anterior a la del hijo. El hijo es vástago de Dios, y siendo Hijo del Dios que existe eternamente, él mismo es eterno. Es propio del hombre, a causa de la imperfección de su naturaleza, engendrar en el tiempo: pero Dios engendra eternamente, porque su naturaleza es perfecta desde siempre... Lo que es engendrado del Padre es su Verbo, su sabiduría y su resplandor, y hay que decir que los que afirman que había un tiempo en que no existía el Hijo son como ladrones que roban a Dios su propio Verbo, y se declaran contrarios a él diciendo que durante un tiempo no tuvo ni Verbo ni sabiduría, y que la luz hubo tiempo en que no tuvo resplandor, y la fuente hubo tiempo en que era estéril y seca. En realidad simulan evitar la palabra «tiempo» a causa de los que se lo reprochan, y dicen que el Verbo existía «antes de los tiempos». Sin embargo, determinan un cierto «periodo» en el cual imaginan que el Verbo no existía, con lo cual introducen igualmente la noción de tiempo: y así, al admitir un Dios sin Logos o Verbo, muestran su extraordinaria impiedad [5].


La eternidad del Padre implica la filiación eterna.

Dios existe desde la eternidad: y si el Padre existe desde la eternidad, también existe desde la eternidad lo que es su resplandor, es decir, su Verbo. Además, Dios, «el que es», tiene de si mismo el que es su Verbo: el Verbo no es algo que antes no existía y luego vino a la existencia, ni hubo un tiempo en que el Padre estuviera sin Logos (alogos). La audacia dirigida contra el Hijo llega a tocar con su blasfemia al mismo Padre, ya que lo concibe sin Sabiduría, sin Logos, sin Hijo... Es como si uno, viendo el sol, preguntara acerca de su resplandor: ¿Lo que existe primero hace lo que no existe o lo que ya existe? El que pensara así seria tenido por insensato, pues sería locura pensar que lo que procede totalmente de la luz es algo extrínseco a ella, y pregunta cuándo, dónde y cómo fue dicho. Lo mismo ocurre con el que pregunta tales cosas acerca del Hijo y del Padre. Al hacer tales preguntas muestra una locura todavía mayor, pues supone que el Logos del Padre es algo externo a él, e imagina como en sombras que lo que es generación de la naturaleza divina es una cosa creada, afirmando que «no existía antes de ser engendrado». Oigan, pues, la respuesta a su pregunta: El Padre, que existe (eternamente), hizo al Hijo con la misma existencia... Mas, decidnos vosotros, los arrianos...: ¿El que es, tuvo necesidad del que no era para crear todas las cosas, o necesitó de él cuando ya era? Porque está en vuestros dichos que el Padre se hizo para si al Hijo de la nada, como instrumento para crear con él todas las cosas. Ahora bien, ¿quien es superior, el que tiene necesidad de algo o el que viene a colmar esta necesidad? ¿O es que ambos satisfacen mutuamente sus respectivas necesidades? Si decís esto, mostráis la debilidad de aquel que hubo de buscarse un instrumento por no poder por si mismo hacer todas las cosas... Este es el colmo de la impiedad... [6].


Los errores de Arrio.

Las lindezas aborrecibles y llenas de impiedad que resuenan en la Talia, de Arrio, son de este jaez: Dios no fue Padre desde siempre, sino que hubo un tiempo en que Dios estaba solo y todavía no era Padre; más adelante llegó a ser Padre. El Hijo no existía desde siempre, pues todas las cosas han sido hechas de la nada, y todo ha sido creado y hecho: el mismo Verbo de Dios ha sido hecho de la nada y había un tiempo en que no existía. No existía antes de que fuera hecho, y él mismo tuvo comienzo en su creación. Porque, según Arrio, sólo existía Dios, y no existían todavía ni el Verbo ni la Sabiduría. Luego, cuando quiso crearnos a nosotros, hizo entonces a alguien a quien llamó Verbo, Sabiduría e Hijo, a fin de crearnos a nosotros por medio de él. Y dice que existen dos sabidurías: una la cualidad propia de Dios, y la otra el Hijo, que fue hecha por aquella sabiduría, y que sólo en cuanto que participa de ella se llama Sabiduría y Verbo. Según él, la Sabiduría existe por la sabiduría, por voluntad del Dios sabio. Asimismo dice que en Dios se da otro Logos fuera del Hijo, y que por participar de él el Hijo se llama él mismo Verbo e Hijo por gracia. Es opción particular de esta herejía, manifestada en otros de sus escritos, que existen muchas virtudes, de las cuales una es por naturaleza propia de Dios y eterna; pero Cristo no es la verdadera virtud de Dios, sino que él es también una de las llamadas virtudes—entre las que se cuentan la langosta y la oruga—, aunque no es una simple virtud, sino que se la llama grande. Pero hay otras muchas semejantes al Hijo, y David se refirió a ellas en el salmo llamándole «Señor de las virtudes» (Sal 23, 10). El mismo Verbo es por naturaleza, como todas las cosas, mudable, y por su propia voluntad permanece bueno mientras quiere: pero cuando quiere, puede mudar su elección. lo mismo que nosotros, pues es de naturaleza mudable. Precisamente por eso, según Arrio, previendo Dios que iba a permanecer en el bien, le dio de antemano aquella gloria que luego había de conseguir siendo hombre por su virtud. De esta suerte Dios hizo al Verbo en un momento dado tal como correspondía a sus obras, que Dios había previsto de antemano. Asimismo se atrevió a decir que el Verbo no es Dios verdadero, pues aunque se le llame Dios, no lo es en sentido propio, sino por participación, como todos los demás... Todas las cosas son extrañas y desemejantes a Dios por naturaleza, y así también el Verbo es extraño y desemejante en todo con respecto a la esencia y a las propiedades del Padre, pues pertenece a las cosas engendradas, siendo una de ellas... [7].


En qué sentido es exaltado el Verbo, y nosotros con él.

El Apóstol escribe a los filipenses: «Sentid entre vosotros lo mismo que Jesucristo, el cual siendo Dios por su propia condición... y toda lengua proclame que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre» (Flp 2, 5-11). ¿Qué podia decirse más claro y más explícito? Cristo no pasó de ser menos a ser más, sino al contrario, siendo Dios, tomó la forma de esclavo, y al tomarla no mejoró su condición, sino que se abajó. ¿Dónde se encuentra aquí la supuesta recompensa de su virtud? ¿Qué progreso o qué elevación hay en este abajarse? Si siendo Dios se hizo hombre, y si al bajar de la altura se dice que es exaltado, ¿adónde será exaltado siendo ya Dios? Siendo Dios el Altísimo, es evidente que su Verbo es también necesariamente altísimo. ¿Qué mayor exaltación pudo recibir el que ya está en el Padre y es en todo semejante al Padre? No tiene necesidad de ningún incremento, ni es tal como lo imaginan los arrianos. Está escrito que el Verbo tuvo antes que abajarse para poder ser exaltado. ¿Qué necesidad tenía de abajarse para conseguir así lo que ya tenía antes? ¿Qué don tenía que recibir el que es dador de todo don?... Esto no es enigma, sino misterio de Dios: «En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios» (Jn 1, 1). Pero luego, este Verbo se hizo carne por nuestra causa. Y cuando allí se dice «fue exaltado», se indica no una exaltación de la naturaleza del Verbo, puesto que ésta era y es eternamente idéntica con Dios, sino una exaltación de la humanidad. Estas palabras se refieren al Verbo ya hecho carne, y con ello está claro que ambas expresiones «se humilló» y «fue exaltado» se refieren al Verbo humanado. En el aspecto bajo el que fue humillado, en el mismo podrá ser exaltado, Y si está escrito que «se humilló» con referencia a la encarnación, es evidente que «fue exaltado» también con referencia a la misma. Como hombre tenía necesidad de esta exaltación, a causa de la bajeza de la carne y de la muerte. Siendo imagen del Padre y su Verbo inmortal, tomó la forma de esclavo, y como hombre soportó en su propia carne la muerte, para ofrecerse así a sí mismo como ofrenda al Padre en favor nuestro. Y así también, como hombre, está escrito que fue exaltado por nosotros en Cristo, así también todos nosotros en Cristo somos exaltados, y resucitados de entre los muertos y elevados a los cielos «en los que penetró Jesús como precursor nuestro» (Heb 6, 20) [8].


Nuestras relaciones con Dios, el Hijo y el Espíritu.

¿Cómo podemos nosotros estar en Dios, y Dios en nosotros? ¿Cómo nosotros formamos una cosa con él? ¿Cómo se distingue el Hijo en cuanto a su naturaleza de nosotros?... Escribe, pues, Juan lo siguiente: «En esto conocemos que permanecemos en él, y él en nosotros, en que nos ha dado de su Espíritu» (1 Jn 4, 13). Asi pues, por el don del Espíritu que se nos ha dado estamos nosotros en él y él en nosotros. Puesto que el Espíritu es de Dios, cuando él viene a nosotros con razón pensamos que al poseer el Espíritu estamos en Dios. Así está Dios en nosotros: no a la manera como el Hijo está en el Padre estamos también nosotros en el Padre, porque el Hijo no participa del Espíritu ni está en el Padre, por medio del Espíritu; ni recibe tampoco el Espíritu: al contrario, más bien lo distribuye a todos. Ni tampoco el Espíritu junta al Verbo con el Padre, sino que al contrario, el Espíritu es receptivo con respecto al Verbo. El Hijo está en el Padre como su propio Verbo y como su propio resplandor: nosotros, en cambio, si no fuera por el Espíritu, somos extraños y estamos alejados de Dios, mientras que por la participación del Espíritu nos religamos a la divinidad. Asi pues, el que nosotros estemos en el Padre no es cosa nuestra, sino del Espíritu que está en nosotros y permanece en nosotros todo el tiempo en que por la confesión (de fe) lo guardamos en nosotros, como dice también Juan: Si uno confiesa que Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en él, y él en Dios» (I Jn 4, 15). ¿,En qué, pues, nos asemejamos o nos igualamos al Hijo?... Una es la manera como el Hijo está en el Padre, y otra la manera como nosotros estamos en el Padre. Nosotros no seremos jamás como el Hijo, ni el Verbo será como nosotros, a no ser que se atrevan a decir... que el Hijo está en el Padre por participación del Espíritu y por merecimiento de sus obras, cosa cuyo solo pensamiento muestra impiedad extrema. Como hemos dicho, es el Verbo el que se comunica al Espíritu, y todo lo que el Espíritu tiene, lo tiene del Verbo... [9].


II. Cristo redentor.

El Verbo «se hizo hombre», no «vino a un hombre».

(El Verbo) se hizo hombre, no vino a un hombre. Esto es preciso saberlo, no sea que los herejes se agarren a esto y engañen a algunos, llegando a creer que así como en los tiempos antiguos el Verbo venia a los diversos santos, así también ahora ha puesto su morada en un hombre y lo ha santificado, apareciéndose como en el caso de aquellos. Si así fuera, es decir si sólo se manifestara en un puro hombre, no habría nada paradójico para que los que le veían se extrañaran y dijeran: «¿De dónde es éste?» (Mc 4, 41) y: «Porque, siendo hombre, te haces Dios» (Jn 10, 33). Porque ya estaban acostumbrados a oir: El Verbo de Dios vino a tal o cual profeta. Pero ahora, el Verbo de Dios, por el que hizo todas las cosas, consintió en hacerse Hijo del hombre, y se humilló, tomando forma de esclavo. Por esto la cruz de Cristo es escándalo para los judíos, mientras que para nosotros Cristo es la fuerza de Dios y la sabiduría de Dios. Porque, como dijo Juan: «El Verbo se hizo carne...» (Jn 1, 14), y la Escritura acostumbra a llamar «carne» al «hombre»...Antiguamente el Verbo venía a los diversos santos, y santificaba a los que le recibían como convenía. Sin embargo, no se decía al nacer aquellos que el Verbo se hiciera hombre, ni que padeciera cuando ellos padecieron. Pero cuando al fin de los tiempos vino de manera singular, nacido de Maria, para la destrucción del pecado... entonces se dice que tomando carne se hizo hombre, y que en su carne padeció por nosotros (cf. I Pe 4, 1). Asi se manifestaba, de suerte que todos lo creyésemos, que el que era Dios desde toda la eternidad y santificaba a aquellos a quienes visitaba, ordenando según la voluntad del Padre todas las cosas, más adelante se hizo hombre por nosotros; y, como dice el Apóstol, hizo que la divinidad habitase en la carne de manera corporal (cf. Col 2, 9); lo cual equivale a decir que, siendo Dios, tuvo un cuerpo propio que utilizaba como instrumento suyo, haciéndose así hombre por nosotros. Por esto se dice de él lo que es propio de la carne, puesto que existía en ella, como, por ejemplo, que padecía hambre, sed, dolor, cansancio, etc., que son afecciones de la carne. Por otra parte, las obras propias del Verbo, como el resucitar a los muertos, dar vista a los ciegos, curar a la hemorroisa, las hacia él mismo por medio de su propio cuerpo. El Verbo soportaba las debilidades de la.carne como propias, puesto que suya era la carne; la carne, en cambio, cooperaba a las obras de la divinidad, pues se hacían en la carne... De esta suerte, cuando padecía la carne, no estaba el Verbo fuera de ella, y por eso se dice que el Verbo padecía. Y cuando hacia las obras del Padre a la manera de Dios, no estaba la carne ausente, sino que el Señor hacia aquellas cosas asimismo en su propio cuerpo. Y por esto, hecho hombre, decia: «Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis, pero si las hago, aunque no me creáis a mi, creed a mis obras y reconoced que el Padre está en mi y yo en el Padre» (Jn 10, 37-8). Cuando fue necesario curar de su fiebre a la suegra de Pedro, extendió la mano como hombre, pero curó la dolencia como Dios. De manera semejante, cuando curó al ciego de nacimiento, echó la saliva humana de su carne, pero en cuanto Dios le abrió los ojos con el lodo... Así hacía Él las cosas, mostrando con ello que tenía un cuerpo, no aparente, sino real. Convenia que el Señor, al revestirse de carne humana, se revistiese con ella tan totalmente que tomase todas las afecciones que le eran propias, de suerte que así como decimos que tenia su propio cuerpo, así también se pudiera decir que eran suyas propias las afecciones de su cuerpo, aunque no las alcanzase su divinidad. Si el cuerpo hubiese sido de otro, sus afecciones serien también de aquel otro. Pero si la carne era del Verbo, pues «el Verbo se hizo carne» (Jn 1, 14), necesariamente hay que atribuirle también las afecciones de la carne, pues suya es la carne. Y al mismo a quien se le atribuyen los padecimientos—como el ser condenado, azotado, tener sed, ser crucificado y morir—, a él se atribuye también la restauración y la gracia. Por esto se afirma de una manera lógica y coherente que tales sufrimientos son del Señor y no de otro, para que también la gracia sea de él, y no nos convirtamos en adoradores de otro, sino del verdadero Dios. No invocamos a creatura alguna, ni a hombre común alguno, sino al hijo verdadero y natural de Dios hecho hambre, el cual no por ello es menos Señor, Dios y Salvador [10].


La unión de la humanidad y la divinidad en Cristo.

Nosotros no adoramos a una criatura. Lejos de nosotros tal pensamiento, que es un error más bien propio de paganos y de arrianos. Lo que nosotros adoramos es el Señor de la creación hecho hombre, el Verbo de Dios. Porque aunque en si misma la carne sea una parte de la creación, se ha convertido en el cuerpo de Dios. Nosotros no separamos el cuerpo como tal del Verbo, adorándolo por separado, ni tampoco al adorar al Verbo lo separamos de la carne, sino que sabiendo que «el Verbo se hizo carne», le reconocemos como Dios aun cuando está en la carne [11].


El Verbo, al tomar nuestra carne, se constituye en pontifico de nuestra fe.

«Hermanos santos, partícipes de una vocación celestial, considerad el apóstol y pontifice de vuestra religión, Jesús, que fue fiel al que le había hecho» (Heb 3, 1-2). ¿Cuándo fue enviado como apóstol, sino es cuando se vistió de nuestra carne? ¿Cuándo fue constituido pontificó de nuestra religión, si no es cuando habiéndose ofrecido por nosotros resucitó de entre los muertos en su cuerpo, y ahora a los que se le acercan con la fe los lleva y los presenta al Padre, redimiéndolos a todos y haciendo propiciación por todos delante de Dios? No se refería el Apóstol a la naturaleza del Verbo ni a su nacimiento del Padre por naturaleza cuando decia «que fue fiel al que le había hecho». De ninguna manera. El Verbo es el que hace, no el que es hecho. Se refería a su venida entre los hombres y al pontificado que fue entonces creado. Esto se puede ver claramente a partir de la historia de Aarón en la ley. Aarón no había nacido pontífice, sino simple hombre. Con el tiempo, cuando quiso Dios, se hizo pontífice... poniéndose sobre sus vestidos comunes el ephod, el pectoral y la túnica, que las mujeres habían elaborado por mandato de Dios. Con estos ornamentos entraba en el lugar sagrado y ofrecía el sacrificio en favor del pueblo... De la misma manera, el Señor «en el principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios y el Verbo era Dios» (Jn 1, 1). Pero cuando quiso el Padre que se ofreciera rescate por todos y que se hiciera gracia a todos, entonces, de la misma manera que Aarón tomó la túnica, tomó el Verbo la carne de la tierra, y tuvo a Maria como madre a la manera de tierra virgen, a fin de que como pontífice se ofreciera a sí mismo al Padre, purificándonos a todos con su sangre de nuestros pecados y resucitándonos de entre los muertos. Lo antiguo era una sombra de esto. De lo que hizo el Salvador en su venida, Aarón había ya trazado una sombra en la ley. Y así como Aarón permaneció el mismo y no cambió cuando se puso los vestidos sacerdotales... así también el Señor... no cambió al tomar carne, sino que siguió siendo el mismo, aunque oculto bajo la carne. Cuando se dice, pues. que «fue hecho», no hay que entenderlo del Verbo en cuanto tal... El Verbo es.creador, pero luego es hecho pontífice al revestirse de un cuerpo hecho y creado, que pudiera ofrecer por nosotros: en este sentido se dice que «fue hecho»... [12]


El designio de Dios creador sobre el hombre.

...Dice el utilísimo libro del Pastor (de Hermas): «Ante todo has de creer que uno es Dios, el que creó y dispuso todas las cosas, y las hizo del no ser para que fueran» (Mand. 1). Dios es bueno: mejor dicho, es la misma fuente de la bondad. Ahora bien, siendo bueno, no puede escatimar nada a nadie. Por esto no escatimó la existencia de nada, sino que a todas las cosas las hizo de la nada por medio de su propia Palabra, nuestro Señor Jesucristo. Y entre todas ellas tuvo en primer lugar particular benevolencia para con el linaje humano, y viendo que según su propia condición natural los hombres no podían permanecer indefinidamente, les dio además un don particular: no los creó simplemente como a los demás animales irracionales de la tierra, sino que los hizo según su propia imagen, haciéndoles participar de la fuerza de su propia Palabra (Logos); y así, una vez hechos participes de la Palabra (logikoi), podían tener una existencia duradera y feliz, viviendo la vida verdadera y real de los santos en el paraíso.

Pero Dios sabia también que el hombre tenía una voluntad de elección en un sentido o en otro, y tuvo providencia de que se asegurara el don que les había dado poniéndoles bajo determinadas condiciones en determinado lugar. Efectivamente, los introdujo en su propio paraíso, y les puso la condición de que si guardaban el don que tenían y permanecían buenos tendrían aquella vida propia del paraíso, sin penas, dolores ni cuidados, y además la promesa de la inmortalidad en el cielo. Por el contrario, si transgredía la condición y se pervertían haciéndose malvados, conocerian que por naturaleza estaban sujetos a la corrupción de la muerte, y ya no podrían vivir en el paraíso, sino que expulsados de él acabarían muriendo y permanecerían en la muerte y en la corrupción... [13].


El pecado original, transmitido por la generación sexual.

«He aquí que he sido concebido en la iniquidad, y mi madre me concibió entre pecados» (Sal 50, 7). El primer plan de Dios no era que nosotros viniéramos a la existencia a través del matrimonio y de la corrupción. Fue la transgresión del precepto lo que introdujo el matrimonio, a causa de la iniquidad de Adán, es decir, de su repudio de la ley que Dios le había dado. Asi pues, los que nacen de Adán son concebidos en la iniquidad e incurren en la condena del primer padre. La expresión: «Mi madre me concibió entre pecados» significa que Eva, madre de todos nosotros, fue la primera que concibió al pecado estando como llena de placer. Por eso nosotros, cayendo en la misma condena de nuestra madre, decimos que somos concebidos entre pecados. Asi se muestra cómo la naturaleza humana desde un principio, a causa de la transgresión de Eva, cayó bajo el pecado, y el nacimiento tiene lugar bajo una maldición. La explicación se remonta hasta los comienzos, a fin de que quede patente la grandeza del don de Dios... [14].


El Verbo, haciéndose hombre, diviniza a la humanidad.

«Le dio un nombre que está sobre todo nombre» (Flp 2, 9). Esto no está escrito con referencia al Verbo en cuanto tal, pues aun antes de que se hiciera hombre, el Verbo era adorado de los ángeles y de toda la creación a causa de lo que tenía corno herencia del Padre. En cambio sí está escrito por nosotros y en favor nuestro: Cristo, de la misma manera que en cuanto hombre murió por nosotros, así también fue exaltado. De esta suerte está escrito que recibe en cuanto hombre lo que tiene desde la eternidad en cuanto Dios, a fin de que nos alcance a nosotros este don que le es otorgado. Porque el Verbo no sufrió disminución alguna al tomar carne, de suerte que tuviera que buscar cómo adquirir algún don sino que al contrario, divinizó la naturaleza en la cual se sumergía, haciendo con ello un mayor regalo al género humano. Y de la misma manera que en cuanto Verbo y en cuanto que existía en la forma de Dios era adorado desde siempre, así también, al hacerse hombre permaneciendo el mismo y llamándose Jesús, no tiene en menor medida a toda la creación debajo de sus pies. A este nombre se doblan para él todas las rodillas y confiesan que el hecho de que el Verbo se haya hecho carne y esté sometido a la muerte de la carne no implica nada indigno de su divinidad, sino que todo es para gloria del Padre. Porque gloria del Padre es que pueda ser recobrado el hombre que él había hecho y había perdido, y que el que estaba muerto resucite y se convierta en templo de Dios. Las mismas potestades de los cielos, los ángeles y los arcángeles, que le rendían adoración desde siempre, le adoran ahora en el nombre de Jesús, el Señor: y esto es para nosotros una gracia y una exaltación, porque el Hijo de Dios es ahora adorado en cuanto que se ha hecho hombre, y las potestades de los cielos no se extrañan de que todos nosotros penetremos en lo que es su región propia, viendo que tenemos un cuerpo semejante al de aquél. Esto no hubiera sucedido si aquel que existía en forma de Dios no hubiera tomado la forma de esclavo y se hubiera humillado hasta permitir que la muerte se apoderara de su cuerpo. He aquí como lo que humanamente era tenido como una locura de Dios en la cruz, se convirtió en realidad en una cosa más gloriosa para todos: porque en esto está nuestra resurrección... [15].


La redención del hombre.

Nuestra culpa fue la causa de que bajara el Verbo y nuestra transgresión daba voces llamando a su bondad, hasta que logró hacerlo venir a nosotros y que el Señor se manifestara entre los hombres.

Nosotros fuimos la ocasión de su encarnación y por nuestra salvación amó a los hombres hasta tal punto que nació y se manifestó en un cuerpo humano.

Así pues, de esta forma hizo Dios al hombre y quiso que perseverara en la inmortalidad. Pero los hombres, despreciando y apartándose de la contemplación de Dios, discurrieron y planearon para sí mismo el mal... y recibieron la condenación de muerte con que habían sido amenazados de antemano. En adelante ya no tenían una existencia duradera tal como habían sido hechos, sino que, de acuerdo con lo que habían planeado, quedaron sujetos a corrupción, y la muerte reinaba y tenía poder sobre ellos. Porque la transgresión del precepto los volvió a colocar en su situación natural, de suerte que así como fueron hechos del no ser, de la misma manera quedaran sujetos a la corrupción y al no ser con el decurso del tiempo.

Porque, si su naturaleza originaria era el no ser y fueron llamados al ser por la presencia y la benignidad del Verbo, se sigue que así que los hombres perdieron el conocimiento de Dios y se volvieron hacia el no ser—porque el mal es el no ser, y el bien es el ser que procede del ser de Dios—, perdieron la capacidad de ser para siempre, es decir, que se disuelven en la muerte y la corrupción permaneciendo en ellas. Porque, por naturaleza, el hombre es mortal, ya que ha sido hecho del no ser. Mas a causa de su semejanza con «el que es», que el hombre podía conservar mediante la contemplación de él, quedaba desvirtuada su tendencia natural a la corrupción y permanecía incorruptible, como dice la Sabiduría: «La observancia de la ley es vigor de incorrupción» (Sab 6, 18). Y puesto que era incorruptible, podía vivir en adelante a la manera de Dios, como lo insinúa en cierto lugar la Escritura: «Yo dije: sois dioses, y todos sois hijos del Altísimo. Pero vosotros, todos morís como hombres, y caéis como un jefe cualquiera» (Sal 81, 6-7).

Porque Dios no sólo nos hizo de la nada, sino que con el don de su Palabra nos dio el poder vivir como Dios. Pero los hombres se apartaron de las cosas eternas, y por insinuación del diablo se volvieron hacia las cosas corruptibles: y así, por su culpa le vino la corrupción de la muerte, pues, como dijimos, por naturaleza eran corruptibles, y sólo por la participación del Verbo podían escapar a su condición natural, si permanecían en el bien. Porque, en efecto, la corrupción no podía acercarse a los hombres a causa de que tenían con ellos al Verbo, como dice la Sabiduría: «Dios creó al hombre para la incorrupción y para ser imagen de su propia eternidad: pero por la envidia del diablo entró la muerte en el mundo» (Sab 2, 23-24). Entonces fue cuando los hombres empezaron a morir, y desde entonces la corrupción los dominó y tuvo un poder contra todo el linaje humano superior al que le correspondía por naturaleza, puesto que por la transgresión del precepto tenía en favor suyo la amenaza de Dios al hombre. Más aún, en sus pecados los hombres no se mantuvieron dentro de límites determinados, sino que avanzando poco a poco llegaron a rebasar toda medida. Primero descubrieron el mal y se atrajeron sobre sí la muerte y la corrupción. Luego se entregaron a la injusticia y sobrepasaron toda iniquidad, y no pararon en una especie de mal, sino que discurrieron nuevas maneras de perpetrar toda suerte de nuevos males, de suerte que se hicieron insaciables en sus pecados. Por todas partes había adulterios, y robos, y toda la tierra estaba llena de homicidios y de rapacidades. No había ley capaz de cohibir la corrupción y la iniquidad. Todos cometían toda suerte de maldades en privado y en común: las ciudades hacían la guerra a las ciudades, y los pueblos se levantaban contra los pueblos; todo el mundo estaba dividido en luchas y disensiones y todos se emulaban en el mal...

Todo esto no hacia sino aumentar el poder de la muerte, y la corrupción seguía amenazando al hombre, y el género humano iba pereciendo. El hombre hecho según el Verbo y a imagen (de Dios) estaba para desaparecer, y la obra de Dios iba a quedar destruida. La muerte... tenia poder contra nosotros en virtud de una ley, y no era posible escapar a esta ley, habiendo sido puesta por Dios a causa de la transgresión. La situación era absurda y verdaderamente inaceptable. Era absurdo que Dios, una vez que había hablado, nos hubiera engañado, y que habiendo establecido la ley de que si el hombre traspasaba su precepto moriria, en realidad no muriese después de la transgresión, desvirtuándose así su palabra... Por otra parte era inaceptable que lo que una vez había sido hecho según el Verbo y lo que participaba del Verbo quedara destruido y volviera a la nada a través de la corrupción. Porque era indigno de la bondad de Dios que lo que era obra suya pereciera a causa del engaño del diablo en que el hombre había caído. Sobre todo, era particularmente inaceptable que la obra de Dios en el hombre desapareciera, ya por negligencia de ellos ya por el engaño del diablo... ¿Qué necesidad había de crear ya desde el principio tales seres? Mejor era no crearlos, que abandonarlos y dejarlos perecer una vez creados... Si no los hubiese creado, nadie habría pensado en atribuirlo a impotencia. Pero una vez que los hizo y los creó para que existieran, era de lo más absurdo que tales obras perecieran a la vista misma del que las había hecho... [16].


Por el Verbo se restaura en el hombre la imagen de Dios.

Si ha llegado a desaparecer la figura de un retrato sobre tabla a causa de la suciedad que se le ha acumulado, será necesario que se presente de nuevo la persona de quien es el retrato, a fin de que se pueda restaurar su misma imagen en la misma madera. La madera no se arroja, pues tenía pintada en ella aquella imagen: lo que se hace es restaurarla. De manera semejante, el Hijo santísimo del Padre, que es imagen del Padre, vino a nuestra tierra a fin de restaurar al hombre que había sido hecho a su imagen. Por esto dijo a los judíos: «Si uno no renaciere...» (Jn 3, 5): no se refería al nacimiento de mujer, como imaginaban aquellos, sino al alma que había de renacer y ser restaurada en su imagen. Una vez que la locura idolátrica y la impiedad habían ocupado toda la tierra, y una vez que había desaparecido el conocimiento de Dios, ¿quién podía enseñar al mundo el conocimiento del Padre?... Para ello se necesitaba el mismo Verbo de Dios, que ve la mente y el corazón del hombre, que mueve todas las cosas de la creación y que por medio de ellas da a conocer al Padre. ¿Y cómo podía hacerse esto? Dirá tal vez alguno que ello podía hacerse por medio de las mismas cosas creadas, mostrando de nuevo a partir de las obras de la creación la realidad del Padre. Pero esto no era seguro, pues los hombres ya lo habían descuidado una vez, y ya no tenían los ojos levantados hacia arriba, sino dirigidos hacia abajo. Consiguientemente, cuando quiso ayudar a los hombres, se presentó como hombre y tomó para sí un cuerpo semejante al de ellos. Así les enseña a partir de las cosas de abajo, es decir, de las obras del cuerpo, de suerte que los que no querían conocerle a partir de su providencia del universo y de su soberanía, por las obras de su cuerpo conocerán al Verbo de Dios encarnado, y por medio de él al Padre. Así, como un buen maestro que se cuida de sus discípulos, a los que no podían aprovecharse de las cosas mayores, les enseña con cosas más sencillas poniéndose a su nivel... [17].


Cristo ofrece su cuerpo en sacrificio vicario por todos.

Vio el Verbo que no podía ser destruida la corrupción del hombre sino pasando absolutamente por la muerte; por otra parte, era imposible que el Verbo muriera, siendo inmortal e Hijo del Padre. Por esto tomó un cuerpo que fuera capaz de morir, a fin de que éste, hecho partícipe del Verbo que está sobre todas las cosas, fuera capaz de morir en lugar de todos y al mismo tiempo permaneciera inmortal a causa del Verbo que en él moraba. Asi se imponia fin para adelante a la corrupción por la gracia de la resurrección. Así, él mismo tomó para si un cuerpo y lo ofreció a la muerte como hostia y victima libre de toda mancha, y al punto, con esta ofrenda ofrecida por los otros, hizo desaparecer la muerte de todos aquellos que eran semejantes a él. Porque el Verbo de Dios estaba sobre todos, y era natural que al ofrecer su propio templo y el instrumento de su cuerpo por la vida de todos, pagó plenamente la deuda de la muerte. Y así, el Hijo incorruptible de Dios, al compartir la suerte común mediante un cuerpo semejante al de todos, les impuso a todos la inmortalidad con la promesa de la resurrección. La corrupción de la muerte ya no tiene lugar en los hombres, pues el Verbo habita en ellos a través del cuerpo de uno. Es como si el emperador fuera a una gran ciudad y se hospedara en una de sus casas: absolutamente toda la ciudad se sintiría grandemente honrada, y no habría enemigo o ladrón que la asaltara para vejarla, sino que se tendría toda ella como digna de particular protección por el hecho de que el emperador habitaba en una de sus casas. Algo así sucede con respecto al que es emperador de todo el universo. Al venir a nuestra tierra y morar en un cuerpo semejante al nuestro, hizo que en adelante cesaran todos los ataques de los enemigos contra los hombres, y que desapareciera la corrupción de la muerte que antes tenía gran fuerza contra ellos... [18].

Estando todos nosotros bajo el castigo de la corrupción y de la muerte, él tomó un cuerpo de igual naturaleza que los nuestros, y lo entregó a la muerte en lugar de todos, ofreciéndolo en sacrificio al Padre. Esto lo hizo por pura benignidad, en primer lugar a fin de que muriendo todos en él quedara abrogada la ley que condenaba a los hombres a la corrupción, ya que su fuerza quedaba totalmente agotada en el cuerpo del Señor y no le quedaba ya asidero en los hombres; y en segundo lugar para que, al haberse los hombres entregado a la corrupción, pudiera él restablecerlos en la incorrupción y resucitarlos de la muerte por la apropiación de su cuerpo y por la gracia de la resurrección, desterrando de ellos la muerte, como del fuego la paja [19].


La encarnación, principio de divinización del hambre.

Si las obras del Verbo divino no se hubieran hecho por medio del cuerpo, el hombre no hubiera sido divinizado; y, por el contrario, si las obras propias del cuerpo no se atribuyesen al Verbo, no se hubiera librado perfectamente de ellas el hombre. Pero una vez que el Verbo se hizo hombre y se apropió todo lo de la carne, las cosas de la carne ya no se adhieren al cuerpo pues éste ha recibido al Verbo y éste ha consumido lo carnal. En adelante, ya no permanecen en los hombres sus propias afecciones de muertos y de pecadores, sino que resucitan por la fuerza del Verbo y permanecen inmortales e incorruptibles. Por esto aunque lo que nació de María, la Madre de Dios, es la carne, se dice que es él quien nació de ella, pues él es quien da a los demás el nacimiento para que sigan en la existencia. Asi nuestro nacimiento queda transformado en el suyo, y ya no somos solamente tierra que ha de volver a la tierra, sino que habiéndonos adherido al Verbo que viene del cielo podremos ser elevados a los cielos con él. Asi pues, no sin razón se impuso sobre si las afecciones todas propias del cuerpo, pues así nosotros podíamos participar de la vida divina, no siendo ya hombres, sino cosa propia del mismo Verbo. Porque ya no morimos por la ley de nuestro primer nacimiento en Adán, sino que en adelante transferimos al Verbo nuestro nacimiento y toda nuestra debilidad corporal, y somos levantados de la tierra, quedando destruida la maldición del pecado que había en nosotros, pues él se ha hecho maldición por nosotros. Esto está muy en su punto: porque así como en nuestra condición terrena morimos todos en Adán, así cuando nacemos de nuevo a partir del agua y del Espíritu, todos somos vivificados en Cristo, y ya no tenemos una carne terrena, sino una carne que se ha hecho Verbo, por el hecho de que el Verbo de Dios se hizo carne por nosotros [20].


El Verbo encarnado, vivificador de todo el universo.

El Verbo no estaba encerrado en su propio cuerpo. No estaba presente en su cuerpo y ausente de todo lo demás. No movía su cuerpo de suerte que hubiera dejado privado de su energía y de su providencia al resto del universo. Lo más admirable es que, siendo Verbo, no podía ser contenido por nada, sino que más bien él contiene todas las cosas. Y estando presente en toda la creación, él está por su naturaleza fuera de todas las cosas, ordenándolas todas y extendiendo a todas y sobre todas su providencia, y vivificando a la vez todas y cada una de las cosas, conteniéndolas a todas sin ser contenido de ellas. Sólo en su propio Padre está él enteramente y bajo todos respectos. De esta suerte, aunque estaba en un cuerpo humano y le daba vida, igualmente daba vida al universo. Estaba en todas las cosas, y sin embargo estaba fuera de todas las cosas. Y aunque era conocido por las obras que hacia en su cuerpo, no era desconocido por la energía que comunicaba al universo... esto era lo admirable que en él había: que como hombre vivía una vida ordinaria; como Verbo daba la vida al universo; como Hijo estaba en la compañía del Padre... [21].


III. Los sacramentos.

El bautismo.

Los arrianos corren el peligro de perder la plenitud del sacramento del bautismo. En efecto, la iniciación se confiere en nombre del Padre y del Hijo; pero ellos no expresan al verdadero Padre, ya que niegan al que procede de él y es semejante a él en sustancia; y niegan también al verdadero Hijo, pues mencionan a otro creado de la nada, que ellos se han inventado. El rito que ellos administran ha de ser totalmente vacio y estéril, y aunque mantenga la apariencia es en realidad inútil desde el punto de vista religioso. Porque ellos no bautizan realmente en el Padre y en el Hijo, sino en el Creador y en la criatura, en el Hacedor y en su obra. Pero, siendo la criatura otra cosa distinta del Hijo, el bautismo que ellos pretenden administrar es distinto del bautismo verdadero, por más que profesen nombrar al Padre y al Hijo de acuerdo con la Escritura. No basta para conferir el bautismo decir: «¡Oh Señor!», sino que hay que tener al mismo tiempo la recta fe. Y ésta fue la razón por la que nuestro Salvador no mandó simplemente bautizar, sino que dijo primero: «Enseñad». y sólo luego: «Bautizad en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo». Porque de la instrucción nace la recta fe, y una vez se da la fe puede realizarse la iniciación del bautismo... [22].


La celebración pascual de la eucaristía.

Hermanos, después que el enemigo que tenía tiranizado al universo ha sido destruido, ya no celebramos una fiesta temporal, sino eterna y celestial; ya no anunciamos aquel hecho con figuras, sino que en realidad lo vivimos. Antes celebraban los judíos esta fiesta comiendo la carne de un cordero sin mancha y untando con su sangre sus jambas para ahuyentar al exterminador. Pero ahora comemos la Palabra del Padre y señalamos los labios de nuestro corazón con la sangre del Nuevo Testamento, reconociendo la gracia que nos ha hecho el Salvador diciendo: «Os he dado poder de andar sobre las serpientes y las víboras y sobre todo poder de enemigo» (Lc 10, 19)... Por lo demás, amadisimos mios, es sabido que los que celebramos esta fiesta no hemos de llevar vestidos sucios sobre nuestras conciencias, sino que nos hemos de adornar con vestidos absolutamente limpios para este día de nuestro Señor Jesús, a fin de poder realmente estar en la fiesta con él. Nos vestimos así cuando amamos la virtud y aborrecemos el vicio; cuando guardamos la castidad y evitamos la lujuria; cuando preferimos la justicia a la iniquidad; cuando nos contentamos con las cosas necesarias y nos entregamos más bien a fortalecer nuestra alma; cuando no nos olvidamos de los pobres, sino que estamos determinados a que nuestras puertas estén abiertas para cualquiera; cuando nos esforzamos por humillar nuestro ánimo y detestar la soberbia... [23].


La eucaristía, alimento espiritual.

En el Evangelio de Juan he observado lo que sigue. Cuando habla de que su cuerpo será comido, y ve que a causa de esto muchos se escandalizan, dice el Señor: «¿Esto os escandaliza? ¿Qué sería si vieseis al Hijo del hombre bajando de allí donde estaba al principio? El Espíritu es lo que vivifica: la carne no aprovecha para nada. Las palabras que yo os he hablado son espíritu y vida» (Jn 6, 62-64). En esta ocasión dice acerca de sí mismo ambas cosas: que es espíritu y que es carne; y distingue al espíritu de lo que es según la carne, para que creyendo no sólo lo visible, sino lo invisible que había en él, aprendan que lo que él dice no es carnal, sino Espiritual. ¿Para alimentar a cuántos hombres seria su cuerpo suficiente? Pero tenía que ser alimento para todo este mundo. Por esto les menciona la ascensión al cielo del Hijo del hombre, a fin de sacarlos de su mentalidad corporal y hacerles aprender en adelante que la carne que él llama comida viene de arriba, del cielo, y que el alimento que les va a dar es Espiritual. Les dice: «Lo que os he hablado es Espíritu y vida» (Jn 6, 64), que es lo mismo que decir: lo que aparece y lo que es entregado para salvación del mundo es la carne que yo tengo, pero esta misma carne con su sangre, yo os la daré a vosotros como alimento de una manera Espiritual. O sea que es de una manera Espiritual como esta carne se da a cada uno, y se hace así para cada uno prenda de la resurrección de la vida eterna... [24].


El misterio de la eucaristía.

Verás a los ministros que llevan pan y una copa de vino, y lo ponen sobre la mesa; y mientras no se han hecho las invocaciones y súplicas, no hay más que puro pan y bebida. Pero cuando se han acabado aquellas extraordinarias y maravillosas oraciones, entonces el pan se convierte en el cuerpo y el cáliz en la sangre de nuestro Señor Jesucristo... Consideremos el momento culminante de estos misterios: este pan y este cáliz, mientras no se han hecho las oraciones y súplicas, son puro pan y bebida; pero así que se han proferido aquellas extraordinarias plegarias y aquellas santas súplicas, el mismo Verbo baja hasta el pan y el cáliz, que se convierten en su cuerpo [25].


La práctica de la penitencia.

De la misma manera que un hombre al ser bautizado por un sacerdote es iluminado con la gracia del Espíritu Santo, así también el que hace confesión arrepentido recibe mediante el sacerdote el perdón por gracia de Cristo [26].

Los que han blasfemado contra el Espíritu Santo o contra la divinidad de Cristo diciendo: «Por Beelzebub, príncipe de los demonios, expulsa los demonios» (Lc 11, 15) no alcanzan perdón ni en este mundo ni en el futuro. Pero hay que hacer notar que no dijo Cristo que el que hubiera blasfemado y se hubiese arrepentido no habría de alcanzar perdón, sino el que estuviera en blasfemia, es decir, permaneciera en la blasfemia. Porque la condigna penitencia borra todos los pecados... La blasfemia contra el Espíritu es la falta de fe (apistía), y no hay otra manera para perdonarla si no es la vuelta a la fe: el pecado de ateísmo y de falta de fe no alcanzará perdón ni en este mundo ni en el futuro [27].





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1. ATANASIO, Ad Serapionem, I, 28.
2. ATANASIO, Orationes contra Ar. III, 3-4.
3. Ibid. II, 31.
4. Ibid. II, 41-45.
5. Ibid, I, 14.
6. Ibid. I, 25-26.
7. Ibid. I, 5-6.
8. Ibid. I, 41.
9. Ibid. III, 24.
10. Ibid. III, 30-32
11. ATANASIO, Epistula ad Adelphium, 3.
12. Contra Ar. Il, 7-8.
13. ATANASIO, De lncarnatione, 3.
14. ATANASIO, In Ps. 50.
15. Contra `Ar. I, 42.
16. De Incarn. 4-6.
17. Ibid. 14-15.
18. Ibid. 9
19. Ibid. 8.
20. Contra Ar. III, 33.
21. De Incarn. 17.
22. Contra Ar. II, 42-43.
23. ATANASIO, Epistula festalis, IV, 3.
24. Ad Serap. IV, 19.
25. Fragm. de un sermón a los bautizados.
26. Fragm. contra Novat,
27. Fragm. in Mt.




ESCRITOS


La unidad de la Santa Trinidad

(Carta I a Serapión, 28-30)

Es cosa muy útil investigar la antigua tradición, la doctrina y la fe de la Iglesia Católica, aquella que el Señor nos ha enseñado, la que los Apóstoles han predicado y los Padres han conservado. En ella, en efecto, tiene su fundamento la Iglesia; y si alguno se aleja de esa doctrina, de ninguna manera podrá ser ni llamarse cristiano.

Nuestra fe es ésta: la Trinidad santa y perfecta, que se distingue en el Padre y en el Hijo y en el Espíritu Santo, no tiene nada extraño a sí misma ni añadido de fuera, ni está constituida por el Creador y las criaturas, sino que es toda Ella potencia creadora y fuerza operativa. Una sola es su naturaleza, idéntica a sí misma; uno solo el principio activo, una sola la operación. En efecto, el Padre realiza todas las cosas por el Verbo en el Espíritu Santo; de este modo se conserva intacta la unidad de la santa Trinidad. Por eso en la Iglesia se predica un solo Dios que está por encima de todas las cosas, que actúa por medio de todo y está en todas las cosas (cfr. Ef 4,6). Está por encima de todas las cosas ciertamente como Padre, principio y origen. Actúa a través de todo, sin duda por medio del Verbo. Obra, en fin, en todas las cosas en el Espíritu Santo. El Apóstol Pablo, cuando escribe a los corintios sobre las realidades Espirituales, reconduce todas las cosas a un solo Dios Padre como al Principio, diciendo: hay diversidad de carismas, pero un solo Espíritu; hay diversidad de ministerios; pero un solo Señor; hay diversidad de operaciones, pero uno solo es Dios que obra en todos (1Cor 12,4-6). En efecto, aquellas cosas que el Espíritu distribuye a cada uno proviene del Padre por medio del Verbo, pues verdaderamente todo lo que es del Padre es también del Hijo. De ahí que todas las cosas que el Hijo concede en el Espíritu son verdaderos dones del Padre. Igualmente, cuando el Espíritu está en nosotros, también en nosotros está el Verbo de quien lo recibimos, y en el Verbo está también el Padre; de este modo se realiza lo que está dicho: vendremos (Yo y el Padre) y pondremos en él nuestra morada (Jn 14,23). Porque donde está la luz, allí se encuentra el esplendor; y donde está el esplendor, allí está también su eficacia y su espléndida gracia.

Lo mismo enseña San Pablo en la segunda epístola a los Corintios, con estas palabras: la gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunicación del Espíritu Santo estén con todos vosotros (2 Cor 13,13). La gracia, en efecto, que es don de la Trinidad, es concedida por el Padre, por medio del Hijo, así no podemos participar nosotros del don sino en el Espíritu Santo. Y entonces, hechos partícipes de Él, tenemos en nosotros el amor del Padre, la gracia del Hijo y la comunión del mismo Espíritu.


La condescendencia divina

(La Encarnación del Verbo)

La creación del mundo y la formación del universo ha sido entendida por muchos de manera diferente y cada cual la ha definido según su propio parecer. En efecto, unos dicen que el universo llegó al ser espontáneamente y por azar, como los Epicúreos, quienes cuentan en sus teorías que no existe providencia en el mundo y hablan en contra de los fenómenos evidentes de la experiencia. Pues si, como ellos dicen, todo se originó espontáneamente y sin providencia, sería necesario que todo hubiera nacido simple, semejante y no diferente. Como en un solo cuerpo sería necesario que todo fuera sol y luna, y en los hombres sería necesario que todo fuera mano, ojo, o pie. Pero ahora no es así: vemos por un lado el sol, por otro la luna, por otro la tierra; y por lo que se refiere al cuerpo humano, una cosa es el pie, otra la mano, otra la cabeza. Tal orden nos indica que ellos no surgieron espontáneamente, sino que nos señala que una causa precedió a su creación, a partir de la cual es posible pensar que fue Dios quien ordenó y creó el universo.

Otros, entre los que se encuentra el que es tan grande entre los griegos, Platón, pretenden que Dios creó el mundo a partir de una materia preexistente e increada; Dios no habría podido crear nada si esta materia no hubiera preexistido, de la misma manera que la madera debe existir antes que el carpintero, para que éste pueda trabajar. Los que hablan así no saben que atribuyen a Dios la impotencia. Pues si Él mismo no es causante de la materia, sino que simplemente hace las cosas a partir de una materia preexistente, se revela impotente, puesto que sin esta materia no pude producir ninguno de los seres creados; del mismo modo, sin duda, que es una impotencia para el carpintero no poder fabricar sin madera ninguno de los objetos necesarios. Y, ¿cómo se podría decir que es el Creador y el Hacedor, si toma de otra cosa, quiero decir de la materia, la posibilidad de crear? Si fuera así, Dios sería, según ellos, solamente un artesano y no el creador que da el ser, si trabaja la materia preexistente, sin ser Él mismo causante de esta materia. En una palabra, no se puede decir que es Creador, si no crea la materia de la cual vienen las criaturas. Los herejes imaginan un creador del universo distinto del Padre de nuestro Señor Jesucristo y, al decir esto, dan prueba de una extrema ceguera. Pues cuando el Señor dice a los judíos: ¿No habéis leído que el Creador desde el principio los hizo varón y hembra?, añade: por esto el hombre abandonará a su padre y a su madre y se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne; lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre, (Mt 19,4-6), ¿cómo suponer una creación extraña al Padre? si, según Juan, que encierra todo en una sola palabra: todo ha sido hecho por Él y sin Él nada ha sido hecho (Jn 1,3 ), ¿cómo podría existir un creador distinto del Padre de Cristo?.

He aquí sus fábulas; pero la enseñanza inspirada por Dios y la fe en Cristo rechazan como impiedad sus vanos discursos. Los seres no han nacido espontáneamente, a causa de la falta de providencia, ni a partir de una materia preexistente, a causa de la impotencia de Dios, sino que Dios, mediante su Verbo, a partir de la nada ha creado y traído al ser todo el universo, que antes no existía en absoluto. En un principio creó Dios el cielo y la tierra (Gn 1,1) (...). Es lo que Pablo indica cuando dice: Por la fe conocemos que los mundos han sido formados por la palabra de Dios, de suerte que lo que vemos no ha sido hecho a partir de cosas visibles (Heb 11,3). Pues Dios es bueno, o mejor aún, es la fuente de toda bondad, y lo que es bueno no sabría tener envidia por nada; por tanto, no envidiando la existencia de ninguna cosa, creó todos los seres de la nada mediante Nuestro Señor Jesucristo, su propio Verbo. Entre estos seres, de todos los que existían sobre la tierra, tuvo especial piedad del género humano, y viéndolo incapaz, según la ley de su propia naturaleza, de subsistir siempre, le concedió una gracia añadida: no se contentó con crear a los hombres, como había hecho con todos los animales irracionales que hay sobre la tierra, sino que los creó a su imagen, haciéndolos participes del poder de su propio Verbo. Así, como si tuvieran una sombra del Verbo, y convertidos ellos mismos en racionales, los hombres podrían permanecer en la felicidad, viviendo en el paraíso la verdadera vida, que es realmente la de los santos. Sabiendo además que la voluntad libre del hombre podría inclinarse en uno u otro sentido, les tomó la delantera y fortaleció la gracia que les había dado, con la imposición de una ley y un lugar determinado. Los introdujo, en efecto, en el paraíso y les dio una ley, de modo que si ellos guardaban la gracia y permanecían en la virtud, tendrían en el paraíso una vida sin tristeza, dolor ni preocupación, además de la promesa de inmortalidad en los cielos. Pero si transgredían esta ley y, dándole la espalda, se convertían a la maldad, que supieran que les esperaba la corrupción de la muerte, según su naturaleza, y que no vivirían ya en el paraíso, sino que en el futuro morirían fuera de él y permanecerían en la muerte y en la corrupción. Es lo que la divina Escritura pronostica, hablando por boca de Dios: comerás de todo árbol que hay en el paraíso, pero no comáis del árbol del conocimiento del bien y del mal; el día que comáis de él, moriréis de muerte (Gn 2,16-17). Éste "moriréis de muerte" no quiere decir solamente moriréis, sino permaneceréis en la corrupción de la muerte (...). Por esta razón el incorpóreo e incorruptible e inmaterial Verbo de Dios aparece en nuestra tierra. No es que antes hubiera estado alejado, pues ninguna parte de la creación estaba vacía de Él, sino que Él llena todos los seres operando en todos en unión con su Padre. Pero en su benevolencia hacia nosotros condescendió en venir y hacerse manifiesto. Pues vio al género racional destruido y que la muerte reinaba entre ellos con su corrupción; y vio también que la amenaza de la transgresión hacía prevalecer la corrupción sobre nosotros y que era absurdo abrogar la ley antes de cumplirla; y vio también qué impropio era lo que había ocurrido, porque lo que Él mismo había creado, era lo que pereció; y vio también la excesiva maldad de los hombres, porque ellos poco a poco la habían acrecentado contra sí hasta hacerla intolerable. Vio también la dependencia de todos los hombres ante la muerte, se compadeció de nuestra raza y lamentó nuestra debilidad y, sometiéndose a nuestra corrupción, no toleró el dominio de la muerte, sino que, para que lo creado no se destruyera, ni la obra del Padre entre los hombres resultara en vano, tomó para sí un cuerpo y éste no diferente del nuestro. Pues no quiso simplemente estar en un cuerpo, ni quiso solamente aparecer, pues si hubiese querido solamente aparecer, habría podido realizar su divina manifestación por medio de algún otro ser más poderoso. Pero tomó nuestro cuerpo, y no simplemente esto, sino de una virgen pura e inmaculada, que no conocía varón, un cuerpo puro y verdaderamente no contaminado por la relación con los hombres.

En efecto, aunque era poderoso y el Creador del universo, prepara en la Virgen para Sí el cuerpo como un templo y lo hace apropiado como un instrumento en el que sea conocido y habite. Y así, tomando un cuerpo semejante a los nuestros, puesto que todos estamos sujetos a la corrupción de la muerte, lo entregó por todos a la muerte, lo ofreció al Padre, y lo hizo de una manera benevolente, para que muriendo todos con Él se aboliera la ley humana que hace referencia a la corrupción (porque se centraría su poder en el cuerpo del Señor y ya no tendría lugar en el cuerpo semejante de los hombres), para que, como los hombres habían vuelto de nuevo a la corrupción, Él los retomara a la incorruptibilidad y pudiera darles vida en vez de muerte, por la apropiación de su cuerpo, haciendo desaparecer la muerte de ellos, como una caña en el fuego, por la gracia de la resurrección.


Unidad y distinción entre el Padre y el hijo.

"Yo en el Padre, y el Padre en mí" (Jn 14,10). El Hijo está en el Padre, en cuanto podemos comprenderlo, porque todo el ser del Hijo es cosa propia de la naturaleza del Padre, como el resplandor lo es de la luz, y el arroyo de la fuente. Así el que ve, al Hijo ve lo que es propio del Padre, y entiende que el ser del Hijo, proviniendo del Padre, está en el Padre. Asimismo el Padre está en el Hijo, porque el Hijo es lo que es propio del Padre, a la manera como el sol está en su resplandor, la mente está en la palabra, y la fuente en el arroyo. De esta suerte, el que contempla al Hijo contempla lo que es propio de la naturaleza del Padre, y piensa que el Padre está en el Hijo. Porque la forma y la divinidad del Padre es el ser del Hijo, y, por tanto, el Hijo está en el Padre, y el Padre en el Hijo. Por esto con razón habiendo dicho primero "Yo y el Padre somos uno" (Jn 14,10), añadió: "Yo en el Padre y el Padre en mí" (Jn 13,10): así manifestó la identidad de la divinidad y la unidad de su naturaleza.

Sin embargo, son uno pero no a la manera con que una cosa se divide luego en dos, que no son en realidad más que una; ni tampoco como una cosa que tiene dos nombres, como si la misma realidad en un momento fuera Padre y en otro momento Hijo. Esto es lo que pensaba Sabelio, y fue condenado como hereje. Se trata de dos realidades, de suerte que el Padre es Padre, y no es Hijo; y el Hijo es Hijo, y no es Padre. Pero su naturaleza es una; pues el engendrado no es semejante con respecto al que engendra, ya que es su imagen, y todo lo que es del Padre es del Hijo. Por esto el Hijo no es otro dios, pues no es pensado fuera (del Padre): de lo contrario, si la divinidad se concibiera fuera del Padre, habría sin duda muchos dioses. El Hijo es "otro" en cuanto es engendrado, pero es "el mismo" en cuanto es Dios. El Hijo y el Padre son una sola cosa en cuanto que tienen una misma naturaleza propia y peculiar, por la identidad de la divinidad única. También el resplandor es luz, y no es algo posterior al sol, ni una luz distinta, ni una participación de él, sino simplemente algo engendrado de él: ahora bien, una realidad así engendrada es necesariamente una única luz con el sol, y nadie dirá que se trata de dos luces, aunque el sol y su resplandor sean dos realidades: una es la luz del sol, que brilla por todas partes en su propio resplandor. Así también, la divinidad del Hijo es la del Padre, y por esto es indivisible de ella. Por esto Dios es uno, y no hay otro fuera de él. Y siendo los dos uno, y única su divinidad, se dice del Hijo lo mismo que se dice del Padre, excepto el ser Padre.